En la breve historia del deporte del balompié ha habido goles hermosos, goles audaces, goles aparentemente imposibles, goles de rebote, goles con la cabeza, con la espuela, de tacón. Recuerdo el inolvidable gol que Pelé fabricó en la final del Mundial de 1958, cuando tenía 17 años: recibió el balón en el borde del área, de espaldas a la portería, y tras hacerle lo que en la jerga futbolística llamamos un sombrero (pasarle el balón por encima del contrincante) al defensor que lo encimaba, remató de volea al fondo de la red. Está también el largo y caluroso gol de Maradona contra Inglaterra en el Mundial de 1986. Tras sortear a la carrera a varios jugadores desde el centro del campo el controvertido astro argentino se adentra en el área y encogido por la presión de tres defensores cruza la pelota al palo contrario de la portería.
De la cantidad innumerable de goles que habremos visto los que disfrutamos del fútbol, estos goles espectaculares justifican en más de un sentido nuestra afición. Aquí espectacular equivale a monstruoso, a lo que se muestra y a lo que hay que ver: estos goles son los que nos sirven para decirles a quienes sólo ven vulgaridad y tedio en el juego del balompié que también en el césped futbolístico puede lograrse la belleza y la más noble emoción vital.
En la final de la Copa de Europa de este año que enfrentaba al Real Madrid contra el Bayern Leverkusen, celebrada en Glasgow el 15 de mayo con toda la incertidumbre y pasión propias de tan dichoso evento, aconteció uno de estos goles de los que alimentan nuestro no demasiadas veces correspondido amor por el buen fútbol. Su autor fue el mejor jugador actual del mundo, el francés de origen argelino Zinedine Zidane, y sobre los gloriosos segundos del antes y del después del hermoso momento que marcó ese gol fabuloso quisiera ofrecer una breve reflexión.
Empezaré describiendo la jugada que a la postre supuso el noveno triunfo del Real Madrid en la Copa de Europa. En un artículo publicado en El País, Javier Marías ha señalado que ese gol de Zidane pertenece a la categoría de lo sobrenatural, porque la jugada que lo inició no tenía la intención de llegar a portería y traspasar la meta contraria, sino que a través de cierto arrojo y cierto ímpetu la pelota fue aproximándose poco a poco hacia la portería alemana hasta que finalmente, como caído del cielo, Zidane pilló el balón rebotado en el borde izquierdo del área y con la semivolea más limpia y eficazmente hermosa que yo he presenciado jamás coló la pelota en la red. Como escribe Marías, fue un gol nacido del azar, algo improvisado, completamente inesperado, pero por todo eso mucho más conmovedor aún. Allí donde la suerte y la voluntad se juntan, decía el filósofo francés Georges Bataille, nace el amor que supera la angustia de la muerte. Tal encuentro amoroso y fugaz fue el que se produjo en el gol de Zidane, cuando éste impacta con su pie izquierdo el balón áereo que había salido rebotado, y lo manda haciendo una parábola casi mágica al jubiloso fondo de la red.
Ese partido lo ganó el Madrid 2-1, emulando en la victoria al legendario Madrid de Di Stéfano, Puskas y Gento, encumbrado precisamente en el vetusto Hampden Park de Glasgow en 1960, al vencer por 7-3 al Eintracht de Frankfurt. El rey de reyes había vuelto a triunfar.
Considero que el Gran Partido de Fútbol, el partido que mejor transmite ese ánimo y esa atmósfera, es la Final de la Copa de Europa. No creo que ni siquiera la final de un Mundial se le pueda igualar: ahí hay todavía demasiado patrioterismo en juego como para que la alegría del fútbol pueda explotar con todo su esplendor. Desde luego ha habido equipos excepcionales, el Brasil del 58, del 70 y del 82, la Holanda del 74, la Francia del 84 y del 98, la Argentina del 86, la Hungría del 54, etcétera. Pero yo me quedo con la promiscuidad cosmopolita de los clubes, que representan la pluralidad de una ciudad y no la homogeneidad de una nación.
La atmósfera de una final de Copa de Europa no tiene parangón, pues de algún modo viene a resumir y a encumbrar en un solo día y en un único partido al mejor equipo del año. Antes de empezar cada final europea recuerdo un poema de Keats en el que el joven poeta inglés declama algo así: ¡Oh tú, que has sentido el frío aire del invierno en tus mejillas, para ti la primavera florecerá y será tiempo de cosecha! No otra cosa distinta promete la liga invernal de fútbol que desemboca el tercer miércoles de mayo de todos los años en la gran finalísima de la Copa de Europa. El fútbol, pues, no es sólo un deporte. Es también, como dicen los ingleses, un romance, una historia de amor. Cada año empieza prometiendo leyendas y gloria, aunque en muchas ocasiones los partidos acaben enfriándose y tratemos de olvidar lo sucedido lo más rápidamente posible.
Pero si yo busco todos los años la prueba de mi amor por el fútbol en el partido ideal de la Final de la Copa de Europa, ¿qué buscamos cuando queremos marcar o celebrar un gol? O dicho con más sencillez: ¿qué es un gol? Un gol simboliza el triunfo de la vida sobre la muerte. Hay un cuento de Javier Marías en que se describe muy bien el simbolismo que marca la línea de gol. Ese límite que separa la victoria de la derrota, el triunfo de la decepción y, metafóricamente, la vida de la muerte, compendia toda la emoción del balompié. Bertrand Russell señala que la competición no desmiente la nobleza del juego cuando se establece un cierto respeto por el contrario. Creo que esta nobleza es la que le hizo decir a Camus que las lecciones de moral más importantes de la vida las había aprendido jugando al fútbol. Tal es el valor que los antiguos griegos atribuían a sus héroes caídos en desgracia: “No es un perdedor el que muere, sino un posible vencedor”.
Ximo Brotons es profesor de filosofía
3 comentarios:
Coño Procopio, usted por aquí.¡qué alegria!
ya ve, de cronista.
vete a la mierda, ximo de los cojones.
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