lunes, enero 25, 2010

ESA OTRA COSA por David Trueba

Creo que entiendo (y padezco) más o menos lo que siente uno del Aleti.

Ser de un equipo como el Atlético de Madrid te mantiene entretenido. No falta nunca la ocasión en que tienes que explicar tamaña rareza. Supongo que la mayoría de los psicoanalistas le preguntan a sus pacientes cuál es su equipo favorito antes de comenzar el tratamiento y si contestan que el Aleti se deben de frotar las manos. Menudo filón. Hasta la atinada campaña promocional que ideó la Sra. Rushmore dejó para la posteridad una pregunta sin respuesta: Papá, ¿por qué somos del Aleti? Yo me hice del Aleti una tarde en que jugaba un partido europeo contra el Borussia de Mönchengladbach. En realidad en cuanto oí ese nombre me quise hacer del Borussia, porque me recordaba a uno de mis ídolos, el barón Munchausen, pero mi compañero de cole, José María, lo tuvo muy claro: somos del Aleti. Sólo algunos años después descubrí que mi padre también era del Aleti, pero lo llevaba oculto. Seguí siendo del Aleti porque tenía un equipo de balonmano fenomenal y en mi primera adolescencia yo apuntaba maneras de Urdangarín, aunque me retiré antes de la competición por clarividencia y no he logrado casarme por falta de centímetros. Pero la afición por el Atlético de Madrid me ha acompañado aunque los nuevos dueños se cargaran el balonmano, la cantera y pronto el estadio. Es como un desgarro personal particular, como la úlcera de duodeno o incluso la miopía, que se opera pero vuelve a salir.

Pero últimamente el Atlético no emociona. No hay noticias de buen juego y el único aliciente es experimentar una montaña rusa emocional donde ninguna alegría dura más allá de dos partidos ni ninguna crisis termina con un partidazo ocasional. Vemos pasar a buenos jugadores por el equipo que acaban o desquiciados o en el Liverpool. Ambición existe, pero quizá puesta en el sitio equivocado. Nosotros no tenemos que aspirar a ganar la Liga cada año, sino a animarla, a divertirla, a sacudirla, a ponerla patas arriba y, como siempre, si un año todos los hados se alían, las brujas se descuidan, las meigas se emborrachan y hay eclipse de Real y Barça, pues vamos y ganamos, pero sin aspiración de continuidad. Para un aficionado del Aleti es hasta feo ganar, se trata de otra cosa. ¿Dónde está esa otra cosa?

Un amigo futbolista que jugó hace pocas semanas en el Calderón me llamó a darme el pésame. Me dijo: la propia afición del equipo es el peor enemigo de sus centrales, los silba, los aterroriza cuando el balón se aproxima. Pero la afición se sabe lo mejor del equipo y no hay quien la frene ni siquiera cuando toca irrumpir en el campo o en los vestuarios. Abel llegó al equipo el año pasado y ganó el primer partido. Dijo: "Los jugadores han captado mi mensaje". Quique llegó este año y perdió estrepitosamente con el Recre. Dijo: "Necesito jugadores que no me decepcionen". Pero ningún diagnóstico dura la semana completa. Para evitar esquizofrenia lo mejor sería asumir el lugar en el que se está. Los equipos llamados a ser secundarios en su ciudad tienen que tener un particular sentido de competitividad, de épica y de juego. La simpatía es un don que se pierde y que han perdido en los últimos años equipos como el Aleti y el Betis. Nadie les pide ganar, arrasar, como nadie le pide llevarse a la chica o salvar a la humanidad al actor de reparto en una película. Se le pide personalidad, encanto, viveza, para en tres secuencias dejar claro quién son, cómo actúan, para qué están en la película. El Atlético de Madrid necesita recuperar un determinado estilo, ser fiel a una manera de jugar, reconocible en un rasgo, en una pincelada. Dejar de fingir que podría ser George Clooney si es Pepe Isbert. Ser como un colegio malo, sin prestigio, donde quizá los niños no saldrán ministros, pero si un día consiguen recitar a Rubén Darío, te hacen saltar las lágrimas. Necesita tocar el violín y sacar la emoción, como ese tipo que toca en un pasillo del metro pero a veces seduce más que el solista del Teatro Real.

viernes, enero 15, 2010

GUARDIOLA, YO TE ACUSO por José Sámano

Por la devoción que siempre se le ha tenido aquí y por pura convicción no he podido resistirme a subir este artículo.



Hay equipos cuya eternidad está por encima de una derrota. Aquella Holanda de 1974 y 1978, el Brasil de 1982, el Madrid de la Quinta de Eindhoven y, por supuesto, el Barça de Pep Guardiola. Sí, el de Guardiola, porque nadie es más culpable que él de la patente de este equipo, obra cumbre del barcelonismo, ya un incunable del fútbol mundial. Guardiola es culpable de mucho más. Para empezar, de la noble ambición de unos jugadores que no distinguen torneos porque se toman cada cita como un placer. Y es culpable, faltaría más, de haber minimizado su papel en los éxitos -"con unos jugadores tan buenos..."- y haberlo amplificado, con cilicio incluido, en el único traspié -"he fallado a los jugadores"-.


Guardiola es culpable, por supuesto, de que el equipo caiga con la pelota al pie, en la trinchera del adversario, frente a un portero épico, sin la más mínima renuncia a un estilo tan celestial que hasta sus contrarios lo admiran. Guardiola, estaría bueno, es culpable de haber alineado a algunos suplentes en un partido de ida ante el Sevilla en el que no subestimó a su estupendo rival, sino que sobreestimó a su grupo. Todo colectivo precisa de un gesto cómplice de su jefe. Guardiola fue coherente con lo que hizo en la pasada edición, cuando levantó el trofeo en Valencia, consecuencia, entre otras cosas, de su mimo al administrar una plantilla corta que el técnico necesitaba tener en vilo ante el maratón del curso. Y así fue. Bojan y Pinto fueron claves ante el Athletic en la última final; Sylvinho tuvo que dar un paso al frente por las circunstancias en Roma, en donde se midió a un tal CR; o Busquets, más suplente de Yaya Touré que este año, se vio de titular en las dos finales al improvisar el africano como central postizo.


Ante la torticera mirada de algunos, Guardiola es culpable de haber fichado a Chigrinski -tampoco es inocente con Ibrahimovic, pero eso no cuenta-, sobre el que azotan al técnico, en la diana de ésos que no perdonan a los triunfadores. Pues es tan culpable del ucranio como de Busquets, Pedro, Piqué y los premios universales a Messi. Aún quedan retorcidos que priorizan en el legado de Johan Cruyff los fichajes de Escaich y Korneiev, no los de Koeman, Laudrup, Stoichkov y Romario. O su desliz con Lucendo, locura embrionaria del alumbramiento de Amor, Guardiola, Ferrer, Sergi...

Guardiola es culpable, cómo no, de amar el fútbol, de sentir el Barça, de jamás olvidarse de hacer un guiño al último polizón del vestuario, aunque se llame Chigrinski. Como si alguien no pudiera equivocarse alguna vez, en caso de que el central resulte un fiasco. Eso está por ver, pero Guardiola ya es culpable. Como lo es de haber ventilado la caseta, donde hay más puntualidad, se vive de día y se duerme de noche. Ya nadie se deslengua, como sucedió en Villafranca del Penedés con el amparo presidencial, tras un demagógico ataque de cuernos. Guardiola es culpable de que por su falta de feeling con alguno de aquellos pretorianos laportistas el Barça pierda como perdió en Sevilla. No hay duda, de eso sí que es culpable este entrenador educado, sensible, con tacto, gusto exquisito y muchas inquietudes al margen de su obsesión por el fútbol. También es culpable de haber contribuido en este deporte a su alfabetización, mal que pese en la caverna, donde el verbo académico está mal visto. Este es el guardiolato, gran favor del Barça. Bendito culpable. Si todos fallaran así...