lunes, febrero 23, 2009

LA LECTURA DE LOS CLÁSICOS por Enric González


Para aprender periodismo deportivo basta con estudiar a dos clásicos, italianos ambos: Gianni Brera y Candido Cannavó. En esos dos hombres está todo. Por supuesto, jamás anduvieron de acuerdo.

Gianni Brera inventó el lenguaje del deporte italiano. Fue un escritor espléndido, elevó a niveles insuperables las crónicas de ciclismo y dio legitimidad al juego cínico y reservón con el que muchos identifican al calcio. Un tipo tremendo, Brera. Grueso, arrogante, racista, con una cultura enciclopédica y un carácter insufrible. Su secreto fue revelado tras su muerte: amaba el fútbol delicado y creativo de Gianni Rivera, pero no podía decirlo sin echar por tierra sus teorías sobre las bondades de la defensa, el patadón y el gol de picardía.

El sur italiano y sus habitantes ocupaban un puesto muy alto en su lista de manías. Brera, hombre del norte, toleraba con dificultad la existencia de Roma; cualquier cosa al sur de la capital le parecía insufrible. ¿Creen que un hombre así no podía ser un gran periodista? Se equivocan: fue grandioso. No sólo observaba el deporte como nadie (la agonía de un ciclista rezagado en la escalada, el cambio táctico que decanta un partido); era un maestro de la provocación inteligente y la polémica de profundidad, elementos fundamentales para la prevención del atontamiento.

Lo que hizo en 1983 fue perfectamente previsible: denunció que La Gazzetta dello Sport, el diario en el que había escrito sus mejores piezas, era víctima de "una conspiración sureña". La "conspiración" consistía en que La Gazzetta, el diario con mayor difusión en Italia, había quedado en manos de un director siciliano. El siciliano, llamado Candido Cannavó, prefirió no discutir con su ilustre colega y ponerse a trabajar.

El lector avisado puede imaginar la dificultad que entraña dirigir la Biblia rosa del deporte italiano. En España resulta un poco más sencillo porque los diarios deportivos tienen una clientela concreta. Para entendernos, no habrá muchos socios del Barcelona que compren el As ni muchos del Madrid que compren el Sport. La Gazzetta, en cambio, se ve obligada a mantener las distancias, cosa no siempre posible.

Cannavó, por ejemplo, opinó tras la tragedia de Heysel que el Juventus debía devolver la Copa y dejar vacante el título europeo: los aficionados juventinos empezaron a detestar al pobre director siciliano y bastantes se pasaron al Tuttosport, un diario inequívocamente blanquinegro. También hubo bronca cuando Cannavó se mostró partidario de que las maniobras de Luciano Moggi, el director deportivo del club de los Agnelli, fueran castigadas con el descenso del equipo. La peor bronca de todas fue interna: cuando afloró el dopaje en el ciclismo, Cannavó exigió la máxima dureza; cabe suponer cómo se lo tomaron los dueños de La Gazzetta, diario patrocinador del Giro.

Cannavó no escribía tan bien como Brera o como Gianni Mura, el gran cronista de La Repubblica. Pero era un grandísimo periodista, honrado y, además, bondadoso, tanto como para proclamar tras la muerte de Brera, en 1992, que su correoso rival había sido el mejor. Dejó la dirección de La Gazzetta en 2002, después de 20 años, y se instaló en una oficina pintada de rosa, como las páginas del diario, para escribir columnas de portada y libros sobre la vida carcelaria o los discapacitados físicos. Eran, a su manera, libros sobre el deporte porque hablaban de la capacidad humana para superar las dificultades.

Candido Cannavó, nacido en Catania en 1930, sufrió una hemorragia cerebral el pasado jueves mientras trabajaba en La Gazzetta. Falleció ayer por la mañana.

lunes, febrero 16, 2009

LA HISTORIA DEL GATO MUERTO por Enric González


La estética del fracaso se hace a veces cansina, eso es cierto. El héroe derrotado y víctima de la injusticia constituye un instrumento narrativo muy útil cuando se trata de criticar la sociedad. Desde el Jean Valjean de Víctor Hugo al Philip Marlowe de Raymond Chandler, disponemos de una extensa galería de personajes inequívocos: en cuanto aparecen, sabemos que al final, si llegan a sobrevivir, se quedarán solos y pobres. Ocurre, sin embargo, que ese héroe, o antihéroe, ha degenerado con frecuencia en un pastiche. Eso, en el arte. En la vida, el culto al fracaso tiende a producir abulia, conformismo y una actitud parasitaria.

Todo eso lo reconozco. Pero en materia de fútbol sigo sintiendo respeto, y casi reverencia, hacia los equipos malditos. Uno siempre puede elegir los colores de un equipo grande y más o menos triunfador; sospecho que los equipos pequeños y más o menos perdedores, en cambio, le eligen a uno.

Puestos a elegir un club europeo al que el destino haya designado como víctima, yo propondría al Torino. Por la catástrofe aérea de Superga, que aniquiló el mejor equipo de su historia; por la desgracia de Meroni, la mariposa grana, atropellado tras un partido por un joven admirador, y por estar condenado a convivir con una sociedad tan potente y altiva como la Juventus. ¿Y en España? Mi elección, evidentemente subjetiva, recaería en el Levante. No pertenezco a ese segmento de la sociedad que se embelesa con los colores azul y grana, los que utiliza el Levante. Pero simpatizo con los decanos de Valencia, en parte por los infortunios que desde siempre han afligido a la institución granota (llamada así por las ranas que abundaban en una vieja sede) y en parte porque de pequeño oí hablar de la leyenda del gato negro. No sé si la conocen. Dicen que hacia 1959, después de que el Levante perdiera una promoción para ascender a Primera, unos seguidores del Valencia colgaron un cartel junto a la puerta del estadio levantinista de Vallejo. El cartel decía: "Cuando el gato suba a la palmera, el Levante estará en Primera". Había unas palmeras por allí. Al pie de una de ellas dejaron el cadáver de un gato negro.

No sé si la historia es cierta o si, de serlo, ocurrió como la cuento. Se agradecerían noticias. Posee, en cualquier caso, una indudable fuerza expresiva.

Hagamos un breve e incompleto recuento de las desgracias del Levante, un club endémicamente pobre. La desgracia que podríamos calificar de fundacional ocurrió en 1927, cuando se creó la Liga española: el Levante podría haber disputado las eliminatorias que garantizaban un puesto en Segunda, pero por falta de dinero prefirió instalarse en Tercera.

Diez años después, en 1937, el Levante venció en la final de Copa a su máximo rival, el Valencia. Pero la competición fue disputada en la zona republicana y el título no fue reconocido por el franquismo; sólo en la democracia se ha legalizado ese trofeo. Dos décadas más tarde, en 1957, el estadio granota fue destrozado por unas inundaciones. En 1981, el Levante fichó por una cantidad desproporcionada (porcentaje de taquilla incluido) a un Johan Cruyff especializado en lanzar fueras de banda; la temporada acabó en descenso. Los últimos años son bien conocidos, incluyendo los impagos a los jugadores y el desastre económico del pasado. Es sólo un detalle, pero este fin de semana ha perdido contra el Hércules.

Se aceptan otras propuestas, pero insisto: no conozco una afición que haya sufrido tanto como la granota.

lunes, febrero 09, 2009

LOS MAESTROS DEL RELATO por Enric González


Hay grandes futbolistas que no saben jugar al fútbol. Y futbolistas mediocres, o poco más, que juegan como los ángeles. Son casos minoritarios, pero existen.

Guardiola no valía la mitad que Xavi o Pirlo. Su talento era y es básicamente mental
¿En qué consiste saber jugar al fútbol? En conocer el juego, simplemente. En conocerlo desde dentro, en dominar (y anticipar) los movimientos colectivos propios y ajenos, en intuir espacios que aún no existen. En comprender el sentido del relato que se desarrolla durante 90 minutos. En resumen, en saber por qué pasa lo que pasa. Hay grandes futbolistas que ignoran todo eso. Recuerden a Rivaldo, por ejemplo. Tenía, y dentro de lo que cabe mantiene, un toque exquisito, una técnica individual refinada y una notable capacidad para inventar regates y disparos difíciles. No creo, sin embargo, que sea un buen jugador de fútbol. No creo que sepa por qué pasa lo que pasa durante un partido. El fútbol de Rivaldo comienza y acaba en sí mismo.

Otro ejemplo: Beckham, un deportista encomiable en muchos sentidos. Vive en un ambiente que eleva lo pijo a niveles grotescos; cuando salta al campo, sin embargo, se esfuerza como un debutante. Ha sobrevivido a múltiples defunciones futbolísticas y, ya en la decadencia, resulta todavía útil. Ahora bien, es un tipo de una sola jugada y de un solo pie: dobla el tobillo derecho y saca un centro estupendo. Y otro. Y otro. Es una máquina de golpear el balón. Háganle hacer otra cosa, y Beckham naufraga. No alcanza a comprender el intríngulis del juego. Luego están los otros, los que carecen de características sobresalientes, los que no han nacido para acariciar el balón, pero entienden de qué va la cosa. Guardiola, sin ir más lejos. Guardiola fue un futbolista lento, frágil, sin especial talento para el pase larguísimo (comparado con especialistas como Schuster) y sin llegada a puerta. En términos estrictamente técnicos, Guardiola no valía la mitad que Xavi o Pirlo. El talento de Guardiola era, y debe seguir siendo, básicamente mental. Guardiola siempre daba la impresión de saber por qué pasaba lo que pasaba en un partido, y qué había que hacer para que las cosas siguieran igual, o cambiaran a favor de su equipo. Los ritmos, las distancias, los espacios, esos elementos que definen el futuro inmediato de un balón en movimiento, estaban en su cabeza.

Y no es cuestión de centrocampismo. Piensen en Romario, una de las cumbres estéticas del fútbol. Era un tipo que jugaba de espaldas al partido: cuando se procuraba un balón, inventaba un gol. Él se lo guisaba, él se lo comía.

De Hugo Sánchez podría decirse que fue futbolista de una sola jugada, el remate: toque y gol. En realidad, era lo opuesto a Romario: sabía desde dónde partiría el centro, dónde iría a parar y en qué posición y postura debía encontrarse él para tocar y marcar, sin más florituras. Leía el partido y participaba en él como el centrocampista más iluminado. No se perdía ni una línea de la narración, aunque sólo apareciera en la última página. No hubo futbolistas más distintos que Guardiola y Hugo Sánchez. Pero ambos compartían una misma cualidad: cada uno en su estilo, fueron maestros del relato.

lunes, febrero 02, 2009

EL SUFRIMIENTO Y LAS BELLAS ARTES por Enric González

Sinceramente, difícil explicarlo, exponerlo, expresarlo mejor.

La ficción cambia con el tiempo. El humano, sin embargo, permanece apegado a ella. Dicen que en el siglo XVIII fue el teatro y que en el XIX fue la novela. Suena razonable. También dicen que el siglo XX fue dominado por la ficción cinematográfica y radiotelevisiva, pero ahí no estoy del todo de acuerdo. Conviene tener presente al fútbol, una ficción de extraordinario éxito.

El fútbol, como cualquier otra ficción, exige lo que Coleridge llamó la suspensión de la incredulidad. Practicamos esa suspensión de forma automática y casi inconsciente: podemos llorar leyendo una pieza literaria, asistiendo a una representación teatral o viendo una película, aunque sabemos que la emoción viene provocada por una historia irreal que alguien ha confeccionado justamente para eso, para apelar a nuestros sentimientos.

Eso mismo es el fútbol, con una característica adicional: permite además una interactividad casi ilimitada, muy superior a la de cualquier otra expresión ficticia.

Por supuesto, el fútbol cuenta con una vertiente real. Hay balón, cancha, jugadores, resultados, estadísticas, negocio. También en la literatura hay idiomas, normas ortográficas, autores, lectores, negocio. Lo interesante, sin embargo, es lo otro, lo que no es real.

Acuda a un estadio, cualquiera de ellos, y contemple la grada. Tal vez se vea usted a sí mismo, sentado cómodamente o empapado por la lluvia, sonriente o furioso, feliz o deprimido.
Evidentemente, no es el juego por sí mismo el que hace que el aficionado grite o aplauda: conozco a muy pocos, poquísimos, estetas del fútbol. La emoción la aporta una compleja construcción cultural por la que una victoria de nuestro equipo puede hacernos rozar la gloria y una derrota puede llevarnos a la miseria.

Ésa es la ficción que hace del fútbol un fenómeno social. Sabemos que, en realidad, no pasa nada: sólo pasa lo que nosotros queremos que pase. Sabemos que los futbolistas cobran por jugar y son intercambiables. Sabemos que entre los nuestros, los de nuestro bando, hay gente detestable y que entre los otros, la afición rival, tenemos amigos y familiares a los que queremos. Incluso sabemos que nuestra identidad colectiva, definida por unos colores determinados y una historia compartida, es un relato, no un hecho. Pero ejercemos muy a gusto nuestra suspensión de la incredulidad y nos incorporamos a la ficción como uno más entre muchísimos personajes secundarios.

Ahora mismo, en cuanto envíe estas líneas, el arriba firmante se pondrá un abrigo e irá al estadio a pillar un resfriado bajo la lluvia y el viento mientras soporta un partido infame y sufre como si se acabara el mundo porque su equipo, el Espanyol, percibe ya en la nuca el aliento frío del descenso. Que me perdonen las bellas artes, pero no hay ficción en el mundo que procure sensaciones tan auténticas.