lunes, abril 19, 2004

Un 'fantasista', nueve 'agonistas' y el portero

Las cosas existen antes que las palabras. Hubo un momento, supongo, en que el fútbol se jugaba sin que se hubiera inventado aún la terminología del oficio. Esa debió ser una época feliz. Porque las palabras pesan sobre las personas, y en el fútbol, a veces, son de plomo. Tomemos un vocablo terrible, como carrilero. ¿Con qué ánimo vive quien lo lleva sobre la espalda? Los niños, cuando dan patadas al balón contra un muro, sueñan con ser tal o cual, Zidane o Ronaldinho, o con ser un gran delantero centro; yo aún no he conocido ninguno que sueñe con ser carrilero. Esa palabra mancha, desprestigia una de las suertes más hermosas del juego, la carrera por el exterior, convirtiéndola en una especie de función industrial, de oficio rutinario y sin magia.
Otras palabras son dulcemente engañosas. Líbero, por ejemplo. Lo de hombre libre suena muy bien, pero sólo sirve para enmascarar la decisión de meter en la cueva a un defensa más, cuando todas las posiciones justificables y razonables están ya ocupadas.
La digresión viene a cuento de dos términos que lastran el calcio. Como casi toda la jerga creada por los italianos (menos lo de catenaccio, o cerrojo, que suena mal y resulta aún peor en la práctica), son dos términos eufónicos: Agonismo y fantasista. Escuchen una retransmisión italiana, o participen el lunes en una charla de café, y comprobarán que el calcio de hoy gira en torno a esas dos palabras, expresivas y venenosas.
Un inciso: yo no creo que el calcio esté en crisis. Está en la ruina económica, está agobiado por la presión de la prensa y de la gente, está presionado (como en todas partes) porque el gol cuesta cada vez más millones, pero el juego tiene el interés de siempre. En realidad, este año se ve mejor fútbol en Italia que el año pasado, aunque entonces la Juve y el Milan disputaran la final de la Champions (con toda la mezquindad de que fueron capaces) y este año hayan sido ya eliminados todos los equipos italianos. Estas cosas van como van, y está muy bien que no ganen siempre los mismos.
Lo del agonismo y el fantasista, sin embargo, revela que hay en el calcio un problema básico, de enfoque, de percepción. El agonismo define la lucha, la resistencia, la presión, pero tiñe de oscuro esas funciones vitales para el colectivo. ¿Cómo puede tener matices positivos algo llamado agonismo? Desde el momento mismo en que se utiliza, convierte en fatiga, dolor y tedio mortal lo que debería ser vibrante y vivo.
Aún peor, quizá, lo del fantasista, que normalmente carece de plural. Según las convenciones que rigen hoy en el calcio, cada equipo debe tener un fantasista, es decir, un trescuartista o un mediapunta al que, con gran crueldad semántica, se atribuye en exclusiva la capacidad de inventar; los demás, de forma implícita, quedan condenados al agonismo. Ancelotti, que no tiene mala plantilla en el Milan, genera titulares recelosos cuando alinea a la vez a dos fantasistas como Kaká y Rui Costa; en cambio, a todo el mundo le parece bien que juegue siempre Gattuso, estrella del agonismo.
(Hablando de fantasismos: el que suscribe realizó dos semanas atrás el prodigio de convertir, con una palabra errónea, al Bilbao en el Madrid; le puso al rojiblanco Atura una camiseta blanca y metió a Fernando Daucik en el banquillo de Chamartín. Se pide perdón).

jueves, abril 15, 2004

Historias del Calcio. LOS VENCIDOS

Ésta es una alineación poco memorable: Marco; Bolic, Esposito, Sogliano; Goretti, Luis Helguera [hermano del madridista Iván], Andersson, Rapaic; Bucchi y Pandev. Y, sin embargo, habrá quien la recuerde toda la vida. Se trata del Ancona que el sábado derrotó al Bolonia, 3-2, en su primera victoria de la temporada. El Ancona estaba ya matemáticamente descendido tras un curso atroz: cambio casi completo de la plantilla en Navidad, fracasos encadenados, deudas y bilis. Eran 28 jornadas sin ganar. Si hubiera perdido de nuevo, habría batido la histórica marca del Varese: 28 naufragios consecutivos en la temporada 1971-1972.

En Ancona no debían de ser pocos los que deseaban, con perversa fruición, el morrazo definitivo, que habría permitido desplazar al Varese y ocupar en solitario la cúspide del desastre futbolístico. No ocurrió. Ese equipo, el de Marcon, Bolic, etcétera, ganó a un rival sólido como el Bolonia. Una emoción fugaz, una de esas jornadas malditas en que un niño sufre la experiencia más inexplicable y sale del estadio transfigurado, con el alma tatuada para siempre con unos colores determinados. El rojo y el blanco del Ancona, esta vez.

Las cosas ocurren así. El gran Manchester United de hoy, la sociedad riquísima y hegemónica del norte de Inglaterra, nació una tarde de 1993 en que al fin, tras veintiséis años de sequía, los diablos rojos reconquistaron la Liga. Nadie que estuviera ese día en las gradas de Old Trafford podrá olvidarlo. Las frases de la liturgia, transcritas en negro sobre blanco, suenan banales. “Oh, ah, Cantona”, miles de veces. Y una canción, We are the Champions, esa pequeña tontería, gritada por miles de gargantas estranguladas por el llanto.

El Ancona, por supuesto, no es el Manchester. Carece de su pasado y, me temo, de su futuro. Pero no hablamos de eso. El caso es que la memoria sentimental se forja en el dolor, aunque cristalice en un segundo de gloria. Quienes sufrieron los años grises en que Riazor no soñaba siquiera con la Primera saben realmente lo que valió esa noche mágica en que el Depor destrozó al Milan (y, de paso, llenó de gozo a millones de italianos que sosportan mal la megamacrocosa de Berlusconi). Y el aguijonazo de aquel gol imposible de Schwarzenbeck, que retorna de vez en cuando como un mal crónico a los riñones del Atlético, tiñó quizá más los corazones de rojiblanco que el doblete de Antic, Pantic y Kiko.

Desconozco el laberinto espiritual de un seguidor del Madrid, del Milan, del Bayern o de la Juve. No sé cómo se funciona a esos niveles, no sé si sus semanas de pasión son como otras. Tiendo a suponer que no. Imagino que el triunfo sólo les proporciona el alivio del pronóstico cumplido y que el fracaso les genera menos dolor que estupefacción.

Que me perdonen. Creo que son más hermosas las victorias de los vencidos.

Enric González es autor de Historias del Calcio

sábado, abril 03, 2004

COSAS RARAS por Eduardo Galeano

En el año 2002, Clint Mathis, estrella del fútbol de los Estados Unidos, anunció que su selección iba a ganar el campeonato del mundo. Era lógico, era natural, como él explicó, “porque nosotros somos el país líder en todo”. El país líder en todo entró en octavo lugar. En el fútbol ocurren cosas raras.

En un mundo organizado para la cotidiana confirmación del poder de los poderosos, nada hay más raro que la coronación de los humillados y la humillación de los coronados; pero en el fútbol, a veces, esa rareza se da.

Sin ir más lejos, en el año 2004 un club palestino fue campeón de Israel, por primera vez en la historia, y por primera vez en la historia un club checheno fue campeón de Rusia. Y en la Olimpíada de Grecia, la selección de fútbol de Irak, en plena guerra, venció varios partidos y llegó a disputar las semifinales del torneo, de sorpresa en sorpresa, contra todo pronóstico y contra toda evidencia, y fue la número uno en el fervor popular.

El club árabe Bnei Sakhnin y el club checheno Terek Grozny, flamantes campeones de Israel y de Rusia, tienen algunas cosas en común con la selección nacional de Irak.

Se trata de equipos que de alguna manera representan a pueblos que no tienen el derecho de ser lo que quieren ser, que padecen la maldición de vivir sometidos a banderas ajenas, despojados de su soberanía, bombardeados, humillados, empujados a la desesperación.

Y por si todo eso fuera poco, los tres son equipos modestos, desconocidos o casi, sin ningún jugador famoso, y pobres. En realidad, ni siquiera tienen estadio. Nunca juegan en casa, nunca son locatarios. Son equipos errantes, condenados a jugar en tierras extrañas y ante tribunas vacías.

En la aldea de Sakhnin, en Galilea, nunca hubo un estadio ni cosa semejante, aunque el gobierno israelí lo ha prometido varias veces. El Terek jugaba en el estadio de Grozny, que está clausurado desde que los independentistas chechenos colocaron, allí, una bomba bajo la butaca del presidente impuesto por los rusos.

Y en Irak sólo hay campos de batalla. Ya no quedan campos de fútbol. Las tropas de ocupación, que a esta altura han olvidado ya los pretextos de su invasión criminal, han convertido los espacios deportivos en hospitales o en cementerios. Donde estaba el estadio de Bagdad, hay ahora una base militar que alberga tanques de los Estados Unidos. La selección iraquí entrenó en campos donde pastaban los rebaños de ovejas. Un símbolo poderoso, un asunto misterioso: no se sabe por qué, aunque no faltan teorías, pero el hecho es que en el mundo de nuestro tiempo, mucha gente encuentra en el fútbol el único espacio de identidad en el que se reconoce y el único en el que de veras cree.

Sea como fuere, por los motivos que sea, la dignidad colectiva tiene mucho que ver con el viaje de una pelota que anda por los caminos del aire. Y no me refiero sólo a la comunión que el hincha celebra con su club cada domingo desde las tribunas del estadio, sino también, y sobre todo, al juego jugado en los potreros, en los campitos, en las playas, en los pocos espacios públicos todavía no devorados por la urbanización enloquecida.

Enrique Pichon-Rivière, psiquiatra argentino, amoroso estudioso del dolor humano, había comprobado la eficacia del fútbol como terapia de laspatologías derivadas del desprecio y de la soledad. Este deporte compartido, que se disfruta en equipo, contiene una energía que mucho puede ayudar a que aprendan a quererse los despreciados y a que se salven de la soledad los que parecen condenados a incomunicación perpetua.

Es muy reveladora, en este sentido, la experiencia en Australia y en Nueva Zelanda. Allí, las lenguas nativas no conocían la palabra “suicidio”, por la sencilla razón de que el suicidio no existía en la población aborigen. Al cabo de algunos siglos de racismo y marginación, la violenta irrupción de la sociedad de consumo y sus implacables valores han logrado que los indígenas elijan ahorcarse. En estos últimos años, sus niños y jóvenes han registrado los índices de suicidios más altos del mundo.

Ante ese panorama aterrador, de tan profundas raíces, de raíces tan rotas, no hay fórmulas mágicas de curación. Pero por algo coinciden los testimonios de la linda gente que trabaja contra la muerte. Son sorprendentes los resultados de esta terapia capaz de devolver los perdidos sentimientos de pertenencia y fraternidad: el deporte, y sobre todo el fútbol, es uno de los pocos lugares que brindan refugio a quienes no encuentran lugar en el mundo, y mucho contribuye al restablecimiento de los lazos solidarios rotos por la cultura del desvínculo que hoy por hoy manda en Australia, en Nueva Zelanda y en el mundo. No es un milagro químico. Están dopados por el entusiasmo y la alegría. Mejor dicho: dopadas. Los once jugadores de cada equipo son mucho más que once. Mejor dicho: las once jugadoras. En ellos, juega un gentío. Mejor dicho: en ellas. Estos son rituales de afirmación de los humillados. Mejor dicho: las humilladas.

Poquito a poco, el fútbol de las mujeres ha ido ganando un espacio en los medios dedicados a la difusión de ese deporte de machos para machos, que no sabe qué hacer con esta imprevista invasión de tantas señoras y señoritas. A nivel profesional, el desarrollo del fútbol femenino encuentra, hoy por hoy, cierta resonancia. Pero no encuentra eco ninguno, o despierta ecos enemigos, en el juego que se practica por el puro placer de jugar. En Nigeria, la selección femenina es un orgullo nacional. Disputa los primeros lugares en el mundo. Pero en el norte musulmán los hombres se oponen, porque el fútbol invita a las doncellas a la depravación. Pero terminan por aceptarlo, porque el fútbol es un pecado que puede otorgar fama y salvar a la familia de la pobreza. Si no fuera por el oro que promete el fútbol profesional, los padres prohibirían esas ropas indecentes impuestas por un satánico deporte que deja a las mujeres estériles, por lesión de juego o castigo de Alá. En Zanzíbar y en Sudán, los hermanos varones, custodios del honor de la familia, castigan con palizas esta loca manía de sus hermanas que se creen hombres capaces de patear una pelota y que cometen el sacrilegio de descubrir el cuerpo.

El fútbol, cosa de machos, niega a las mujeres campos de entrenamiento y de juego. Los hombres se niegan a jugar contra las mujeres. Por respeto a la tradición religiosa, dicen. Puede ser. Además, ocurre que cada vez que juegan, pierden.

En Bolivia, al otro lado del mar, no hay problema. Las mujeres juegan al fútbol, en los pueblos del altiplano, sin desnudar sus numerosas polleras. Se meten encima una camiseta de colores y ahí nomás se ponen a hacer goles. Cada partido es una fiesta. El fútbol es un espacio de libertad abierto a las mujeres llenas de hijos, abrumadas por el trabajo esclavo en la tierra y los telares, sometidas a las frecuentes palizas de sus maridos borrachos. Juegan descalzas. Cada equipo triunfante recibe de premio una oveja. El equipo derrotado, también. Estas mujeres silenciosas ríen a lascarcajadas todo a lo largo del partido y después siguen muriéndose de la risa todo a lo largo del banquete. Festejan juntas, vencedoras y vencidas. Ningún hombre se atreve a meter la nariz.

Eduardo Galeano es escritor uruguayo

viernes, abril 02, 2004

LAS CUENTAS DEL "MONOPOLY"

Quienes sufren patologías psicológicas suelen ser incapaces de explicarlas. A veces, ni las perciben. Es muy probable que a Massimo Moratti, de 58 años, magnate petrolero y presidente del Inter de Milán, el único club capaz de ser grande sin ganar títulos -su último scudetto cayó hace un cuarto de siglo-, le parezca normal su afición a vender joyas. Hagamos un repaso: en menos de una década, Moratti ha vendido a Ronaldo, a Roberto Carlos, a Pirlo, a Mutu y a Seedorf. Entre tanto, ha conseguido acumular una deuda superior a los 200 millones de euros.
A Christian Bobo Vieri, de 30 años, italoaustraliano, de profesión futbolista errante y de afición beisbolista, también debe de parecerle normal lo suyo. Ha marcado goles para el Torino, el Pisa, el Rávena, el Venecia, el Atalanta, la Juve, el Atlético, el Lazio y el Inter y en ninguna parte se ha sentido completamente a gusto. Ahora está a punto de cambiar nuevamente de camiseta. Su relación con Moratti ha sido anormalmente larga: ya más de cuatro años. Nadie esperaba que dos personajes de inestabilidad tan celebrada fueran capaces de soportarse tanto tiempo. Vieri piensa en el Chelsea de Abramovich o quizá en el Milan, cuya camiseta falta en su colección. Moratti ya tiene atado a Adriano, el joven ariete brasileño del Parma.
Vieri y Moratti son ejemplos extremos de un mal que se agrava anualmente en el calcio, el de la compraventa compulsiva. Cuanto menos dinero tienen los clubes, más compran y venden. Algo así ocurría en el grupo Parmalat, que ha dejado al Parma en la ruina, y en el grupo Cirio, que hizo lo propio con un Lazio cuya supervivencia -415 millones de euros de deuda- roza el milagro. Parmalat y Cirio vendían un cartón de leche -o una sociedad financiera-, facturaban dos y contabilizaban tres. Por lo que se intuye en los balances del calcio, que siempre fueron oscuros y son hoy casi impenetrables gracias a las fantasías contables autorizadas por el decreto salvacalcio de Silvio Berlusconi, algo parecido hacen los clubes italianos. Compran y venden a plazos, con derechos futuros de recuperación, sistemas de multipropiedad y otras cláusulas por las que, mágicamente, al menos en apariencia, nadie paga y todos cobran.
La gente del Lazio no sabe si el imprescindible Stam seguirá en el equipo hasta fin de temporada; la hinchada del Parma ignora si contará aún con Adriano la semana próxima, y lo mismo sucede con Vieri y el Inter. Esto cansa a las aficiones. Y un día, cuando se acabe el juego del monopoly, terminará en desastre.