Ésta es una alineación poco memorable: Marco; Bolic, Esposito, Sogliano; Goretti, Luis Helguera [hermano del madridista Iván], Andersson, Rapaic; Bucchi y Pandev. Y, sin embargo, habrá quien la recuerde toda la vida. Se trata del Ancona que el sábado derrotó al Bolonia, 3-2, en su primera victoria de la temporada. El Ancona estaba ya matemáticamente descendido tras un curso atroz: cambio casi completo de la plantilla en Navidad, fracasos encadenados, deudas y bilis. Eran 28 jornadas sin ganar. Si hubiera perdido de nuevo, habría batido la histórica marca del Varese: 28 naufragios consecutivos en la temporada 1971-1972.
En Ancona no debían de ser pocos los que deseaban, con perversa fruición, el morrazo definitivo, que habría permitido desplazar al Varese y ocupar en solitario la cúspide del desastre futbolístico. No ocurrió. Ese equipo, el de Marcon, Bolic, etcétera, ganó a un rival sólido como el Bolonia. Una emoción fugaz, una de esas jornadas malditas en que un niño sufre la experiencia más inexplicable y sale del estadio transfigurado, con el alma tatuada para siempre con unos colores determinados. El rojo y el blanco del Ancona, esta vez.
Las cosas ocurren así. El gran Manchester United de hoy, la sociedad riquísima y hegemónica del norte de Inglaterra, nació una tarde de 1993 en que al fin, tras veintiséis años de sequía, los diablos rojos reconquistaron la Liga. Nadie que estuviera ese día en las gradas de Old Trafford podrá olvidarlo. Las frases de la liturgia, transcritas en negro sobre blanco, suenan banales. “Oh, ah, Cantona”, miles de veces. Y una canción, We are the Champions, esa pequeña tontería, gritada por miles de gargantas estranguladas por el llanto.
El Ancona, por supuesto, no es el Manchester. Carece de su pasado y, me temo, de su futuro. Pero no hablamos de eso. El caso es que la memoria sentimental se forja en el dolor, aunque cristalice en un segundo de gloria. Quienes sufrieron los años grises en que Riazor no soñaba siquiera con la Primera saben realmente lo que valió esa noche mágica en que el Depor destrozó al Milan (y, de paso, llenó de gozo a millones de italianos que sosportan mal la megamacrocosa de Berlusconi). Y el aguijonazo de aquel gol imposible de Schwarzenbeck, que retorna de vez en cuando como un mal crónico a los riñones del Atlético, tiñó quizá más los corazones de rojiblanco que el doblete de Antic, Pantic y Kiko.
Desconozco el laberinto espiritual de un seguidor del Madrid, del Milan, del Bayern o de la Juve. No sé cómo se funciona a esos niveles, no sé si sus semanas de pasión son como otras. Tiendo a suponer que no. Imagino que el triunfo sólo les proporciona el alivio del pronóstico cumplido y que el fracaso les genera menos dolor que estupefacción.
Que me perdonen. Creo que son más hermosas las victorias de los vencidos.
Enric González es autor de Historias del Calcio
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