miércoles, junio 30, 2010

PREFERENCIAS por Enric González

No tiene ningún sentido colgar aquí los artículos que Enric González está ofreciendo durante la Copa del Mundo porque para eso está su propio blog, pero leyendo la pieza que ha dejado hoy no quiero que se quede fuera de este sitio. Si yo tuviera talento para poner en orden mis ideas y saber expresarlas de esta manera hubiera escrito este artículo palabra por palabra y punto por punto. Coincido hasta con la "tontería" del anuncio de Quilmes.

Nota: Está feo hablar de uno mismo (que se lo pregunten a Eduardo Inda), pero permítanme el ataque de egocentrismo, cualquier futbolero lo entenderá bien, y es que este año tuve la oportunidad de participar en el comercial de Quilmes para el mundial 2010. Un simple extra que hacía bulto, obviamente, pero para mí se queda.

Rodaje del anuncio de Quilmes. Buenos Aires, abril 2010.

La pasión patriótica nunca me ha tirado mucho. Yo creo que con un poco de civismo, con no defraudar a Hacienda y con no hacer demasiado la puñeta a los demás uno cumple razonablemente como ciudadano. Me supera la cosa del patriotismo, lo de inflamarse a la vista de una bandera (cualquiera de ellas) o lo de atribuir cualidades antropológicas o morales a un concepto tan abstracto como el de “nación”.

Lo cual no significa que no me guste que gane España. Me gusta. Me alegra por mí y por la mayoría de mis conciudadanos. Y por mi mujer, muy forofa de este equipo. Reconozco, sin embargo, que las victorias de España me parecen ligeramente menos embriagantes que las de mi club. Y las derrotas (confiemos en que no lleguen), menos dolorosas.

Será, tal vez, porque al club lo elige uno mismo, mientras que con la selección hay lo que hay. O será que siento afecto, en mayor o menor medida, por más de una selección. Simpatizo con Italia, porque llevo años siguiendo con fruición (ya sé que suena a contrasentido) el fútbol italiano. Simpatizo con Inglaterra, porque la anglofilia no se me va a curar ya nunca. Simpatizo con Argentina por muchísimas razones, algunas tan nimias como los anuncios mundialistas de la cerveza Quilmes o por el ronco “vamos, vamos”. Antes simpatizaba con Alemania, pero me libré de esa rareza en el Mundial de 1982. Reconozco, sin embargo, que la Alemania de este año es simpática y atractiva.

De los partidos que quedan ahora, me gustaría que Holanda ganara a Brasil. Por simple deformación profesional: la gente de mi oficio vive de las sorpresas, porque son noticia. Y Brasil lleva tiempo ganando mucho y ofreciendo poco.

Con Uruguay-Ghana voy a llevarme un disgusto, pierda quien pierda.

Argentina debería eliminar a Alemania, porque de lo contrario existiría el riesgo de que Alemania, que aún puede crecer mucho, ganara dos Mundiales seguidos: este y el próximo.
Lo siento por Paraguay; soy del Espanyol y uno de mis héroes de infancia fue el paraguayo Cayetano Re, pequeño ariete de los “Delfines”, pero España es mejor y sufriría más que Paraguay con la decepción de la derrota.

Si las cosas salieran a mi gusto (cosa que jamás ha ocurrido), disfrutaría como un enano con la semifinal España-Argentina. Volvemos a lo del principio: es una suerte contemplar un partidazo sin miedo a sufrir uno de esos íntimos desgarros patrióticos que, según dicen, duelen muchísimo.

sábado, junio 12, 2010

LA PASIÓN YA TIENE SENTIDO por Carlos Boyero

Afirmaban en El secreto de sus ojos que una de las escasas pasiones irrenunciables y que perdura durante toda la existencia es la fidelidad a tu equipo de fútbol. Certidumbre inapelable para cualquier mediano conocedor de la naturaleza humana. Como todas las pasiones a veces puede hacer daño, sentir amargura, atravesar tiempos duros, pero no hay forma de que te abandone. Aunque te machaque, te sentirías perdido y vacío sin ella. No hace falta ser masoquista para comprobarlo.

Imagino que la memoria más poderosa y emotiva esta asociada al nacimiento de los hijos. También a la pérdida de la gente que quieres. Yo puedo haber olvidado fechas trascendentes, pero recuerdo nítidamente mis antiguos estados de ánimo, mis circunstancias, las personas y las sensaciones que formaban mi universo, el lugar donde me encontraba, al hacer memoria de los campeonatos mundiales de fútbol desde 1966. Es mi particular sabor de la magdalena al mojarla en una tisana para evocar el tiempo perdido.

El llanto del cañonero Eusebio al ser eliminado Portugal, Beckenbauer con el brazo en cabestrillo repartiendo juego con modales aristocráticos en el partido más emocionante y grandioso que he visto nunca, las jugadas inverosímiles de Pelé en México, los prodigiosos regates y el cambio de ritmo de Cruyff, la desolación de los creadores del fútbol más deslumbrante (Francia y Brasil en el Mundial de España) al ser injustamente derrotados por los panzers alemanes y el oportunismo italiano, la facultad de Maradona en su segundo Mundial para hacerte creer en lo increíble, son momentos que me sirven para reconstruir con el realismo de una fotografía lo que era entonces mi existencia.

Nunca he sentido desencanto con la selección española, ya que jamás estuve encantado con ella. No por sectaria militancia antinacionalista, sino porque la admiración y el amor eran imposibles. Detestaba eso tan abstracto de la furia. También el triunfalismo estúpido, la fatigosa verbena patriotera asegurando los imposibles milagros, el victimismo, el baboseo, el discurso paleto de los corifeos y la indignación de las plañideras ante esa conjura de los elementos que siempre se cebaba con España, la imagen grotesca de Manolo el del Bombo. Pero hace dos años la Bella desterró a la Bestia. Es precioso ver jugar a esta selección. Sería impagable para la estética y para la ética del fútbol que ganara el Mundial. Pero, aunque pierda, ya he encontrado otra pasión perdurable.

miércoles, junio 09, 2010

SIMULACROS E IMPOSTORES por Javier Marías

Por diversos motivos tengo la impresión que el artículo de Marías levantará algunas ampollas.

Quienes entienden poco de fútbol aseguran que se puede disfrutar un encuentro sólo por el buen juego, sin tomar partido por ningún contendiente. Nada me parece más improbable. Cuando se enfrentan dos equipos que en verdad me son indiferentes; cuando me trae sin cuidado cuál gane y además no logro que las circunstancias ni los elementos extradeportivos me lleven a preferir la victoria de ninguno, acabo por aburrirme, así nos brinden grandes goles y combinaciones. Por fortuna eso no me ocurre apenas: casi siempre hay algo, aunque sea sólo un detalle, que me hace inclinarme por uno de los contrincantes. Está a punto de comenzar el Mundial de Sudáfrica, y en esos torneos puede uno vérselas y deseárselas para decidir si quiere que venzan Chile u Honduras, Costa de Marfil o Corea del Norte, Paraguay o Nueva Zelanda. Tiene que recurrir a cosas nimias: he estado una vez en Chile, Corea del Norte es una dictadura brutal, uno de mis maestros era neozelandés de nacimiento, da lo mismo. Una vez que uno resuelve apoyar a alguien, la diversión es mayor, está asegurada.

Más arduo es el asunto cuando lo que uno quisiera es que perdieran los dos rivales, cuando ambos le caen como un tiro. Es lo que me sucedió hace dos semanas durante la Final de la Copa de Europa (me niego a llamarla esa pavada de Champions League), entre el Bayern Múnich y el Inter de Milán. Como madridista veterano, a los dos les tenía antipatía: con el Bayern hay una larga lista de agravios, en forma de derrotas, alguna humillación incluida, y de broncas e incidentes, si bien uno de los más sonados fue culpa de aquel jugador del Madrid que más parecía del Atlético y que a menudo nos avergonzaba a los merengues fetén, Juanito Gómez. En cuanto al Inter, para los de antigua memoria es imposible olvidar el disgusto que nos dio en la niñez, cuando hundió por 3-1 al Madrid en la Final europea de 1964, con la agravante de que aquel partido determinó la salida de Di Stéfano, el mejor futbolista de la historia y nuestro ídolo de entonces. Los dos entrenadores me parecen odiosos, Van Gaal y Mourinho, sólo uno más podría hacerles sombra en el terreno de lo desagradable, Ferguson, del Manchester United. Son bordes y engreídos y poco elegantes, y el juego de sus equipos suele ser feo y soporífero, algo que en modo alguno compensa su ocasional eficacia. Como cuando escribo esto se cernía la amenaza de que Mourinho fuese fichado por el Madrid –ay, me temo que ya se haya consumado–, intenté pensar qué era mejor para la evitación de esa catástrofe, que a muchos madridistas nos obligaría a replantearnos la fidelidad al color blanco. Tampoco esa consideración me ayudó: si el Inter perdía, quizá el Madrid juzgase que Mourinho no era infalible y echase marcha atrás en su decisión de contratarlo; pero si el Inter ganaba, era posible que el club milanés hiciera lo indecible por retenerlo, y que el propio entrenador sintiera la tentación de defender, la temporada próxima, el título conquistado en esta, para demostrar que no había sido azaroso.
Estaba tan aburrido durante el primer cuarto de hora, con tanta neutralidad negativa, que me dediqué a contar cuántos jugadores alemanes había en el Bayern, cuántos italianos en el Inter y cuántos extranjeros en cada uno. Y fue así como encontré a mi “favorito”. El Bayern alineaba a cinco alemanes y a seis extranjeros; el Inter, a once de estos últimos y a ni un solo italiano. Un equipo de Milán, entre cuyas viejas glorias había magníficos futbolistas como Facchetti, Mazzola y Burgnich. ¿Qué sentido tenía? De aquellos once extranjeros, además, ocho ni siquiera eran europeos … y se estaba ventilando la Copa de Europa: cuatro argentinos, tres brasileños y un camerunés en sus filas. Y aún es más, en su plantilla, por lo que yo sé, solamente hay tres italianos: el portero Toldo, el negro Balotelli, al que muchos de sus compatriotas racistas niegan la nacionalidad, y el veteranísimo y sucísimo defensa Materazzi, el mismo que insultó gravemente a Zidane en la Final del Mundial de 2006 y que recibió de éste un merecido cabezazo. A partir de aquel instante ya no tuve duda, pese a Van Gaal y a las muchas afrentas sufridas por el Madrid a sus manos o a sus pies: iría con el Bayern, sin vuelta de hoja. Quién me iba a decir que acabaría apoyando a una de nuestras “bestias negras”.

Hay un tipo de público joven, a buen seguro, al que le resulta indiferente la procedencia de los jugadores que representan a su equipo y a su ciudad, en consecuencia. Pero los clubs de fútbol son eso, de las ciudades, y en origen se trataba de dilucidar los de cuál eran mejores. Este deporte es un espectáculo y mueve mucho dinero, y los grandes y los pequeños equipos fichan a quienes contribuyen a la obtención de victorias, así ha sido siempre. Pero con una base imprescindible, si no de la ciudad cuyo nombre llevan, al menos sí del país al que pertenecen. Seré anticuado, pero no conseguiría verle la gracia a que el Real Madrid ganase títulos con una alineación de sudamericanos, como la de este simulacro de Inter desnaturalizado, en la que no figuraran un Casillas, un Guti, un Raúl, un Albiol, un Arbeloa, un Granero o un Ramos. Si aterriza Mourinho en nuestro equipo, nadie nos asegura que no vayamos a ver un domingo tras otro, vestidos de blanco, a once mozos impostores del sertón y de la pampa.

Javier Marías es escritor

jueves, junio 03, 2010

CABELLO Y AUTORIDAD por Enric González

En "Dibuje maestro" vuelve la historia de Gigi Meroni, uno de los motivos principales para que un día empezara a recopilar aquellas Historias de Calcio.
Nota: a petición de "anónimo" se respetan los enlaces.
Ya se ha hablado otras veces de Gigi Meroni, “la mariposa grana”, y de su vida trágica. Niño pobre y huérfano, adolescente con gran talento artístico (el propio Guttuso, no confundir con Gattuso, elogió sus pinturas juveniles), sensacional futbolista precoz, fue a principios de los 60 la gran esperanza del “calcio” italiano. Y el ídolo del Torino, donde todavía queda algún viejo seguidor que llama “gigi” a las mariposas.

También se ha contado la muerte de Meroni. El 15 de octubre de 1967, el Torino ganó en casa a la Sampdoria. A la salida del estadio, “la mariposa grana” fue atropellada y destrozada por el coche de un joven aficionado del Torino que acababa de sacarse el carné de conducir. El cadáver fue velado en la sede del club. El aficionado que mató a Meroni se llamaba Attilio Romero y muchos años después consiguió ser presidente del Torino y conducirlo, en 2005, a la quiebra.
Gigi Meroni no alcanzó la fama internacional por ser pecador, extravagante y, en último extremo, melenudo. Podía haber sido una de las revelaciones del Mundial de 1966. Y, en cambio, fue el maldito entre los malditos. Fue quien más cara pagó la increíble derrota y eliminación de Italia frente a Corea del Norte. Sin jugar ni un minuto de partido.

En la primavera de 1966, Meroni jugaba todavía en la “selección B”, una mezcla de jóvenes y segundones. Tras una exhibición fabulosa contra “Bélgica B”, el 13 de marzo, el seleccionador Edmondo Fabbri no tuvo más remedio que incluirle en las convocatorias de preparación para el Mundial de Inglaterra. Meroni hizo partidazos contra Bulgaria y Argentina, mientras en la Liga Italiana Juventus y Nápoles intentaban comprarlo por cifras nunca barajadas en el “calcio”: fue el primer jugador por el que se ofrecieron mil millones de liras.

Pero “la mariposa grana” no gustaba a la gran mayoría católica y democristiana de la Italia de la época. Vivía en pecado con una mujer casada (no existía el divorcio), leía poesía contracultural, prescindía de la religión, desafiaba las convenciones (existe una famosa foto en la que pasea a una gallina por la calle como si fuera un perro), fumaba porros, vestía prendas multicolores y llevaba el cabello largo.

Tampoco resultaba cómodo para los técnicos. Nadie se ponía de acuerdo en si era extremo derecho, hombre de área o mediapunta “fantasista”. Era un regateador endiablado (al gran Fachetti le hizo un “sombrero” histórico) y un centrador de alta precisión, pero también un creador de fútbol. Y carecía de instinto asesino. Se negaba a lanzar penaltis porque le parecía abusar del pobre portero.

Fabbri, el seleccionador nacional, era un hombre de declaraciones avasalladoras con una íntima inseguridad. Insultaba a cualquiera que le sugiriera una alineación o una táctica, y luego, a solas, no conseguía decidirse. Fabbri anunció que se llevaría a Meroni al Mundial, con una única condición: que Meroni llevara el cabello corto, como los demás. Meroni no se cortó la melena. Fabbri, sin embargo, no se atrevió a excluirle de la convocatoria definitiva.

El seleccionador cedió, pero no perdonó. En el primer partido, contra Chile, que Italia ganó de mala manera, Meroni se quedó en el banquillo. En el segundo, contra la URSS, un equipo rocoso cuyos jugadores lanzaban al pequeño Meroni por los aires con un simple soplido, sí le alineó, e Italia perdió 1-0.

Ante el encuentro decisivo ante Corea del Norte, una selección de tipos pequeños que corrían como balas y mostraban el nivel propio de lo que eran, aficionados que trabajaban como soldados o impresores, los comentaristas y los propios jugadores estaban convencidos de que Meroni haría estragos. Fabbri, sin embargo, volvió a dejarle en el banquillo. Alineó, en cambio, a un centrocampista como Bulgarelli, que tenía la rodilla hecha polvo y se pasó el partido cojeando porque aún no eran posibles las sustituciones. Ese día, precisamente ese día, Fabbri decidió imponer el principio de autoridad y hacerle pagar a Meroni su desafío capilar.

Cuando regresaron a Italia, eliminados, los jugadores fueron recibidos a tomatazos. Fabbri no, porque se quedó en el avión hasta que la multitud se dispersó. El técnico ya no levantó cabeza. Fue sustituido por el dúo Herrera-Valcareggi, cuya primera decisión consistió en olvidarse temporalmente de “la mariposa grana”. Meroni, por su extravagancia y su aparente rebeldía (todos sus compañeros le consideraban un tipo estupendo), fue convertido por la ultraconservadora opinión pública futbolística de la Italia de 1966 en símbolo del desastre.

Ya no hubo tiempo para más. Meroni murió al año siguiente. El mundo sólo había tenido una ocasión de ver al único futbolista comparable a George Best, en Inglaterra-66, y la había perdido. Por una cuestión de cabello y de autoridad.