martes, noviembre 25, 2008

EL JUGUETE RABIOSO: SEMBLANZA DE ARGENTINA DE LA MANO DE DIOS por Pablo Nacach

Mucho tiempo sin hablar de D10S en este blog, tal vez demasiado.




"Algunas veces en la noche yo pensaba en la belleza con que los poetas estremecieron al mundo, y todo el corazón se me anegaba de pena como una boca con un grito".

Roberto Arlt, El juguete rabioso.


Sabemos por experiencia que el fútbol es espectáculo, herramienta social de cisma esquizofrénico donde todo lo vivido se convierte en representación, que diría Guy Debord; que es una industria que mueve millones de dólares, euros, pesos o yenes cuyo objetivo declarado es que tantas personas como monedas observen impávidos desde el sofá, y a ser posible en canal de pago, a veintidós nuevos ricos corriendo en calzoncillos detrás de un balón; que es religión catártica y purgativa menos incómoda que una confesión o una lavativa, dónde va a parar, gracias a la cual solucionamos enconos y violencias de todo tipo, en lugar de sacrificando seres en lo alto de la pirámide insultando detrás de la alambrada o desde el palco de autoridades -todos somos iguales a los ojos del Señor- a Álvarez Izquierdo o al delantero centro que falla un gol cantado... Pero lo que aún desconocíamos era que el fútbol es a su vez un juguete rabioso que por ejemplo a Maradona le ha caído del cielo como el nieto que le traerá la cigüeña de París de la mano de Gianina y el Kun, cuando su deseo de ser seleccionador nacional de Argentina se ha cumplido en forma de regalo bendito, de capricho celestial que se le otorga al niño que más berrinches organiza en el patio del colegio para que deje de llorar.

Y es que la macro operación de mercadotecnia que supone su nombramiento oficial demuestra que el fútbol, más que un juego, es hoy en día un juguete de "tómala vos, dámela a mí", de tira y afloja que, sin ir más lejos, le permite al héroe que el Diego fue reafirmarse en el cénit de su recuperación y dejar atrás definitivamente al mártir que también habita en él. No hay que olvidar, desde luego, que lo contrario del héroe no es el villano al que resulta preciso perdonar sus fechorías conscientes, sino precisamente el mártir que regresa agotado, derrotado, víctima de su propia ingenuidad al regazo amniótico de la madre, después de haberse visto obligado a claudicar en una lucha a muerte contra el padre en la que sólo triunfan los elegidos para vivir (en) la realidad.

Psicoanálisis y fanatismo freudianos aparte, pensemos que como una suerte de Absalón poderoso, terrible, bíblico, Maradona parece haber logrado detener el tiempo o, mejor aún, ha conseguido que el tiempo simule seguir su ruinoso curso circular para presentarnos ante las cámaras su inmensa alegría actual hirviendo de agua inventada, mientras desgarra a puñetazos ansiosos el papel que envuelve el presente añorado. Más juguete que juego, entonces, es la infancia y no el fútbol -aunque sean lo mismo- la que recobra protagonismo, la que palpita nuevamente en Argentina, estadio en el que se encuentra anquilosada una irrealidad inescrutable de la que el Diego formó y, por lo que acontece, sigue formando parte de manera visceral.

Porque seguramente no exista un ejemplo más indicado para explicar la historia argentina reciente -la de hoy, con el mate, los bizcochitos de grasa y casi el 40% de la población por debajo del umbral de la pobreza según, claro, datos poco oficiales; la de ayer, con el facón y la picana ocultos bajo el poncho y pronto el filo para matar salvajes unitarios y mujeres embarazadas; la de mañana, con el Monumental abarrotado venerando al unísono el regreso triunfal del padre pródigo al grito de "Maradooo, Maradooo"- que el soma que todavía encarna en cuerpo y alma el Diego de la gente, personaje teatral esculpido en porcelana y volcán, persona real tallada en madera de héroe y de mártir que en estos días ha cumplido 48 años de edad y más de treinta en el poder.

Huérfanos de Perón, cuando debutó en Primera con esa carita de hermosísimo cronopio que tenía y le tiró el ya famoso caño a Cabrera nada más tocar la pelota, que no se mancha, Maradona llegó para quedarse. Cebado constantemente por los poderes fácticos de turno y por Grondona (que ahí sigue dale que te pego desde la Dictadura), en su genio y figura el Diego consiguió abducir la dualidad extrema de un país que murió durante siglos de las rentas sintácticas y bélicas que le ofrecía el lema "o estás conmigo o contra mí". Así, tendiendo un espeso manto de neblina bajo el que se difuminaron las responsabilidades entre víctimas y verdugos, entre opresores y oprimidos, que diría Marx, la selva argentina se mantuvo satisfecha de impunidad.

¿Sobre cuál de los dos maradonas se habrá montado, pues, esta excepcional operación de mercadotecnia? ¿A hombros del Diego niño, inocente, utilizado por el poder, exprimido como el limón con el que hacía jueguito en los entrenamientos? ¿O a horcajadas del Maradona adulto que necesariamente ya es y que por tanto sabe lo que hace y debe asumir las consecuencias de sus actos?

Si hay suerte, Lio seguirá jugando para el Deportivo Messi y tendrá que ir al banquillo, el Kun estará distraído pensando en qué nombre ponerle a su hijo y no será convocado y el Diego, Dios lo permita, Él lo quiera, no tendrá más remedio que volver a ponerse los cortos para demostrarnos una vez más que, a lo sumo, la muerte es un invento de la prensa.

Pablo Nacach, escritor y sociólogo argentino

lunes, noviembre 17, 2008

VIDAS PARALELAS por Enric González


En el fútbol, cada uno es cada cual. Pero algunas instituciones se parecen bastante entre sí. Real Madrid y River Plate, por ejemplo. Ambos clubes tienen casi la misma edad (un año más viejos los argentinos), el mismo color blanco (con una franja roja los argentinos) y la misma convicción de pertenecer a una cierta aristocracia futbolística. Para entendernos: cuando Real o River pierden de forma miserable, siempre hay alguien que escribe que sus jugadores han deshonrado una camiseta de historial glorioso. Eso, la obsesión hidalga por la honra y la deshonra, lo tienen muy compartido. Ambos se consideran, currículum en mano, las sociedades deportivas más importantes de sus respectivos países.

También les une Alfredo di Stéfano. El héroe supremo del madridismo surgió de la cantera millonaria. A los de River se les llama millonarios por las fortunas que, en los años 50, gastaban en el mercado futbolístico: sus alardes económicos no eran muy distintos de los del Madrid de la época. También se les llama gallinas desde que, en una visita a la cancha de Banfield, alguien arrojó al césped una gallina y Óscar Pinino Mas, estrella de River, le pegó una patada al pobre animal para devolverlo a la grada. ¿Ven? Otra coincidencia: en 1973, cuando la Liga española volvió a abrirse a los jugadores extranjeros, el Madrid fichó precisamente a Pinino Mas. Ahora tiene otros dos productos hechos en El Monumental de River, Saviola e Higuaín.

Resulta curioso que Real y River, vigentes campeones en sus respectivos países, coincidan ahora en la crisis. La de los millonarios es muchísimo más grave: ocupan el último lugar de la tabla, han sido apeados de la competición continental y su entrenador, Simeone, dio el portazo la semana pasada. Ambas crisis, sin embargo, van más allá de los resultados. Tanto River como Real han ido perdiendo desde hace algunos años el sentido del juego y no recurren a otra cosa que a su ADN, en el que manda eso que llaman carácter. El River de Simeone ganó el Torneo Clausura del primer semestre con un fútbol muy ofensivo, pero ha vuelto a las dudas y la rabia anteriores a ese paréntesis. El Real, con Capello y con Schuster, ganó las dos últimas Ligas "apelando a la épica", como dice la prensa castiza. O sea, jugando mal. Y, por lo visto hasta ahora, no se perfila como favorito ni en la Liga ni en Europa.

Hay algo, sin embargo, que distingue a Real y River. La diferencia está en los otros. Hace unos pocos años, la Federación Argentina decidió que no descenderían de categoría los últimos clasificados, sino los que registraran peor promedio en las anteriores tres temporadas. Eso se hizo para salvar a los millonarios, que estaban en el fondo del pozo, pero tal vez algún día sirva también para salvar a Boca Juniors. El caso es que hubo que montar un mecanismo para conseguir que el megaderby argentino, River-Boca, pudiera seguir disputándose en Primera por los siglos de los siglos. En España, eso no hace falta. Real Madrid y Barcelona están siempre arriba y se reparten los títulos: en dos décadas, desde 1988, sólo en cuatro ocasiones han dejado de mojar uno u otro.

Eso, el distinto nivel de la competencia, muy fuerte en Argentina, en España limitada casi exclusivamente al rival de siempre, distingue a River y Real. Yo creo que, en un sentido amplio, es mejor lo de River. Mejor para todos.

lunes, noviembre 10, 2008

LA COSECHA PRODIGIOSA DEL 73 por Enric González

Günter Netzer

El fútbol, como el vino, tiene algunas añadas supremas. Una de ellas fue 1973. Ese año pasó a la historia por el estallido de la primera crisis del petróleo, pero merece ser recordado porque en Europa y en Suramérica surgieron dos equipos fabulosos y curiosamente parecidos. Ambos carecían de anales gloriosos. Ambos irrumpieron por sorpresa. Ambos se volcaban hacia el ataque. Y ambos dependían de la imaginación de un tipo rubio que se escoraba hacia la izquierda.

Quizá nunca se vio en Argentina un fútbol como el que jugaba Huracán en 1973. Huracán, que acaba de cumplir 100 años, es una institución modesta. Tiene un apodo amable, El Globo, porque eligieron un globo como insignia: fue un homenaje a la hazaña del ingeniero Jorge Newbery, que en 1909 voló desde Buenos Aires hasta Bagé, en Brasil, a bordo del globo aeroestático Huracán. También tiene otro apodo menos airoso, dirigido a sus aficionados: Los Quemeros, porque junto a su estadio se incineraba la basura bonaerense.

Huracán no fue gran cosa hasta que reunió a aquel equipazo de 1973, campeón de Argentina. El Globo reunió las tres características del genio: inteligencia, imaginación, locura. La inteligencia la ponía Brindisi, un medio centro sensato y seguro, tan bueno robando balones como repartiéndolos. La imaginación era cosa del rubio Babington, El Inglés, un interior exquisito, uno de esos tipos elegantes incluso al caer de culo. Y la locura era toda de Houseman, un extremo tan chiflado, brillante e imprevisible como Garrincha. Houseman no era cojo como Garrincha, pero bebía bastante más. En el banquillo se sentaba Menotti, El Flaco, que obtuvo gracias al Huracán del 73 un enorme prestigio como técnico. Entrenar a aquella gente no debió de ser demasiado difícil.

Al mismo tiempo, en Alemania, una institución casi desconocida, recién llegada a la Bundesliga (pese a su larga historia, debutó en la máxima categoría en 1965) y afincada en una ciudad de tercer orden, arrollaba a los clubes clásicos. El Borussia Moenchengladbach duró más que Huracán, no fue un equipo de un año sino de casi una década, pero en 1973 alcanzó la excelencia. Tenía a Vogts detrás, a Bonhof y Wimmer en el centro, a un joven Stielike, a Heynckes y Simonsen delante. Y tenía al rubio Netzer, un creador sensacional que ya había deslumbrado en la Eurocopa de 1972. Beckenbauer hizo todo lo posible para que Netzer no siguiera triunfando en la selección alemana. Netzer era lo que habría sido Beckenbauer si no se hubiera escondido en la cueva del líbero; quizá eso incomodaba al Kaiser.

Huracán no volvió a ganar el campeonato argentino. Fue subcampeón en el 75 y en el 76. Luego llegó el declive y el descenso. El Borussia perdió paulatinamente a varias de sus figuras (Netzer, Bonhof, Simonsen), pero mantuvo el tipo hasta bien entrados los 80, cuando ocurrió algo parecido a una quiebra psicológica: su jugador más prometedor, Lothar Matthäus, se pasó al enemigo, el Bayern de Múnich. El Borussia no volvió a levantar cabeza. Y el Bayern comprobó que le bastaba desguazar sistemáticamente a sus rivales para mantener una cómoda hegemonía.

El Bayern nunca jugó como Huracán o Borussia. El buen fútbol puede comprarse con dinero. El fútbol maravilloso, como el que se vio en 1973, no.

lunes, noviembre 03, 2008

EL FERROCARRIL, EL CARNAVAL Y OTROS COLORES por Enric González

Bill Shankly

Ah, los colores. La gente suele tomarse muy en serio los colores. Como si el dios del fútbol hubiera bajado con un montón de camisetas el día de la fundación, para entregarlas solemnemente a los jugadores. En realidad, casi todos los colores del fútbol salen de la necesidad o la casualidad. Muy pocos equipos visten los colores elegidos el primer día.

Consideremos, por ejemplo, el rojo que caracteriza a dos de los clubes más gloriosos de Inglaterra, el Liverpool y el Manchester United. La realidad es que ni unos ni otros querían jugar de rojo. El Liverpool nació en 1892 de azul y blanco, como su rival ciudadano, el Everton. Dos años después, para distinguirse del Everton, cambió a la camiseta roja con pantalón blanco. En 1964, el entrenador Bill Shankly convenció a sus futbolistas de que vistieran completamente de rojo. "Parece que midáis dos metros", les dijo. Y le creyeron.

El Manchester United empezó llamándose Newton Heath Lancashire & Yorkshire Railway, como la empresa ferroviaria para la que trabajaban sus jugadores, y, por lógica, asumió los colores de la compañía, el verde y el amarillo. Luego, durante un par de temporadas, usaron el azul. En 1893, la compañía de ferrocarril puso en venta el campo en el que jugaba el equipo y los futbolistas, cabreados, decidieron romper los vínculos ferroviarios y usar un color que no tuviera nada que ver. El rojo les pareció bonito.

Lo del Juventus fue más pintoresco. En su acto fundacional eligieron vestir camiseta rosa, pajarita y pantalón negro. Como el rosa descoloraba enseguida y quedaba blanquecino, pidieron a un fabricante inglés unas camisetas rojas como las del Nottingham Forest. El fabricante, no se sabe por qué motivo, les envió las camisetas blanquinegras del Notts County. Cuando las recibieron, las aceptaron: como buenos turineses, pensaron que el tejido era bueno y que ya habían gastado bastante.

La mayoría de los equipos empezaron de blanco, porque bastaba la ropa interior. Así empezó el Real Madrid, en calzoncillos. E hizo valer su condición de decano del fútbol madrileño para no tener que añadir colores adicionales al equipamiento. El River Plate no era decano, y, como muchos otros, tenía que fijar con imperdibles una banda de color en diagonal sobre la camiseta blanca. Un año aprovechó la tela roja sobrante de una comparsa de carnaval, llamada Los habitantes del infierno, y ya no cambió.

Boca Juniors tuvo que cambiar a la fuerza: después de probar con los colores blanco, celeste y azul, se quedó con las franjas blanquiazules. Pero los de San Lorenzo vestían casi igual. Se jugaron los colores a un partido, y los de Boca perdieron. ¿Solución? Adoptar los colores de la bandera del barco que entrara en el puerto de Buenos Aires, a una determinada hora. El barco resultó sueco. Y los colores, por tanto, azul y amarillo.
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Nota: A propósito de colores y camisetas, hace algunos años Enric González publicó en El País una de sus fantásticas Historias del Calcio, en la que relata, entre otras cuestiones, el origen blanco y negro de la Vieja Señora del calcio. ‘Sin sonrisas’, nunca está de más revisarla.