miércoles, julio 16, 2008

CORAZÓN TAN TRICOLOR por Enrique Vila-Matas

Sobre el medio centro, mi posición favorita. Grande Vila-Matas




Fue un momento /
un momento /
en el centro del mundo


Idea Vilariño


En la década de los noventa entablé cierta amistad con futbolistas que leían. Con Pardeza y Pep Guardiola, muy especialmente. Ellos querían que les hablara de literatura, y yo en cambio que me contaran secretos del fútbol. A los dos les martiricé en diferentes noches preguntándoles si existían futbolistas de éxito que en el mismo terreno de juego hubieran sido conscientes, un día, de que acababan de hacer la mejor y última gran jugada de su vida. Se trataba obviamente de una pregunta que, en términos literarios, pocos escritores aceptarían responder. Yo, al menos, no he conocido a nadie que esté dispuesto a reconocer que su mejor libro ya lo ha escrito. Pardeza y Guardiola capearon el temporal con tacto y terminaron siempre eludiendo la respuesta a mi pregunta nocturna y obsesiva.

La respuesta la hallé casualmente, años después, en la historia trágica de Abdón Porte, medio centro del Nacional de Montevideo. Rostro afilado, cabellera lacia, muy alto, tenacidad combativa. Corría el mes de marzo del año de 1918 y en Uruguay se jugaba en aquellos momentos el mejor fútbol del mundo. Abdón Porte tenía 27 años y era el ídolo de los hinchas del Nacional, aunque éstos no sabían que Abdón sabía perfectamente que había hecho ya la última gran jugada de su vida. Había entrado en un ligero declive del que era consciente, y se veía suplente de otro medio centro en la siguiente temporada. Toda la hinchada tricolor (blanco, azul y rojo son los colores del Nacional) amaba a Abdón Porte, y aquel día de marzo el equipo derrotó por 3 a 1 en su estadio del Parque Central al Charley. Tras el partido, Abdón fue a festejar la victoria con sus compañeros. A la una de la madrugada se despidió de todos y dijo que tomaría el tren en la Estación Central. Pero algo sucedió cuando se quedó solo y cambió de idea, regresó al estadio. En medio de la noche, fue hasta el círculo central del campo, donde tenía la costumbre de reinar. Ya no le sustituiría nadie. Allí, en el centro mismo del estadio, se mató de un disparo en el corazón.

A la mañana siguiente, el cancerbero del equipo, que fue el primero en entrar en el estadio, encontró el cuerpo del medio centro. Junto al revólver, un sombrero de paja, con dos cartas. En una se despedía de los seres amados. Y en la otra -para que luego digan que literatura y fútbol están reñidos- unos versos copiados a mano: "Nacional aunque en polvo convertido / y en polvo siempre amante / no olvidaré un instante / lo mucho que he querido / Adiós para siempre".

Corazón tan tricolor. Todavía hoy, en todos los partidos jugados en el Parque Central, se puede ver en la tribuna una bandera con la leyenda Por la sangre de Abdón. "Pavada de alegoría -escribió alguien-. Allí donde estaba, siendo patrón del medio, quería que el tiempo se hiciera eterno". Pavada o no, dos semanas después de aquel suicidio, Horacio Quiroga, cuentista magistral y una de las vidas más trágicas de la literatura, se basó en la historia de Abdón para escribir Juan Polti, half-back, un relato que publicó en la revista Atlántida en mayo de 1918. "Cuando un muchacho llega, por A o B, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremediablemente". De ese alcohol de varones y del mítico suicidio hablaría también, años más tarde, el relato Muerte en la cancha, de Eduardo Galeano.

El 13 de julio de 1930, sin relación alguna entre el suicidio del medio centro y la competición universal que se inauguraba, se jugó en el estadio del Parque Central el primer partido de toda la historia de los mundiales de fútbol. Se enfrentaron Estados Unidos y Bélgica. Así que puede decirse que el primer balón del primer mundial comenzó a rodar desde el lugar exacto donde Abdón cayera muerto, desde aquel círculo central en el que el medio centro decidió jugar su último partido, eternizarse en el centro del mundo, de su mundo.
Enrique Vila-Matas es escritor

jueves, julio 10, 2008

¡HONRA A LOS LEONES DE MESOPOTAMIA! por Luis Prados


Con dos piedras se hace una portería y cualquier cosa que ruede sirve de balón. Pero jugar al fútbol en un descampado donde puede haber minas, estallar coches bomba y cruzarse las balas perdidas no es tan fácil. Sin embargo, los chavales iraquíes, los niños perdidos de Bagdad, siguen yendo al descampado y jugando a la pelota porque a veces el fútbol puede ser tan vital como el oxígeno.

El mes que viene se cumplirá un año de uno de los partidos de fútbol más memorables de lo que va de siglo. La selección nacional de Irak, los 11 héroes bautizados para la leyenda como los Leones de Mesopotamia, derrotaban en la final de Yakarta a Arabia Saudí 1-0 y conquistaban por primera vez la Copa de Asia. Suníes, chiíes, turcomanos y kurdos se echaron a las calles de Erbil, Mosul, Bagdad y Basora desafiando las balas, granadas y obuses para celebrar unidos la victoria, la primera y única alegría común en varios de años de guerra.

En tan sólo 90 minutos los jugadores iraquíes, que llevaban brazaletes negros en recuerdo de las decenas de víctimas causadas por dos coches bomba en la capital un par de días antes, habían vuelto a poner de pie a una nación que se siente humillada desde que aplaudió la entrada en el país del Ejército de ocupación de Estados Unidos hace cinco años. Once futbolistas habían logrado más en esa hora y media que los imanes, los mulás, los señores de la guerra y el mismo Gobierno en mucho tiempo. Además, habían derrotado a los favoritos y eternos rivales, los saudíes, a los que muchos iraquíes acusan de exportar fanáticos wahabíes y terroristas suicidas.

El éxito venía madurando desde hacía meses. La FIFA contrató para entrenar al Irak en guerra a un trotamundos del fútbol, el brasileño convertido al Islam Jorvan Vieira, que seleccionó a un grupo de jugadores repartidos por varios equipos de Arabia y el Golfo Pérsico y se los llevó a entrenar a Jordania. La tarea no fue nada fácil. El titular de una entrevista publicada por el Marca lo dejaba claro. “Firmé y mataron a mi fisioterapeuta”. Vieira contaba que al principio “los jugadores no se dirigían la palabra por la división sectaria que arrastraban” y que “en los entrenamientos se pegaban entre ellos”. Pero una vez más el balón hizo el milagro.

En ese periodo que algunos iraquíes llaman ahora “la siesta”, a comienzos de verano de 2003, antes de que la insurgencia tomase la iniciativa con sus atentados suicidas y cuando los americanos aún cantaban victoria, el Ejército de Estados Unidos organizó un partido de fútbol en Bagdad entre un equipo iraquí y otro de los militares con ánimo de confraternización. Como dijo el oficial al mando en un estadio sin público y ante unos centenares de soldados norteamericanos y un puñado de jeques de estómago agradecido: “Vuelve el fútbol, vuelve la normalidad”. Los jugadores iraquíes aplastaron al grupo de hispanos que había reunido el Ejército americano con un 11-0. Fue la primera victoria en una guerra que aún espera el pitido final.