domingo, junio 22, 2014

SÓCRATES Y LA DEMOCRACIA por Carla Guimarães



El 2014 no es solo el año del Mundial en Brasil. También se cumplen 50 años del golpe militar que nos arrebató la democracia a los brasileños. Yo nací durante la dictadura y llegué a la adolescencia justamente cuando el país despertaba de una pesadilla que duró 21 años. La democracia me tomó por sorpresa, no sabía qué significaba ni por qué era tan importante. Mi padre me explicó que la democracia se aprende poniéndola en práctica y si no estamos acostumbrados a ejercerla de manera activa, es posible que nos la terminen quitando. Lo cierto es que en Brasil, incluso cuando aún estábamos en dictadura, se puso en práctica la democracia. Quizá no en todo el país, pero al menos en un equipo de fútbol.

La dictadura brasileña terminó en 1985, pero en 1982 el Sport Club Corinthians realizó una insólita experiencia sociológica. Uno de los artífices de lo que quedó conocido como Democracia Corinthiana fue un jugador que tenía nombre de filósofo, Sócrates. Ídolo incontestable del fútbol brasileño, además de atleta, Sócrates era médico y activista político. En la década de los ochenta, el Doctor, como era conocido, jugaba en el Corinthians y el país vivía un momento de efervescencia política y social. La dictadura había perdido apoyo internacional y abría paso, a regañadientes, a una transición democrática.

La elección del primer presidente de la democracia, sin embargo, sería realizada de manera indirecta, o sea, exclusivamente con los votos del Congreso. En este momento, después de años de represión, el pueblo decidió salir en masa a las calles para exigir elecciones directas, en las que todos los brasileños pudiesen votar. El movimiento quedó conocido como Diretas Já y además de importantes figuras políticas, como los futuros presidentes Lula y Fernando Henrique Cardoso, varias personalidades de la sociedad dieron la cara por esta idea. Entre ellas estaba Sócrates, que ya vivía la experiencia democrática dentro de su club de fútbol.

Después de una de las peores temporadas de su historia, el Corinthians eligió un nuevo presidente que nombró como director de fútbol a un sociólogo llamado Adilson Monteiro Alves. Adilson tenía el extraño hábito de tomar decisiones después de escuchar a los jugadores y miembros del equipo. Si unimos a este hecho que en aquel momento jugaban en el Corinthians Sócrates, Wladimir y Casagrande, tres jugadores que estaban comprometidos con la política, encontramos la fórmula de la revolución que cambió la historia del club.

A partir de este encuentro, surgió la idea de montar un sistema de autogestión en la que jugadores, equipo técnico, directiva y trabajadores del club votaban y deliberaban las más diversas pautas, desde las contrataciones hasta el menú de la cafetería, desde la convocatoria del equipo hasta si los jugadores deberían o no quedarse concentrados antes de los partidos. Todo se decidía en asamblea y los beneficios eran compartidos entre todos los empleados, sin prejuicio de la función que desempeñaban.

Aquel año, por coincidencia o no, el equipo hizo una excelente campaña, llegando a la final del Campeonato Paulista, cuando los jugadores saltaron al campo con una enorme pancarta donde estaba escrito: “Ganar o perder, pero siempre en democracia”. Ese día, el Corinthians ganó el campeonato.

Quiero creer que mucho de la confianza que llevó el equipo a la victoria tuvo que ver con lo que estaba ocurriendo en el club. Los jugadores, e incluso los hinchas del Corinthians, sentían que formaban parte de algo mayor, de algo por lo que merecía la pena luchar. Una idea compartida que significaba mucho más que los meros colores de un equipo. Pero ni el ejemplo de la Democracia Corinthiana, ni las multitudinarias manifestaciones, ni siquiera la amenaza de Sócrates de irse de Brasil en caso de que las elecciones no fuesen directas evitaron que el primer presidente democrático fuera elegido exclusivamente con los votos del Congreso. La dictadura, manteniendo su tradición, hizo caso omiso de las demandas populares.

Solo en 1989 pudimos votar en las primeras elecciones presidenciales directas. Digo pudimos y me incluyo en la frase porque a pesar de no tener edad aún para votar, esa fue la primera vez que voté. Yo, como Sócrates, viví la experiencia democrática incluso antes de poder votar.

Mi padre, que también era dado a las experiencias sociológicas, decidió que estábamos viviendo un momento tan importante de la historia del país que mi hermana y yo deberíamos aprender el valor de la democracia practicándola dentro de casa. Y nos hizo una propuesta insólita: su voto sería fruto de una decisión de los tres. Veríamos los programas electorales de la tele, hablaríamos sobre cada candidato y a vísperas de las elecciones decidiríamos a quién mi padre debería votar. Su primer voto sería nuestro primer voto. Yo tenía 14 y mi hermana 12 cuando votamos en aquellas elecciones. Esta experiencia me marcó tanto, que desde entonces no he perdido ni una elección, sea en Brasil o en España.

La democracia, sin embargo, es mucho más que votar cada cuatro años. Las manifestaciones en las calles brasileñas, y también en las españolas, son un ejercicio de ciudadanía que debería ser escuchado, y como mínimo respetado, por los políticos. Son el reflejo de que queremos una democracia mejor, más participativa y más directa. Y estamos dispuestos, como decía mi padre, a ponerla en práctica. La existencia de la Democracia Corinthiana en un momento en que Brasil aún vivía una dictadura es un ejemplo de que la iniciativa popular puede adelantarse incluso a la propia Historia.

Carla Guimarães es escritora brasileña. Texto publicado en elpais.com

lunes, abril 14, 2014

EL FÚTBOL NIKE por Martín Caparrós

Uno de El País Semanal que estaba medio escondido. De vuelta a las andadas, robando de aquí y de allá. Bien hallados


Los vi en lugares tan distintos, pero todos hacían más o menos lo mismo. En un descampado en Bogotá, una cancha coqueta en Barcelona, un patio de escuela en Uagadugú, la vera del lago Lemán en Ginebra: chicos y una pelota, y en lugar de correrla y patearla, como hacíamos cuando yo era así de chico, intentaban malabarismos y piruetas.
Una de las cosas que más me intrigan en el fútbol es cómo se fue construyendo la idea de belleza que todos aceptamos. No es fácil, en general, saber por qué creemos que tal cosa es bella y que tal otra no –y lo creemos desde hace tanto tiempo que es casi imposible saber cómo y por qué empezamos. En el fútbol, en cambio, todo es tan reciente que quizá se podría.
Y a veces pienso que valdría la pena reconstruir cómo fue, por ejemplo, que hace cien años se empezó a suponer que pasar la pelota entre las piernas de un contrario era más “bello” que pasarla por un costado, o que pegarle con la parte de atrás del pie era más que pegarle con el lado de afuera que era más que pegarle con el lado de adentro que era más que pegarle con la punta. Son ejemplos, para decir que podríamos haber imaginado cosas muy distintas. De hecho el regate/gambeta/finta/dribbling, la quintaesencia de la belleza futbolera, al principio no existía.
Los argentinos, faltaba más, claman que lo inventaron. “Aquel fútbol inglés muy técnico pero monótono no habría logrado ejercer la influencia requerida por el espíritu de nuestras multitudes –escribió el maestro Borocotó, todavía en los años cuarenta y en El Gráfico porteño–; tuvimos que adornarlo con el dribbling que encandila las pupilas, que es patrimonio de estas tierras”.
El dribbling que encandila las pupilas, sin embargo, tenía una meta: llegar a la meta. El Fútbol Nike no siempre la tiene. El Fútbol Nike es esa forma de entender el juego donde la meta es, más que nada, filmar propagandas carísimas llenas de trucos superhollywood para vender alguna cosa. Lo empezó Nike, pero ya no hay sponsor global que no se haga su publicidad de millones de dólares con recontrafiguras desplegando taquitos, bicicletas y chilenas. Lo curioso es que, desde los anuncios, el Fútbol Nike desbordó a los partidos: cada vez más, el público –y sobre todo el público principal, el de la tele– espera el paso de baile del figurín de turno, malabarismo de la foca, pelota sobre la nariz; cada vez se interesa menos por cómo 11 muchachos se ayudan para hacerse uno.
El Fútbol Nike no está pensado para armar equipos sino ídolos vendedores. Para quienes no saben ver fútbol, la chilena a la segunda bandeja es más fácil de mirar, de entender que un diez con la pelota en los pies y un siete que arrastra a la esquina derecha a sus dos marcadores para que pase el cuatro y reciba, en la puerta del área, el pase filtrado mientras el nueve llega, desde atrás, desmarcado, por la izquierda, listo para empujarla adentro.

Es complicado, no cabe en la pantalla. En cambio el firulete es perfecto para el anuncio de la cola o el resumen del partido: es televisivo, que es lo que es el fútbol contemporáneo. Y allí se cierra el círculo: antes del reino de la tele, un chico aprendía a jugar mirando a sus compañeros del colegio, a los pataduras de su cuadra; si alguna vez veía una rabona era un milagro. Ahora lo primero que hacen es imitar los vídeos de Neymar; aprenden la bicicleta antes que a dar un pase; aprenden que lo que importa es saber bicicletear, no saber pasarla. Y así el Fútbol Nike se reproduce a sí mismo y un juego de equipo, de colaboración, de sudor compartido, se va transformando en pura destreza individual: un número de circo.