sábado, julio 21, 2007

CUANDO EL AMOR ES MUNDIAL por Ariel Scher


No fue ningún amigo ni ningún enemigo, sino él, él mismo, quien se puso ese nombre absurdo que resucita como una propiedad cada exactos cuatro años. "Yo soy El Hombre que Ama a los Mundiales", le dice riéndose pero sin hacer broma a su mujer -que escucha ese pronunciamiento desde los días antiguos de noviazgo-, y a sus hijos -que crecieron oyendo esa extraña definición-, y a sus nietos -que se convencen de que el abuelo está loco-, y a quien quiera escucharlo, o sea a gente escasa porque El Hombre que Ama a los Mundiales vive en el principio del siglo veintiuno, o sea en un tiempo en el que pocos escuchan a pocos. "Yo soy el Hombre que Ama a los Mundiales" repite como una proclama, invadido por una mística que le transforma el alma en una pelota y el cerebro en una colección de apellidos de mil orígenes. No miente: ama a los Mundiales. Y, aunque no se enreda buscando causas, ahora que se mira bien mayor cree que ese amor es grande porque constituye una de las cuestiones que en su vida larga siempre tuvieron que ver con el encanto. Y porque está seguro, además, de que un hombre sigue siendo un hombre en la medida en que no pierde la capacidad de sentirse encantado. Eso es lo que todavía le pasa.
Todo empezó en 1934. Tenía diez años y perseguía las noticias discontinuas del segundo Mundial de la historia, el que se hizo en la Italia de Benito Mussolini. Alguien le enseñó al mismo tiempo que el fascismo era repugnante y que el fútbol era fantástico. Su ídolo no fue ningún jugador campeón, sino el austríaco Mathias Sindelar, un fabuloso delantero al que llamaban "el Mozart del fútbol". Cuando Sindelar y su esposa se suicidaron, en 1939, ante la irrupción del nazismo, El Hombre que Ama a los Mundiales, por entonces un pibe, lagrimeó sin que nadie lo viera durante casi una semana.
Estaba por casarse en 1950, cuando Uruguay certificó que la existencia siempre esconde asombros y le ganó a Brasil la final mundial en el Maracaná. De ser posible, hubiera convocado a Obdulio Varela, el capitán oriental, como testigo de matrimonio. No se dio el gusto, pero logró una especie de revancha en 1954, cuando empezó a decirle Pancho a su primer hijo, en homenaje a Ferenc "Pancho" Puskas, la estrella de Hungría, que ese año perdió la final pero ganó la historia.
Pelé lo nacionalizó brasileño desde que en Suecia, en 1958, convirtió a la pelota en un caramelo. Y, cuatro calendarios después, Garrincha le ratificó esa ciudadanía cuando esquivó a los rivales y al aire para ser campeón. Los años pasaron y El Hombre que Ama a los Mundiales se hizo amigo anónimo del inglés Charlton, del alemán Beckenbauer, del holandés Johan Cruyff. Cuando Pelé y su ballet se quedaron con el Mundial ''70, aplaudió media hora encerrado en su dormitorio; cuando Maradona le puso el cielo entre los ojos bailando a unos cuantos ingleses, corrió hasta pisar la vereda y, en vez de gritar, lloró.
Los últimos años le exigieron duplicar el sentimiento. La verdad es que sufrió desengaños repetidos. Los torneos se llenaron de partidos carentes de placer y la avaricia de los dueños del negocio cargó de mugre a un juego que podría ser más limpio. Aún así, persistirá. Más allá de las broncas, en esa pelota que rueda está una porción entrañable de su vida. Por eso, ante un nuevo campeonato, enciende la memoria y agita el corazón. El Hombre que Ama a los Mundiales palpita lo que viene. Y siente que, por todo y pese a todo, es hora de volver a vivir su viejo y gran amor.
Ariel Scher, periodista argentino

miércoles, julio 18, 2007

EL CÉSPED por Mario Benedetti


Hoy de un comentario "hago" una actualización. Fragmento del cuento "El Césped" que Benedetti incluyó en su libro 'Despistes y Franquezas'. Gracias a Javier por la referencia. Y gracias (muchas) a Tentada por hacerme el trabajo y por dejarse tentar por Benedetti, que no es mala tentación, ni mucho menos, aunque sea para hablar de fútbol.

"Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado, cae seguramente en un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros, cuando el que se queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno en treparse unos sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna es tan disfrutable el racimo humano de vencedores como el drama particular de cada vencido...”
Mario Benedetti, escritor uruguayo

lunes, julio 16, 2007

CAMBALACHE por Mario Benedetti

Hoy un cuento de Benedetti. Lo tituló como el famoso tango de Enrique Santos Discepolo y está recogido en una magnífica recopilación de pequeños relatos que, con forma de cartas sin destinatarios, llamó 'Buzón de Tiempo' (Alfaguara, 1999). Por motivos varios, libro imprescindible (para mí, claro).


Aquel equipo de futbol, rioplatense (no daré más detalles ya que lo que importa es la anécdota y no el nombre de los actores), llegó a Europa sólo 24 horas antes de su primer partido con una de las más prestigiosas formaciones del Viejo Continente (tampoco aquí daré más detalles). Apenas tuvieron tiempo para una breve sesión de entrenamiento, en una cancha más o menos marginal, cuyo césped era un desastre.

Cuando por fin entraron al verdadero campo de juego (el field, como dicen algunos puristas) quedaron estupefactos ante las descomunales dimensiones del estadio, las trubunas repletas y vociferantes y también ante la atmósfera helada de un enero implacable.

Como es habitual, se alinearon los dos equipos para escuchar y cantar los himnos. Primero fue, lógicamente, el del local, que fue coreado por público y jugadores, seguido por una cerrada ovación.

Luego vino el de los nuestros. La grabación era espantosa, con una desafinación realmente olímpica. No todos los jugadores conocían la letra en su totalidad, pero al menos coreaban la estrofa más conocida. Sólo uno de los deportistas, casualmente un delantero, aunque si se acordaba del himno, decidió cantar en su reemplazo el tango cambalache: "Que el mundo fue y será una porquería, /ya lo sé, /en el quinientos seis/y en el dos mil también". Sólo en el palco oficial, unos pocos aplaudieron por compromiso.

Cuando concluyó esa parte de la ceremonia, y antes del puntapié inicial, que estuvo a cargo de un arrugado actor del cine mudo, los jugadores rioplatenses rodearon al delantero díscolo y le reprocharon duramente que cantara un tango en lugar del himno. Entre otros amables epítetos, le dijeron: traidor, apátrida, saboteador y cretino. El incidente tuvo inesperadas repercusiones en el partido. Por lo pronto, los otros jugadores evitaban pasarle la pelota al saboteador, de modo que éste, para hacerse con ella, debía retroceder casi hasta las líneas defensivas, y luego avanzar y avanzar, eludiendo a los fornidos adversarios y pasándola luego (porque no era egoísta) al que estaba mejor colocado para tirar al arco.

Los europeos jugaron mejor, pero faltaban pocos minutos para el final y ninguno de los equipos había logrado perforar la valla contraria.

Así, hasta el minuto 43 del segundo tiempo. Fue entonces que el apátrida recogió la pelota de un falso rebote y comenzó su desafiante carrera hacia el arco adversario. Penetró en el área penal, y en vista de que hasta ahora sus compañeros habían desaprovechado las buenas ocasiones que él les brindara, dribleó con tres geniales vaivenes a dos defensas, y cuando el guardameta salió despavorido a cubrir su valla, el cretino amagó que patearía con la derecha pero lo hizo con la izquierda, descolocando totalmente al pobre hombre e introduciendo el balón en un inalcanzable ángulo de la escuadra. Fue el gol del triunfo.

El segundo partido tuvo lugar en otra ciudad (no entro en detalles), en un estadio igualmente impresionante y con sus tribunas de bote en bote. Allí también llegó el momento de los himnos. Primero el local y luego el de la visita. Aunque la banda sonora, iba por otro rumbo, los 18 jugadores, perfectamente alineados y con la mano derecha sobre el corazón, entonaron el tango Cambalache, cuya letra si era sabida por todos.

Aunque se ganó también ese partido (no recuerdo exactamente el resultado), los indignados dirigentes resolvieron suspender la gira europea y sancionar económicamente a todos los jugadores, sin excepción, acusándoles de traidores, apátridas, saboteadores y cretinos.

Mario Benedetti, escritor uruguayo.

martes, julio 10, 2007

LA DIGNIDAD DEL MEJOR




De forma casual me encontré hace un día con un personaje en el que no había reparado y, la verdad, del que no sabía mucho hasta hace nada. Mathias Sindelar, el que dicen mejor jugador de la historia de Austria. Me da un poco de vergüenza haber prestado atención a esta historia releyendo el artículo de Manuel Alegre y no antes, pero por su grandeza queda agregado a la galería de iconos de este blog.

Austriaco y judío, familia humilde de origen, comenzó a jugar en las calles, como casi todos los grandes, ganándose el apodo de “El hombre de papel", dicen que por su levedad y la facilidad para esquivar a los rivales. En el campo profesional jugó en el Hertha y en el Wiener Austria, equipos de su ciudad natal, pero donde verdaderamente brilló a nivel mundial fue con la selección nacional austriaca. Formó parte del Wunderteam, algo así como “el equipo maravilloso”, que a mediados de los años 30 convulsionó el fútbol europeo y mundial por la calidad que desplegaban, venciendo a todo rival que se ponía en su camino, incluso a la selección del Gran Hermano alemán.

Con el Anschluss, la anexión de Austria a la Alemania nazi, se obligaría a los jugadores austriacos a formar parte de la selección germana que jugaría el Campeonato del Mundo Francia 1938. Sindelar, el director de aquella orquesta, el “Mozart del fútbol” lo llamaban, se negó. Tal vez si la mayor parte de sus compatriotas hubiera adoptado esa actitud le hubiera servido a este país para no quedar marcado por la Historia, formando parte activa de aquella locura o barbarie colectiva a pesar del papel de victima adoptado en la postguerra, que está anclado todavía en la política y la sociedad austriaca. No obstante, hoy y aquí es fácil decirlo.

Esta oposición, su condición de judío, la delación de un ex compañero, hicieron que Sindelar se convirtiera en una pieza apetecible para la gula del régimen liderado por su compatriota Adolf Hitler. En 1939, apareció muerto en su casa junto a su esposa, la italiana Camilla Castagnola, según el escasamente aclarado informe oficial por inhalación de gas. Suicidio, aunque el destino parecía estar marcado desde aquel día en que el mejor futbolista de la historia de Austria decidió el verdadero valor que tenía su dignidad.

lunes, julio 09, 2007

FÚTBOL Y UTOPÍA por Manuel Alegre

Mathias Sindelar, posiblemente el mejor jugador austriaco de la historia

Que Sophia me perdone, pero el fútbol, como la poesía, no se explica, implica. Fútbol es pasión. Algo oscuro y mágico, mezcla de fiesta y sufrimiento, un "acre placer de las dolores", citando al viejo Garrett. Ha sido ese lado del fútbol el que llevó a Bill Shankly, mentor del gran Liverpool de los años setenta, a una célebre frase: "El fútbol no es un caso de vida o muerte, es mucho más que eso". O ha inspirado el poema de Carlos Drummond de Andrade: "¿Se juega el fútbol en el estadio? / El fútbol se juega en la playa,/ el fútbol se juega en la calle,/ el fútbol se juega en el alma". Es así y nadie lo ha dicho tan bien: el fútbol se juega en el alma. Lo saben los poetas a los que les gusta el fútbol y también los políticos, incluso a los que no les gusta, como parece que era el caso de Salazar y Franco, que, sin embargo, lo utilizaron.

Hace tiempo he visto un documental sobre la forma en que Hitler, Mussolini y Franco se han servido del fútbol. Pero también he visto el ejemplo del primer jugador austriaco, Mathias Sindelar, que, después de la anexión de su país, se negó a integrar la selección alemana y terminó siendo asesinado. Tiene hoy un monumento y es venerado como un símbolo de la resistencia austriaca.

Alfonso de Melo, en su notable Historia de la Selección Nacional de Fútbol, Cinco Escudos Azuis, recientemente publicada, cuenta un episodio poco conocido: el 30 de enero de 1938, antes de empezar un Portugal-España, algunos jugadores de la selección portuguesa se negaron a hacer el saludo fascista. Azevedo, del Sporting, no estiró los dedos; Quaresma, del Belenenses, se quedó firme, Simões y Amaro, también del Belenenses, levantaron los puños y fueron detenidos e interrogados por la policía política. Se estaba en plena guerra civil en España y éste fue un acto de gran coraje y simbolismo.Las dictaduras han utilizado el fútbol. Todos lo sabemos. Pero tal vez sea tiempo de reflexionar sobre la irresistible promiscuidad que, en democracia, se verifica entre política y fútbol. La política se sirve del fútbol como nunca. Pero los dirigentes del fútbol también se sirven de la política. Lo que no es bueno ni para el fútbol ni para la política, mucho menos para la democracia. Con la connivencia de los media, principalmente de las televisiones, asistimos a una especie de futbolización de la vida, lo que degrada el fútbol y no mejora la vida. Tal vez sea una consecuencia de estos tiempos de vacío, de crisis de valores y convicciones, de la propia muerte de las utopías. Pero no diabolicemos el fútbol, el fútbol que continúa siendo fiesta, que se juega en el alma y que tanto nos implica. En el último Campeonato de Europa, hijos de inmigrantes de segunda y tercera generación, después de las brillantes victorias de Portugal, han descubierto sus raíces, se han envuelto en la bandera nacional y gritaron el orgullo de ser portugueses. Éste es el otro lado del fútbol, su fuerza, su contagio, su magia. Sin causas, las personas, sobre todo los jóvenes, concentran en el club o en la selección sus sueños y esperanzas. El club y la selección son una nueva forma de utopía. Tanto más intensa cuanto más grande es la duda sobre el futuro personal y la sensación de que el país tiene cada vez menos peso en los destinos del mundo. Lo que provoca dos sentimientos contradictorios; por un lado, un exacerbado patriotismo, y por otro, un nuevo cosmopolitismo, una especie de nueva Internacional, la Internacional del fútbol.

Es lo que ocurrirá cuando se inicie la Eurocopa. En cada selección se proyectan los sueños, la nostalgia y la esperanza de otro tiempo, otra vida, otra grandeza. Para mi generación, eso era la revolución. Para muchos, hoy, es la selección. Menos mal que la selección, por lo menos la selección, galvaniza y moviliza. Yo, portugués, me confieso: a pesar del aprovechamiento sin pudor del eslogan Força Portugal por la coalición de derechas, estoy de alma y corazón con la selección nacional, aquélla a quien Tavares da Silva llamó un día "el equipo de todos nosotros". Estaré con todos los que van a vestir la camiseta de Portugal. Por amor al fútbol. Porque el fútbol implica. Porque, se quiera o no, el fútbol es una forma de utopía. Y porque el poeta tiene razón: el fútbol se juega en el alma.

Manuel Alegre, ex-vicepresidente del Parlamento portugués, escritor y poeta.

domingo, julio 01, 2007

CATEDRALES PAGANAS por Santiago Segurola

Hablaban del concierto que se va a celebrar hoy en honor a Diana de Gales en el nuevo estadio de Wembley. Al ver como ha quedado finalmente este recinto "histórico" del deporte británico y mundial me he acordado de este artículo de Santiago Segurola que publicó con motivo del Campeonato del Mundo Alemania 2006. Hoy me apetecía rescatarlo, me parece interesantísimo.



Si el fútbol es la nueva religión pagana, según la inolvidable cita de Manuel Vázquez Montalbán, sus estadios deberían acreditarse como las nuevas catedrales contemporáneas. Como en la arquitectura religiosa, los estadios han atravesado todas las épocas hasta convertirse en aparatosos signos de la modernidad y de la trascendencia de un deporte que ya no lo es. Hace tiempo que el fútbol ha traspasado la frontera del juego y sus consecuencias. Ya no es el misterioso deporte que se juega con los pies, ni el generador de pasiones incontenibles, ni el refugio ocioso de la clase obrera, ni tan siquiera la bandera de una pequeña comunidad adscrita a sus colores. El fútbol es la representación de casi todas las cosas imaginables, una especie de universo paralelo donde se desarrollan todas las actividades posibles. Es deporte, política, negocio, tecnología, medicina, arte, violencia, fraude, emoción, pensamiento, belleza y fealdad. Se ha escapado de sus límites porque nada le ha contenido desde su nacimiento. El juego que idearon los privilegiados estudiantes de Eton, fue abrazado como suyo por los obreros que comenzaban a disfrutar de sus primeras horas libres en las tardes de los sábados. Desde ahí, su imparable crecimiento le ha llevado a una posición que hasta los norteamericanos quieren comprender. El fútbol se ha convertido en el símbolo de nuestro tiempo, para lo bueno y para lo malo.

Aunque los intelectuales se resistieron durante mucho tiempo a la evidencia de su importancia social, desdén inexplicable porque no se puede vivir de espaldas a lo que es fundamental para la gente, la certeza de la trascendencia del fútbol ya no admite dudas. Puesto que es uno de los grandes símbolos de nuestro tiempo, requiere de la simbología que lo identifique como religión universal. Los estadios hacen ese trabajo. Lo hicieron con modestia en los primeros años del siglo XX, en recintos sin pretensiones que sólo pretendían acoger a las pequeñas comunidades: una ciudad o un barrio. En estos lugares se jugó hasta que el fútbol dio noticias de lo que sería la globalidad. También fue pionero en esto. Cuando el fútbol traspasó el barrio y las ciudades, y después los países, y los continentes, cuando en un pueblo de Uganda se puede ver a un niño con la camiseta del Barça o del Madrid, cuando una antena parabólica capta en la selva amazónica los partidos de Old Trafford o San Siro, entonces no hay manera de disimular que el fútbol es más que fútbol.

La Copa del Mundo comienza el viernes en Múnich, en un estadio que impresiona desde fuera como sólo lo pueden hacer las construcciones destinadas a definir una época. Con su forma de colchón flotante, el estadio es la consagración del nuevo interés de la arquitectura por el deporte, y especialmente por el fútbol. En el mejor de los casos, los estadios habían sido recintos funcionales, con algunos toques distintivos en ocasiones. El arco de San Mamés pertenece a esa categoría creativa. Hay otros pocos y viejos estadios que añaden brillantes toques arquitectónicos, pero su tiempo ha pasado. En esos estadios adorados por los aficionados, no hay sitio para la comodidad, ni para la tecnología, ni para la seguridad. San Mamés es el viejo fútbol, privado de las adherencias que lo han convertido en un fenómeno abrumador. El estadio de Múnich, diseñado por los suizos Jacques Herzog y Pierre de Meuron -autores, entre otros proyectos, de la Tate Modern de Londres- escenifica el triunfo de un nuevo modelo, donde la vanguardia artística se implica en el negocio. No es sorprendente que en el mundo fenicio donde se mueve el fútbol actual, el estadio se vea privado de su nombre durante un mes. Allianz, la compañía de seguros que adquirió los derechos para registrar su nombre en el estadio durante 30 años, no podrá utilizarlos en los próximos 30 días. Durante este plazo, la FIFA dispone en exclusiva de esos derechos. Eso es el fútbol en estos días, un inmenso escenario, fundamentalmente económico, que requiere templos a su medida, donde los arquitectos más prestigiosos compiten en una carrera que no siempre produce resultados satisfactorios. Es más, la mayoría de las veces apunta hacia un horizonte excesivo en las formas y vacío en el fondo. Será la señal del fin de otro imperio. El del fútbol.