jueves, agosto 28, 2008

EL SENTIDO TRÁGICO DEL FÚTBOL por Enric González

Debilidad por el mediocentro, ya lo dije alguna vez. Este artículo viene a poner muchas palabras a esa admiración. ¡Qué grande Enric! (gracias a rober por el aviso)

¿Quieren pruebas? Ahí tienen al Indio Abdón Porte con su fecha, el 5 de marzo de 1918. Se acuerdan del Indio Abdón, ¿no? Claro, todo el mundo se acuerda del Indio. Acabó el partido y el Indio, mediocentro de Nacional, gloria del fútbol uruguayo, festejó con los compañeros. Bebió y rió con ellos, y debió darles buenos consejos, porque el partido, para un buen mediocentro, no termina nunca. Luego, pasada la medianoche, se volvió al estadio del Parque Central. El club pensaba traspasarle por viejo: tenía ya 27 años, 27 años de los de 1918, y no le veían tan fuerte como antes. Pero el Indio iba a quedarse. Esa noche, la noche del 4 al 5 (los números del mediocentro), caminó hasta el centro exacto del campo (el territorio del mediocentro), sacó un papelito con el último poema (“Nacional, aunque en polvo convertido y en polvo siempre amante…”), empuñó un revólver y se reventó el corazón.

Nada, una casualidad, un mediocentro depresivo, dirán algunos. ¿Casualidad? Pues hablemos de Ago. ¿Lo recuerdan, al pobre Ago? Espigado, elegante, nunca un paso en falso: el mejor mediocentro que tuvo la Roma. Y en esa Roma estaba Falcao, cuidado. Agostino di Bartolomei, Ago, fue el capitán de la Roma en la temporada 82-83, la temporada del scudetto glorioso, el primero en más de 40 años y el segundo en la historia romanista. La temporada siguiente, la Roma irrumpió en la Copa de Europa con un fútbol espléndido. Y con malas artes, para qué negarlo: el árbitro de la semifinal fue sobornado, pero eso no fue culpa de Ago. El caso es que la final se jugaba en Roma, en casa, contra el Liverpool. Era el 30 de mayo de 1984. “El partido de mi vida”, anunció Ago. Empate en los 90, empate en la prórroga y, en los penaltis, victoria inglesa. Fue la noche más negra de la Roma.


La temporada siguiente llegó Eriksson al banquillo, y Ago fue traspasado al Milan. Riñó con sus antiguos compañeros y su juego se hizo más y más melancólico hasta que, en 1990, colgó las botas. Ago se lo tomó con más calma que el Indio y esperó 10 años. Exactamente 10. El 30 de mayo de 1994, décimo aniversario del desastre, Agostino di Bartolomei dejó un papel sobre el escritorio (“Me siento encerrado en un hoyo”), salió al balcón de su casa, empuñó un revólver y se reventó el corazón.


¿Les basta? Ni el portero, ni el ariete, ni el extremo: esos son neuróticos, maniáticos de lo suyo. Quien sufre de verdad, quien conoce el sentido trágico del fútbol, es el mediocentro. Y no hablo del que juega de mediocentro. Gente como Capello o Rijkaard, o tantos otros, sólo jugaban de eso. Estaban ahí, para entendernos. No, no, me refiero al que es mediocentro y no sirve para nada más, porque tiene un partido en la cabeza y necesita que encaje con la realidad; me refiero al que sufre el ansia del gran partido perfecto.



Ese inventor de partidos, ya lo han visto, es muy especial, raro y delicado. Como Guardiola y Schuster, sin ir más lejos: en los dos banquillos augustos se sientan dos de la estirpe. Por supuesto, no esperen que asome un revólver. Esperen ansiedad, eso sí. Será una temporada agónica, bajo el signo del mediocentro. Confío en haberles convencido.

domingo, agosto 17, 2008

ESPLENDOR DE LUIS por Santiago Segurola

Un tanto a destiempo, pero siempre es buen momento recuperar artículos tan acertados como los que suele proporcionar Segurola.



Tras vivir tiempos difíciles en los últimos cuatro años, Aragonés reservó sus cualidades más distinguidas para la Eurocopa. A su preciso, sereno y eficaz trabajo se debe en gran parte el éxito de la selección.

Es difícil completar un gran campeonato sin una acertada conducción. Luis Aragonés, que ha atravesado tiempos difíciles durante los últimos cuatro años, ha reservado sus mejores cualidades para el último mes de su trayecto como seleccionador. Como casi todo lo que importa en este país, su figura ha sido objeto de un debate intenso, con un considerable desgaste para el técnico. A su preciso, sereno y eficaz trabajo se debe gran parte del éxito de la selección.

No sólo por la conquista del título, sino por el legado que dejará este maravilloso equipo. Hay victorias que no dejan nada para el futuro, equipos ganadores de los que apenas se acuerda nadie. Éste no es el caso. La selección española ha alcanzado la clase de cota que la sitúa a la altura de los equipos más atractivos de los últimos 40 años. En gran medida se debe a Luis Aragonés.

Se debe, y así hay que reconocerlo, porque el entrenador eligió aquella parte del fútbol español que le hace diferente a los demás. No era una elección sencilla. Estos jugadores han sido cuestionados en los últimos años por una presunta debilidad física y competitiva, por un estilo que muchos sectores consideraban banal y por unos resultados que no les ayudaban, tanto en la selección como en sus clubes.

La temporada ha resultado particularmente difícil para los jugadores del Barça y del Valencia, a los que Luis no les perdió la fe. Todo esto en un escenario de presunto desprestigio de la Liga española. No parecía el momento más adecuado para confiar el destino de la selección a unos futbolistas que venían de una Liga desastrosa. Sin embargo, Luis se inclinó definitivamente por una generación, por un tipo de jugador y por una identidad.

Luis tuvo convicción y personalidad en su elección. Resulta fácil decirlo ahora, pero no lo era en las duras semanas de invierno y primavera. Había que creer mucho en futbolistas sometidos a todo tipo de críticas en sus equipos. Fueron días difíciles también para el seleccionador. España venía de dos difíciles clasificaciones para el Mundial 2006 y para la Eurocopa. Entre los aficionados prevalecía una sensación de hastío y alejamiento.

Luis no ayudó mucho con algunos comportamientos extemporáneos. Su espantada tras el partido frente a Letonia generó perplejidad. Parecía un hombre dominado por la tensión. Tampoco fue feliz su reacción en el partido amistoso con Francia, en Málaga. Se alteró tanto por la adhesión de los aficionados con Raúl que dedicó la víspera del encuentro, y las horas posteriores, a agitar el fantasma de la dimisión. Al fondo, se apreciaba una parte que Luis no siempre ha logrado controlar: su propio personaje. En ese periodo Luis decidió estar a la altura de su guiñol.

No es algo novedoso. Es un mal que se extiende entre políticos, artistas, deportistas y famosos en general. En el caso de Luis le alejaba del centro de gravedad de su trabajo. Le alejaba de la realidad. Equivocaba el tiro.

Aquel partido con Francia, convertido en un inexplicable homenaje a Albelda, marcó el punto crítico de la trayectoria del seleccionador. Pudo ser el punto sin retorno de Luis Aragonés. Sin embargo, significó todo lo contrario.

Desde febrero, a Luis le salió el entrenador que lleva dentro y se alejó de cualquier tentación tremendista. Nunca en estos cuatro años ha parecido más atento, discreto, intuitivo y preciso en sus decisiones. Nunca ha dado una imagen tan moderada de sí mismo. Nunca ha dado tanta impresión real de autoridad. Se distanció de su personaje, eligió con convicción a unos jugadores cuestionados por gran parte de la Prensa y de los aficionados y se lanzó a la aventura de la Eurocopa en medio del escepticismo general. La historia no estaba de parte de España.

La conducción de Luis ha sido irreprochable durante el torneo. No se ha visto ninguna lacra en el equipo y sus alrededores. Cohesión en el grupo, jugadores que han aparcado las vanidades a favor de una idea colectiva, orden y madurez en el campo, máxima convicción en el peculiar modelo de fútbol, decisiones correctas del técnico antes, durante y después de los partidos.

El resultado fue un mes mágico de fútbol y sensatez. Todos los temores se derrumbaron ante la evidencia de la extraordinaria calidad del equipo, una de las selecciones más brillantes que ha visto el fútbol europeo en las últimas cuatro décadas, y ante delicado trabajo del seleccionador, trabajo de altísima precisión por la magnitud del desafío.

No hubiera sido posible un éxito de este calibre sin una conducción perfecta, en este caso la de un entrenador que sufrió el momento más desagradable de su carrera como futbolista frente a un equipo alemán, el Bayern de Múnich.

Han pasado 34 años de aquello y Luis ha tenido la oportunidad de cerrar aquella herida personal. Frente a Alemania, en la final de la Eurocopa, dirigiendo a un exquisito equipo, Luis alcanzó la cima como entrenador. Un éxito que nadie jamás podrá discutirle.

lunes, agosto 04, 2008

EL CULTO AL FÚTBOL por Vicente Verdú


Durante la larga época en que el libro imperó como supremo patrón de la cultura, el fútbol fue absolutamente inculto. Ni siquiera las contadas aportaciones que novelistas o ensayistas hicimos para incorporarlo al acervo cultural sirvieron para gran cosa. Igual que con el fútbol, con el diseño gráfico, con la moda o con los automóviles, vino a ocurrir tres cuartos de lo mismo: en tanto sus asuntos no se registraban como tratados nutriendo las venerables bibliotecas era inconcebible que aspiraran a considerarse cultos.

Todo ello se ha venido abajo cuando el libro ha entrado en decadencia. Frente a la indiscutida supremacía de la cultura escrita ha emergido la poderosa cultura audiovisual y el actual patrón de valor lo constituye el espectáculo. No en exclusiva, necesariamente, pero de manera importante, creciente y sobresaliente. De ese modo, incluso el teatro de toda la vida ha pasado de promover el texto a la performance, de la escritura al movimiento y de la meditación al impacto.

En contraste con la cultura propia del libro, que requería aplicación e intensidad en la atención, la cultura audiovisual reclama extroversión y extensividad sensorial ante el panorama. Leer evoca una acción con profundidad para descodificar apropiadamente los garabatos, pero las pantallas o los panoramas se corresponden con una recepción en superficie. La cultura del libro es del orden del silencio mientras que la audiovisual pertenece a la naturaleza del estruendo. O bien, el clamor de la muchedumbre en la grada constituye el revés de la callada lectura en el gabinete solitario.

La cultura del libro, en fin, es de máxima concentración y la audiovisual de expansión máxima. Igualmente, el escenario amplio abierto sustituye a la encuadernación estricta y la intemperie del campo al confinamiento. De este modo diverso, a una cultura suave sucede otra agitada. A una insignia del saber culto, expresado por antonomasia durante siglos en el sigilo del libro, se superpone el ruidoso saber de la cultura pop democratizada y extendida en la sociedad del espectáculo.

Para casi todo aquel sujeto conspicuamente adiestrado en la etapa precedente el fútbol significa, a menudo, lo inculto. Pero el fútbol será, en este sentido, inculto sólo en la medida en que no se parezca en nada a la significación del saber libresco ni se avenga con sus santuarios. Será inculto -y anticultural- para aquellos feligreses del reino cultural anterior pero para la nueva época, saturada de saber audiovisual y ejercitada en la cultura de superficies, el fútbol representará no sólo un fenómeno propio de la cultura imperante sino, como hacen saber los millones de aficionados en todo el mundo, una muestra suprema de la nueva experiencia culturizada. El culto al fútbol.