lunes, marzo 30, 2009

LOS DERECHOS CIVILES EN EL FÚTBOL por Eduardo Galeano

Eduardo Galeano, uno de los mitos de este blog, volvió no hace mucho con una obra singular, al más puro estilo Galeano, en la que hace un recorrido peculiar por la historia. Por supuesto en esa Historia no podía prescindir del fútbol, un tema muy cercano a toda su literatura. Nunca tuvo tapujos en admirarlo y escribir sobre él, mientras otros intelectuales lo detestaban públicamente. En 'Espejos. Una historia casi universal' nos deja algunas pequeñas piezas relacionadas con el balompié, y hoy subo la primera. Las otras también llegarán.


El pasto crecía en los estadios vacíos.

Pie de obra en pie de lucha: los jugadores uruguayos, esclavos de sus clubes, simplemente exigían que los dirigentes reconocieran que su sindicato existía y tenía el derecho de existir. La causa era tan escandalosamente justa que la gente apoyó a los huelguistas, aunque el tiempo pasaba y cada domingo sin fútbol era un insoportable bostezo.

Los dirigentes no daban el brazo a torcer, y sentados esperaban la rendición por hambre. Pero los jugadores no aflojaban. Mucho los ayudó el ejemplo de un hombre de frente alta y pocas palabras, que se crecía en el castigo y levantaba a los caídos y empujaba a los cansados: Obdulio Varela, negro, casi analfabeto, jugador de fútbol y peón de albañil.

Y así, al cabo de siete meses, los jugadores uruguayos ganaron la huelga de las piernas cruzadas.
Un año después, también ganaron el campeonato mundial de fútbol.

Brasil, el dueño de casa, era el favorito indiscutible. Venía de golear a España 6 a 1 y 7 a 1 a Suecia. Por veredicto del destino, Uruguay iba a ser la víctima sacrificada en sus altares en la ceremonia final. Y así estaba ocurriendo, y Uruguay iba perdiendo, y doscientas mil personas rugían en las tribunas, cuando Obdulio, que estaba jugando con un tobillo inflamado, apretó los dientes. Y el que había sido capitán de la huelga fue entonces capitán de una victoria imposible.

Eduardo Galeano es escritor uruguayo

lunes, marzo 23, 2009

'MISTER' CLOUGH Y LA HAZAÑA DEL FOREST por Enric González

Aunque no era lo previsto, para qué esperar más para otro gran artículo que se quedó en el tintero. Agradecimientos a Edu y a Jaime.





La última gran batalla del viejo laborismo británico, socialista y cristiano, concluyó en marzo de 1985 con una derrota definitiva. Tras un año de huelga contra el Gobierno de Margaret Thatcher, los mineros se rindieron y en poco tiempo, una a una, las minas fueron cerrándose. Pero, antes de la huelga y del triunfo de Thatcher, aquella izquierda había disfrutado de una gloria irrepetible. Nunca en el fútbol europeo se había visto algo así. ¿Fútbol y política? Sí, por supuesto. A veces ocurre. El mundo de los símbolos es así de complejo.


Tomemos una ciudad: Nottingham, en el corazón industrial de Inglaterra. A mediados de los 70, Nottingham estaba perdiendo con rapidez sus fábricas textiles. La población decrecía. La crisis económica y la crisis del laborismo se unían en una sensación generalizada de declive.

Tomemos un equipo: el Nottingham Forest, tan histórico como deprimido. El Forest fue fundado en 1865 y adoptó el color rojo del revolucionario italiano Garibaldi; en 1976 poseía un pasado notabilísimo (patrocinó el nacimiento del Arsenal londinense, fue el primer equipo en experimentar las redes en las porterías y el arbitraje con silbato en vez de banderas) y un presente mediocre en la Segunda División.

Tomemos un joven entrenador: Brian Clough, que destacaba por su efectividad (le había dado una Liga al modesto Derby County en 1972), por su tremendo carácter y por su filiación laborista. Cuando había una huelga minera en las Midlands, Clough estaba ahí, animando a los piquetes y donando parte de su sueldo. Mister Clough, como exigía ser llamado, no puede ser comparado con los Mourinho o los Ferguson de hoy porque éstos no resisten la comparación. Una de sus frases célebres: "Ya sé que Roma no se construyó en un día, pero es que yo no me encargué de ese trabajo".

Ya tenemos la ciudad, el equipo y el técnico: una mezcla explosiva. En 1977, Mister Clough logró que el Forest ascendiera a la máxima categoría. Entonces empezó la fiesta: en la temporada siguiente, 1977-78, el Forest fue campeón de Liga. En 1979, el año en que Thatcher llegó al Gobierno, fue campeón de Europa. Y en 1980 lo fue otra vez. Ningún otro equipo europeo posee más Copas de Europa que títulos ligueros. El Forest logró la hazaña jugando limpio y raso: fue el primer equipo británico que amó el balón. Otra frase de Clough: "Si Dios hubiera querido que el fútbol se jugara en las nubes, no habría puesto hierba en el suelo".

Luego llegó la decadencia. Las estrellas como Peter Shilton y Trevor Francis se eclipsaron. Mister Clough se hundió en el alcoholismo. El 15 de abril de 1989, cuando Forest y Liverpool iniciaban una semifinal de Copa en el estadio de Hillsborough (Sheffield), una avalancha de espectadores causó 96 víctimas mortales. La tragedia de Hillsborough simbolizó el fin de una época. En 1993 llegaron el descenso y la despedida de Mister Clough.

El mejor entrenador británico (este título podría discutírselo su amigo Bill Shankly, pero nunca Alex Ferguson) murió en 2004, tras un trasplante de hígado que le dio unos pocos meses de tiempo suplementario. El Nottingham Forest malvive en la Segunda División inglesa. Lo que hicieron Mister Clough y el Forest nunca será superado.

lunes, marzo 16, 2009

AUTOBUSES, PRIMAS Y SOBORNOS por Enric González

Expulsión de Ndaei en el Zaire-Yugoslavia

El Mundial de 1974, en Alemania, fue el único en el que participó Cruyff. Eso debería bastar para hacerlo memorable. Se vieron además algunos momentos de gran fútbol, protagonizados por Holanda y Polonia, y se asistió al declive del Brasil post-Pelé. Lo más extraordinario, sin embargo, fue lo que ocurrió al margen del balón.

La angustia de los jugadores zaireños, por ejemplo. Zaire (hoy Congo) fue, en 1974, la primera selección subsahariana que alcanzaba la fase final del máximo torneo futbolístico. Los leopardos emprendieron viaje hacia Alemania con una advertencia de su presidente, el delirante dictador Mobutu Sese Seko: "Si pierden, no vuelvan". Lo recordaron, sin duda, cuando Yugoslavia les dejó 9-0. Ya consumada su eliminación, intentaron poner en práctica un plan desesperado: subieron al autocar que les prestaba la organización e intentaron huir hacia cualquier sitio, menos su propio país. Según algunas versiones, el plan consistía en volver a Zaire por carretera y aplacar la ira de Mobutu regalándole el vehículo. La cosa no funcionó. La policía alemana les detuvo en la frontera y les obligó a devolver el autocar. Volvieron a Kinshasa y, como temían, sufrieron represalias y alguna paliza policial.

Lo de Polonia, mucho menos trágico, también resultó curioso. Los polacos desarrollaron un fútbol rápido y vistoso y tal vez, si hubieran disputado la semifinal contra Alemania sobre un césped normal y no sobre el inundado estadio de Francfort, habrían hecho historia. Aquel día aún no se sabía que Gadocha, el extremo izquierdo, era un hombre rico. Un intermediario le había entregado un soborno que debía repartir entre los principales jugadores de la selección para que se dejaran ganar. Gadocha no dijo nada, se guardó el dinero y después del Mundial fichó por un equipo francés. Sus compañeros no le olvidan.

Y ocurrió lo de Yugoslavia. Desde un punto de vista futbolístico fue lo más terrible porque las inquinas nacionalistas impidieron que un equipo formidable explotara al máximo su talento. Disponían de un centrocampista sensacional, el esloveno Brane Oblak, y de un genial extremo zurdo, el serbio Dragan Djazic. Las cosas se desarrollaron bien durante la primera fase porque los futbolistas se comprometieron a mantenerse unidos en la lucha por un objetivo común: la prima que les había prometido el mariscal Tito.

El plan se torció tras la brillante clasificación para la segunda fase. Un grupo de jugadores, entre ellos Djazic, reclamó que se les anticipara una parte de la prima. Querían aprovechar su estancia en Alemania para ir de compras. El presidente de Yugoslavia hizo entonces una cosa bastante idiota: viajó a Alemania, se reunió con los futbolistas, les lanzó una arenga sobre la gloria y el triunfo y les pagó todo el dinero prometido. Ese mismo día comenzó el desastre. Ya nadie se preocupó de otra cosa que de gastar, preferiblemente en compañía de señoritas. También quedó olvidado el pacto de unidad. Serbios y croatas dejaron de hablarse. Oblak, esloveno, lo resumió años más tarde con una frase: "El dinero fue nuestra ruina".

viernes, marzo 13, 2009

LA COPA por Manuel Vicent


El próximo 13 de mayo, en el campo de Mestalla, el gran espectáculo deportivo de la final de la Copa del Rey va a añadir una duda más, visible, palmaria y metódica, al enigma secular de qué es España, una cuestión que a lo largo de nuestra historia ha dado de comer a innumerables filósofos, hispanistas, viajeros, políticos, sociólogos, escritores y poetas, sin que se hayan puesto de acuerdo, pese a la ingente cantidad de cocidos, chuletones y flanes de la casa, que estos intelectuales se han echado entre pecho y espalda en infinitos congresos y simposios dedicados a desentrañar semejante misterio. ¿Qué es España? Vaya usted a saber, se dicen unos a otros en la sobremesa al tercer orujo con hielo. La final de copa la van a disputar el FC Barcelona y el Athletic de Bilbao. Bastará con echar un vistazo al campo de Mestalla en el momento de iniciarse el encuentro para que se acreciente aún más la disputa sobre este problema histórico. Para empezar, en las gradas flameará una apabullante orgía de senyeras catalanas, ikurriñas, bufandas y escarapelas con los colores de cada equipo. La única bandera española será la que lleve el propio rey en la solapa en forma de insignia, ni una más, sea constitucional, con toro o con gallina. Cuando el monarca acceda al palco sonará el himno nacional, que será recibido con un viento de silbidos, pero a continuación ambos equipos se batirán en una lucha agónica por conquistar un trofeo que simboliza la unidad de una sola patria. Cada gol será acompañado por un rugido liberado desde el fondo irracional de cada tribu y al final los equipos subirán al palco presidencial para que el monarca, recién abucheado, les imponga unas medallas; el vencedor exhibirá la copa a toda España con orgullo y entonces se producirá el paroxismo. El Estado tiene un origen deportivo, según Ortega. El primer deporte fue la exogamia o el rapto de mujeres fuera de la horda; luego fue la guerra; finalmente fue la ascética o el entrenamiento hasta someterse a la ley, que ejerce el árbitro con el silbato. ¿Qué es España? Después de ver a vascos y catalanes atravesar la península con sus banderas, aullar en las gradas y en los bares por conquistar la Copa del Rey, creo que España es un partido de fútbol.
Manuel Vicent, escritor y periodista

lunes, marzo 09, 2009

LÁGRIMAS COMPARTIDAS por Enric González


Yo ya sabía que la afición colchonera es de una pasta especial. El otro día lo confirmó un amigo madridista mientras se abrazaba, entre lágrimas y confusión, con una señora del Atleti.

Conocí a la tribu rojiblanca el 27 de mayo de 2000, en Valencia. El Espanyol, el equipo de mis penas, y el Atlético de Madrid disputaban la final de la Copa del Rey en Mestalla. Las horas previas al encuentro pasaron como suelen pasar, con un tranquilo compadreo entre ambas aficiones. Eso es lo habitual. Son muy pocos quienes crean bronca en torno al estadio, pero son ellos quienes salen en la prensa porque, como se sabe, la noticia consiste en que un hombre muerda a un perro y los descerebrados del fútbol muerden hasta las farolas con tal de hacerse notar.

El partido salió raro y no sólo porque lo ganara el Espanyol: el gol de Tamudo, birlando el balón de entre las manos a su ex compañero Toni, fue de los que mosquean a la parte damnificada.
Concluida la ceremonia, había un bando esencialmente triste: el Atleti había bajado a Segunda sólo 20 días antes y, como postre, se llevaba el chasco. Y había un bando esencialmente desconcertado: el Espanyol llevaba 60 años sin ganar nada y, por tanto, la experiencia de llevarse una copa a casa era algo nuevo para casi todos nosotros. Una vez celebrados los goles y vitoreado el equipo, no sabíamos cómo comportarnos. Salimos del estadio, por tanto, como solemos salir de los estadios: más bien callados y circunspectos.

A mi grupo se acercó entonces uno de colchoneros preguntando el porqué de tanta flema. Pudimos responder (sin mentir) que callábamos, en parte, por no ofender: sabemos demasiado bien lo que siente el que pierde. Respondimos cualquier otra cosa. El grupo rojiblanco se unió a nosotros y nos animó a animar. Son detalles que no se olvidan.

Y luego, el día del Atlético-Barça, pasó lo de mi amigo. El personaje en cuestión, al que, como hacía Groucho Marx, llamaremos Delaney, acababa de sufrir un mal trago sentimental y arrastraba su alma en pena por las calles de Madrid. Delaney sintió la necesidad de compañía y en un arrebato, pese a su acendrado madridismo, se hizo con una entrada para el partido del Calderón. Podía haber satisfecho su afán de multitud en el metro, es cierto, pero no creo que a Delaney se le haya ocurrido jamás bajar las escaleras hasta ese universo subterráneo.

En pleno fragor de la remontada atlética, mientras el Calderón hervía, mi amigo Delaney no pudo más con lo suyo. Sentado en su asiento, se le escapó una lagrimilla de desamor. La señora de la plaza contigua, incapaz de tolerar que un miembro de la tribu se emocionara de esa forma tan solitaria, se echó a sus brazos, le estrujó con fuerza y le transmitió a gritos una dosis de humanidad: "¡Llore, llore con ganas! ¡Desahóguese, que esto no se ve todos los días!". La señora redondeó el gesto con su propio llanto. Y así acabaron el partido mi amigo Delaney, el merengue, y la cordial señora colchonera: abrazados los dos, húmedos los ojos, absurdamente unidos.