viernes, diciembre 28, 2007

MILAN, LA MÁQUINA CONTRACULTURAL por Santiago Segurola


Arrigo Sacchi puede explicar unas cuantas cosas del fútbol como cultura. Su celebrado Milan siempre fue observado con recelo en Italia, donde se entendió que aquel equipo llegaba para destruir los principios básicos del calcio. Italia adora el contragolpe, la especulación, el desprecio por los riesgos, la astucia y el gol oportunista. En Italia triunfó el catenaccio como una forma de vida. Gianni Brera, el venerable periodista de L’Reppublica, decía que Italia era una mujer que debe defenderse y proteger su virginidad, y lo mismo pensaba para su estilo de fútbol. Brera, como la mayoría de los italianos, creía que Sacchi era el anticristo destinado a acabar con un modelo interiorizado por toda una nación de fanáticos. El entrenador italiano por excelencia era Trappatoni. Sacchi era un intruso extranjerizado. Nunca se hizo más evidente la sospecha que en su etapa como seleccionador. Costaba soportarle en el Milan, pero en la selección de ninguna manera: ese hombre era un peligro.
La revolución de Sacchi fue doblemente laboriosa. No sólo introdujo nuevas perspectivas en el fútbol, sino que lo hizo en el país más incómodo para aceptarlas. Sacchi no se había distinguido por una meritoria carrera como jugador. Desde joven se distinguió por la curiosidad y las obsesiones. Viajó por Europa, tomó nota de lo que vio, descartó lo prescindible y se forjó un universo que trasladó al Parma, equipo de la Segunda División que cautivó a un ambicioso empresario milanés. Como Sacchi, Silvio Berlusconi también tenía un plan. Se hizo cargo del club después de un corrupto periodo que se cerró con el descenso administrativo a Segunda. Berlusconi sabía que el fútbol es un motor imparable de pasiones, que el Milan era una de las sociedades más prestigiosas del mundo y que el éxito en el fútbol tiene un incomparable efecto publicitario.
Berlusconi fichó al desconocido Sacchi como entrenador de un equipo que había vivido bajo el imperio de la Juventus. El nuevo técnico quería marcajes zonales, la defensa más cerca del medio campo que del portero, la utilización del fuera de juego como arma disuasoria para los rivales, un dinamismo abrumador y un mensaje dominante. El Milan no había nacido para ser dominado. Todo esto significaba la máxima exigencia, una atención absoluta a todos los detalles tácticos, el compromiso de todo el equipo con las ideas de Sacchi. Cualquier imperfección, cualquier hereje, colocaba al equipo en una situación crítica. El técnico exigía a los jugadores unas convicciones tan indeclinables como las suyas.
Aquel equipo legendario surgió entre dudas y terminó triunfal. Era un ejército de generales. En un periodo de cinco años se reunieron luminarias como Baresi, Maldini, Ancelotti, Rijkaard, Donadoni, Gullit y Van Basten. Los tres holandeses eran jóvenes, poderosos y versátiles. Añadieron una inigualable capacidad atlética a un equipo aplastante. El Milán ganaba por organización, despliegue, atención a los detalles y clase. Era un equipo rotundo. Había un desgaste enorme en el capítulo físico y mental. Finalmente al equipo le resultaba gratificador descansar en el matemático ejercicio defensivo de Baresi.
Italia asistió con estupor a los arrolladores años del Milan de Sacchi. Su hegemonía fue menor en el calcio que en Europa, donde su modelo causó una admiración ilimitada. Baresi, un futbolista que tenía un toque discreto, se convirtió en el defensa perfecto. Su cabeza contenía todo el libro de instrucciones de Sacchi. Manejaba los movimientos de la defensa como un director de orquesta. Había una belleza insospechada en el perfecto ejercicio defensivo del Milan, el equipo que amargaba la vida a los delanteros, obligados a pensar demasiado, a jugar contra su naturaleza, a preocuparse por la astucia de los defensas cuando toda la vida ha sido al revés.
Aquel Milán frustró a otro gran equipo, el Madrid, y pareció inaccesible durante cuatro o cinco años. No había mejor defensa que Baresi, mejor lateral que Maldini, mejor medio centro que Rijkaard, mejor todocampista que Gullit y mejor delantero que Van Basten, en cuya elegante figura se reunían las mejores cualidades del equipo. Preciso, genial si era necesario, incontenible cuando era necesario, sutil si lo requería la ocasión, ganador siempre, Van Basten terminaba en el área lo que Baresi comenzaba en la defensa. La trayectoria fue fascinante, pero la exigencia tenía un precio. La obsesión de Sacchi le ocupaba todos los minutos del día. Un día se acercó a Van Basten mientras el jugador almorzaba. Quería precisar un detalle del juego, un problema menor que a Sacchi le parecía inaplazable. Van Basten no aguantó más. Se giró y miró a Sacchi. “Mientras como, no”, contestó. Se acababa un ciclo fascinante.

domingo, diciembre 23, 2007

ALBELDA por Manuel Vicent


Cada equipo de fútbol, durante una época determinada, genera un jugador cuyo espíritu sintetiza el sueño colectivo de la tribu. En el Valencia CF este jugador ha sido David Albelda. Más allá de la convulsión de las gradas y de los negocios redondos del palco, el fútbol lo desarrollan unos deportistas sobre una geometría muy pura: el balón es una esfera, el césped está trasquilado por planos paralelos, unas líneas rectas definen el espacio y las áreas del campo, las porterías tienen cuatro ángulos, la red forma cuadrados y existe un punto por antonomasia que es el de penalti. Sobre esta geometría euclidiana se agitan los músculos, el corazón y el cerebro de unos atletas con el único afán de la gloria, pero los dioses son muy caprichosos y entre once eligen sólo a uno para que asuma las prerrogativas del héroe y se concentren en él todas las pasiones del público. Entre la directiva del club y ese ídolo se establece una distancia oscura, misteriosa, insalvable. Lo que ha sucedido en el equipo del Valencia ha sido que un presidente de muy pocas luces en la mollera pero cuyo trasero apenas cabe en la butaca del palco, ha creído que por el hecho de ser propietario del club podía salvar la distancia infinita que separa el dinero de la magia para menoscabar o humillar a un héroe por una venganza personal o por otra cuestión privada cualquiera. David Albelda ha sido parte fundamental durante años del espíritu del Valencia, el que ha cohesionado el equipo. Cuando ese espíritu se rompe todo se quiebra, porque entonces la geometría pura del campo abandona la imaginación de los jugadores, llena de caos todas las mentes y convierte el césped mentolado en una selva. Un presidente ahíto de dinero de papá, que te da la mano con sólo tres dedos a la hora de saludar, preside los partidos de su equipo con la mirada perdida. No le interesa nada de lo que sucede en el campo. Está pensando en otros negocios. De hecho, mientras los jugadores se agitan por el césped, él ya ve el Mestalla convertido en pisos de lujo y los billetes lloviendo en otro campo. Este señorón, al que los dioses confundan, se ha atrevido a profanar a David Albelda, al ídolo de la tribu, sin saber las fuerzas oscuras que ha destapado.

Manuel Vicent es escritor

viernes, diciembre 21, 2007

BRASIL 1982, LOS PERDEDORES QUE VENCIERON por Santiago Segurola

Mi padre me regaló verlos a todos en el Benito Villamarín el día que jugaron contra Escocia. Qué momento!


¿Puede un equipo que es tomado como la esencia del fracaso figurar entre los mejores que ha visto el fútbol? Sí. Brasil no ganó el Mundial de España, pero su recuerdo es imborrable. Y de eso también trata el fútbol. No hay mucho que decir sobre la mayoría de los ganadores del Mundial en las últimas ediciones. Aprovecharon su momento y ya está. Los aficionados más jóvenes difícilmente escucharán vibrantes historias de la selección alemana que conquistó el Mundial de Italia 90. Los brasileños recuperaron el título en 1994, después de un cuarto de siglo de sequía, pero hasta Romario pareció disminuido en aquel equipo. De la victoria de Italia ante Francia en el Mundial de 2002 no habrá otro recuerdo que el cabezazo de Zidane a Materazzi. Lo demás es material de desecho. Si un equipo queda en la memoria de la gente es que ha ganado de verdad. Lo otro es un trofeo en la vitrina.


Otro equipo representa algo parecido al Brasil de 1982. Se trata de Hungría, de la célebre selección de Puskas, Boszik, Hidegkuti y Czibor. La derrota frente a Alemania en la final de la Copa del Mundo de 1954 fue tan o más sorprendente que el maracanazo de Uruguay en 1950. Pero los brasileños ni tan siquiera llegaron a la final. Italia ganó el grupo que daba acceso a las semifinales y finalmente conquistó el trofeo. Era un buen equipo. Brasil era otra cosa, y puede que más imperfecta. Le faltaba un delantero centro de garantías. Telé Santana, el seleccionador, se decidió por el inservible Serginho, un gigante que se preguntó durante todo el torno qué demonios pintaba en aquel equipo maravilloso, en lugar del joven Careca. No había nadie para concretar en el área lo que forjaban los prodigiosos centrocampistas y laterales.


Cuando se habla de Brasil 82 se habla de Leandro, Junior, Sócrates, Falcao, Toninho Cerezo y Zico. Se habla también de una manera fascinante de jugar: fluida, ingeniosa, atrevida y versátil. La habilidad no estaba reñida con el pase. El pase no estaba peleado con el remate. El remate era la consecuencia de un proceso en el que todos participaban de manera creativa. Leandro y Junior eran dos laterales que podían jugar con el 10 en cualquier equipo del mundo. De hecho, Junior fue el cerebro del Torino en los años ochenta.


En el medio campo, Sócrates, Zico, Falcao y Toninho Cerezo resultaban imparables. Pocas veces se ha visto una colección parecida de virtuosos complementarios. Podían ganarte de cien maneras diferentes, pero difícilmente lo harían con una jugada grosera. Excepto Zico, centrocampista con alma de delantero o al revés, dualidad que le hacía temible en las dos zonas del campo, los otros tres jugadores destacaban por su presencia física. Altos, de zancada larga y gran recorrido, su versatilidad les permitía ocupar todos los puestos del centro del campo y aprovechar su destreza en los remates de media distancia o en las apariciones en el área. Entre ellos, Sócrates era el menos dotado para las tareas defensivas, si es que esas tareas le pasaron alguna vez por la cabeza. Aquel Brasil competía en dos categorías. Por un lado, pretendía la Copa del Mundo, pero durante el torneo comenzó a competir con un fantasma, el Brasil de 1970.

Por raro que parezca, estuvo más cerca de lo segundo que de lo primero. Fue derrotado por Italia en un partido inolvidable y no llegó a las semifinales. No hubo Copa del Mundo, pero su juego deslumbró. En el fútbol de Brasil se contenía toda la belleza del juego. Pronto se sacó el metro patrón para medir la grandeza de aquella selección. La medida era el equipo que conquistó el Mundial de 1970. Quizá ninguna selección se ha acercado tanto al mito que crearon Pelé, Gerson, Tostao, Jairzinho y Rivelino.

sábado, diciembre 15, 2007

¿EL OPIO DE LOS PUEBLOS? por Eduardo Galeano


¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.

En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de "las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan". Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencias sobre le tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del '78.

El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere.En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase.

Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar la huelgas y enmascarar las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos.

Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió "este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre".

Eduardo Gaelano es escritor uruguayo

miércoles, diciembre 12, 2007

SOBRE LA SELECCIÓN ARGENTINA, LA ALBICELESTE


“Cuando un sentimiento supera todo lo racional no se puede desdeñar; cuesta muchísimo aglutinar a todo un pueblo detrás de una cosa, aunque sea de un juego”.

Ricardo Darín, actor argentino


Quizá sea eso algo parecido a lo que llaman "cultura de selección"


lunes, diciembre 10, 2007

LIVERPOOL 1975-1985, UNA MANERA DE JUGAR, UNA MANERA DE VIVIR por Santiago Segurola


A diferencia de los grandes equipos de los últimos 30 años, el éxito del Liverpool no se debió a un grupo definido de jugadores, sino al definido estilo de su juego, a una manera de vivir el fútbol. La coherencia y la ambición se las inyectó Bill Shankly, uno de los muchos escoceses que transformaron el fútbol en Inglaterra. Escocés fue el gusto por el juego de pase frente al choque inglés. Escocés fue Matt Busby, el mítico entrenador del Manchester United, y lo es Álex Ferguson, el técnico que ha reeditado en los últimos 20 años la hegemonía del equipo de Old Trafford. Escocés hasta la médula era Bill Shankly, nacido en una familia de mineros, minero él mismo, hombre de carácter y entrenador carismático. Shankly sacó al Liverpool de pobre, después de años de regresión a finales de los 50. Lo devolvió a Primera y no tardó mucho en conquistar su primer título de Liga. Ganó el campeonato en 1965, en plena efervescencia del pop y de una ciudad que encontraría en el fútbol una manera de afrontar la terrible crisis industrial de la década siguiente.

Shankly nunca ganó la Copa de Europa, pero los seguidores y futbolistas del Liverpool saben que el éxito se debe a su viejo entrenador. Cuando se retiró en 1975, dejó al equipo en manos de su ayudante, Bob Paisley, que dejó su puesto a otro ayudante, Joe Fagan, que traspasó los poderes a Kenny Dalglish, el delantero escocés que había sucedido y mejorado a Kevin Keegan. Así se hacían las cosas en Anfield. Al fondo, el ideario del viejo entrenador: juego de pase, rápido, solidario, sin egoísmos. Todo esto sucedió en un periodo interesante del fútbol británico. Mientras el Liverpool se hacía casi hegemónico en la Liga y en Europa, la mayoría de los equipos eligieron la ruta contraria al equipo de éxito.

Por aquella época, un tal Charles Hughes se hizo cargo de la dirección deportiva de la federación. Hughes escribió un libro que fue recibido como la Biblia del fútbol por sus partidarios. Se titulaba The Winning Fórmula (La Fórmula Ganadora) y era la obra de alguien dispuesto a castrar el juego. Todo se reducía a estadísticas, porcentajes, presuntas maneras de sacar el máximo provecho posible al lugar de las faltas, los rechaces, a todo lo que no depende del ingenio de los jugadores. El pelotazo y el rechace hizo furor en la mayoría de los equipos, que se igualaron por lo bajo. El Manchester United descendió a Segunda División. El Chelsea, también. Todos jugaban a lo mismo, con consecuencias atroces en la selección. Inglaterra estuvo ausente de los Mundiales de 1974 y 1978. Una generación de excelentes y díscolos futbolistas (Bowles, Worhtington, Marsh, Currie) fue sacrificada en el altar de la fórmula ganadora de Hughes, fórmula inservible a la luz de los fracasos ingleses.La excepción más notable fue el Liverpool, que estaba en las antípodas de las tesis de Hughes. Con Bill Shankly triunfó el passing game, donde la posesión de la pelota era fundamental. En este sentido, el Liverpool estaba más cerca del Ajax que del fútbol inglés. El equipo comenzó a forjarse en los años sesenta con jugadores como los extremos Callaghan y Thompson, el combativo central Tommie Smith o el goleador Roger Hunt. Allí se gestó el equipo comenzaría el asalto a Europa. Ingleses como Keegan, Emlyn Hughes o Phil Neal, galeses como Toshack y Rush, irlandeses como Heighway y Lawrenson, escoceses como Hansen, Souness y Dalglish, todos adscritos al ideario de Dalglish y a la mística del club, todos dispuestos a mantener la llama sagrada del Liverpool: entre 1977 y 1985, es decir, entre la primera Copa de Europa de los reds y la tragedia de Heysel, el Liverpool dominó el fútbol europeo.

No hubo una alineación especialmente memorable, ni un entrenador al frente del equipo que ganó cuatro veces la Copa de Europa, dominó con puño de hierro la Liga inglesa y reunió una legión de seguidores por el mundo. El Liverpool era una idea de fútbol y de vida. Los reds consagraron lo mejor del fútbol inglés (pasión y generosidad) con lo mejor del fútbol europeo. Que su estilo no fuera imitado en la Liga inglesa le benefició. Se encontró sin demasiados rivales. Es ahora, cuando el Arsenal de Wenger recoge y mejora muchas de las bases que estableció Shankly, el momento de apreciar el mérito del Liverpool.

domingo, diciembre 02, 2007

DISCULPADME, PERO VOY A HABLAR DE FÚTBOL por António Lobo Antunes

Recuperando a Lobo, debilidad confesada


Creo que ha dejado de gustarme el fútbol porque ya no hay jugadores que me hagan feliz. Ahora, como dicen los entrenadores, todo es cuestión de profesionalismo, trabajo y paciencia: se acabaron la improvisación, la fantasía, lo inesperado, se acabó mi equipo, Costa Pereira, Mário João, Germano, Ângelo, Cavem, Cruz, José Augusto, Eusébio, Águas, Coluna y Simões, para quienes el juego no era trabajo ni paciencia, era alegría y alma, era el Benfica. El fútbol ha perdido el humor, la poesía, el placer. Simões volvía atrás para regatear otra vez. Germano y Águas poseían una elegancia irrepetible. Ângelo, como el poeta Maiakovski, sólo tenía corazón. Coluna fue, por sí solo, todo un equipo: no jugaba al fútbol, creaba el fútbol, en el que introdujo el poder de la inteligencia y descubrió lo que no existe: la perfección. Se cuenta que un entrenador (aún no los llamaban técnicos)decía, antes de que entrase el equipo, tú haces esto, tú aquello, tú haces eso otro, y después, a Coluna:

-Tú haz lo que quieras

y Coluna hacía, en realidad, lo que quería: sacaba a todo un equipo derecho a ganar. Otto Glória, que sabía de fútbol, afirmó en más de una ocasión que nunca había encontrado a nadie como Coluna. Si Coluna volviese al Benfica, yo volvería al estadio porque, con Coluna en el campo, se acabarían los jugadores burócratas, subordinados, escribiendo memorandos, copiando minutas, distribuyendo circulares. Lo que veo ahora, en los raros momentos en que enciendo el televisor, son subordinados. Escrupulosos, obedientes, aburridos. Una especie de perfección negativa. Una monotonía oficinesca. Paulo Mendes Campos, poeta brasileño a quien le tengo mucho afecto, escribe que Ari Barroso, el gran comentarista, se hacía eco del estilo de Garrincha. Le doy la palabra: "Ari transmitía en la tele un partido del Botafogo y decía pausadamente: Garrincha con la pelota. Va a regatear. Claro. Va a regatear de nuevo. Va a perder la pelota. Atención, una floritura por aquí, otra por allá. Garrincha se la pasa al adversario. Eso no es posible. ¿Lo veis? Garrincha va a regatear de nuevo. Va a perder. ¿Por qué no centró enseguida? Claro que va a perder. Gol de Garrincha". Y añade: "la última fue seca y malhumorada: también a Ari le hicieron un regate en la tribuna". Es justamente eso lo que le pido al fútbol: la improvisación, lo inesperado, la falta de lógica, la locura, el genio. Que me hagan regates. Que me enardezcan. Que me sorprendan. Claro que siguen naciendo jugadores así: sólo que los técnicos, la dirección, los agentes, los transforman en robots previsibles. El único jugador imprevisible que he visto últimamente se llama Ronaldinho y juega en el Barcelona. Entre los portugueses no encuentro ni uno solo: Figo, que parece ser (así dicen) lo mejor que hay aquí, no pasa de un correcto amanuense. Cumplidor. Y a mí no me gustan los jugadores cumplidores. No me asombra, no hace milagros: ejecuta. Es un profesional serio. Y, Dios mío, estoy cansado de los profesionales serios. Lo que quiero es que inventen en el campo lo que Felipe II le pidió al arquitecto del Escorial: "Hagamos lo que sea para que el mundo pueda decir de nosotros que estábamos locos". El sentido común, en el deporte, no me interesa un pimiento: sólo me interesa que me dejen con la boca abierta, que me apasionen, que deliren: "una floritura por aquí, otra por allá. Claro que va a perder. Gol de Garrincha". Pero ¿cómo, si ahora el héroe es un técnico? Pero ¿cómo, si las virtudes son el trabajo y la paciencia? De modo que no me encaja. Me agobia. ¿Y los términos? "Líneas de pase", "presión alta", "armar el equipo". La improvisación truncada, las "jugadas de laboratorio". Voy a un estadio a perder la cabeza, no a mirar por el microscopio. Y, por tanto, ha dejado de gustarme el fútbol: no me hace feliz. Quien me haría feliz sería el entrenador de un equipo de provincias, hace muchos años: el equipo muy preparado, dispuesto a entrar en el campo, y él que trazaba en la pizarra de los esquemas tácticos una cruz con tiza, enorme, de ángulo a ángulo, después de lo cual se volvía hacia los muchachos con un grito que hacía estremecer la cabina:

-No hay tácticas ni medias tácticas: lo que hay que hacer es marearlos.

Así, pues, ésta es la única clase de técnicos que acepto:

-Lo que hay que hacer es marearlos.

Garrincha mareaba, Coluna mareaba, Águas mareaba, Eusébio mareaba o Benfica mareaba. Los amanuenses no marean: repiten lo que el técnico manda. No piensan: reproducen. No crean: copian. Pobre Benfica, pobre fútbol, pobre de mí. Cuando se acaben los técnicos y regresen los eufóricos que entran con pantalones cortos a por todas, sin trabajo ni paciencia ni presión alta ni líneas de pase, yo volveré. Con bufanda, bandera y gorra, abrazando a desconocidos en las gradas, y regresaré a casa haciendo florituras porque yo también seré el que habrá metido el gol. Escribo goal como lo escribiría Paulo Mendes Campos. En su homenaje, por haber llamado a Didi cosa mental. En la época en que el guardameta era un solitario bajo tres estacas, y veinte locos me arrebataban. Dios sería mi amigo y ya va siendo hora de mostrar que es mi amigo, si hiciese nacer a Coluna otra vez.

António Lobo Antunes, escritor portugués