domingo, enero 27, 2008

EL BARCELONA DE CRUYFF por Santiago Segurola

Termina la maravillosa serie de artículos que Santiago Segurola ha dedicado a su "Top Ten" de equipos en la historia, como ya se advirtió, todas eran susceptibles de ser robadas para publicarlas aquí. El robo se ha consumado y yo, al menos, lo he disfrutado.



Una fecha suele pasar inadvertida en la fastuosa trayectoria de Johan Cruyff en el Barça. Había más críticos que aduladores aquel 5 de abril de 1990. El Barça se enfrentaba al Madrid en la final de Copa y Cruyff atravesaba una situación crítica en el club. El presidente Núñez había contactado con César Luis Menotti para ofrecerle la dirección del equipo. Cruyff estaba a punto de concluir su contrato de dos años, en medio de un ambiente tan cargado como la tormenta que azotaba Valencia, escenario de la final. La temporada se había apretado para favorecer la preparación del Mundial de Italia, donde se esperaba una buena actuación de la selección española. Hay cosas que no cambian. La selección estaba integrada por una abundante mayoría de jugadores del Real Madrid, que se dirigía como un tiro a por el quinto título consecutivo de Liga. El Madrid dominaba el campeonato con más facilidad que nunca. Su producción goleadora mejoraba todos los registros conocidos. Hugo Sánchez anotaba una media de un gol por partido, la Quinta del Buitre había alcanzado la cumbre de la celebridad y sólo las discrepancias entre Ramón Mendoza, presidente del Real Madrid, y Martín Vázquez ensombrecían la felicidad en el madridismo. El Barça vivía con las frustraciones de costumbre. Desde 1960, sólo había ganado dos Ligas (1973-74, 1984-85), cifra asombrosamente exigua para un club con un potencial enorme. En ese mismo periodo, el Atlético de Madrid había obtenido más campeonatos. Más sorprendente eran los cuatro títulos del Athletic y la Real Sociedad en los años ochenta.
El Barça parecía destinado a una amargura perpetua, sometido a toda clase de incertidumbres. Por el club habían pasado las mayores estrellas del planeta, con Cruyff, Maradona y Schuster a la cabeza, y los entrenadores más prestigiosos de su tiempo: Rinus Michels, Weissweiler, Menotti, Venables y hasta el último Helenio Herrera. Nada funcionó como debía. Al Barça le faltaba identidad. Viraba de ruta continuamente y disfrutaba de un insano victimismo. Una presión de proporciones atómicas no ayudaba a mejorar las cosas. Los malos resultados eran proporcionales al desaliento general. En la temporada 87-88, era frecuente ver el Camp Nou casi vacío. Sólo 30.000 persones tenían el humor de acudir a uno de los templos sagrados del fútbol. Lo que ahora parece irreal era tan cierto como la desesperada situación de Cruyff aquel 5 de abril de 1990.

Cruyff fue contratado en el verano de 1988. El Barça acababa de padecer una de las peores crisis de su historia. El trauma de la derrota en la final de la Copa de Europa de 1986 había destruido el club. El motín de los jugadores contra el presidente Núñez superaba todas las fronteras conocidas del desconcierto. El fichaje de Cruyff se antojaba como la última bala de un presidente que se había caracterizado por el populismo. En el primer Núñez se apreciaba la semilla de los dirigentes que harían furor en los años noventa. Como tantas otras estrellas, Cruyff había abandonado el Barça entre críticas, pero su inolvidable primera temporada le acreditaba por encima de cualquier rechazo. En 1973, el Barça voló tras la llegada del astro holandés. El 0-5 en el Bernabéu fue la cima simbólica, aunque no el mejor partido, de aquel equipo. Sólo por ese capital, Cruyff tenía más galones que nadie en el barcelonismo. Núñez lo sabía y le fichó. Cuestión de supervivencia.

Sin embargo, no hay mito que aguante una saga de derrotas. En su primera temporada, el Barça ganó la Recopa de Europa, sin saber que la victoria frente al Sampdoria sería el anticipo de otra más aclamada, tres años más tarde. Pero la Recopa era caza menor. El equipo hegemónico no era otro que el Real Madrid. La segunda temporada tampoco ayudaba a la causa de Cruyff. Descolgado en la Liga, sólo le quedaba la oportunidad en la final de Copa, no tanto porque el título pudiera saciar al barcelonismo como por el significado de una victoria sobre su gran adversario. Eran pocos los que apreciaban la profunda transformación que había comenzado el técnico holandés. No resultaba fácil adivinar el impacto de un hombre que traía un modelo tan peculiar como atrevido. En un país apasionado por el fútbol, pero poco abierto en aquellos días al debate técnico, las cualidades de los entrenadores se identificaban más con las relaciones públicas que con su verdadera aportación al juego. Fue luego, en la década siguiente, cuando emergió una nueva generación de entrenadores españoles, en buena medida por el efecto que tuvo el Milan de Sacchi y el Barça de Cruyff en los aficionados. De repente, se generó una fascinación por los recovecos del juego que prendió entre los jóvenes preparadores. Pero a finales de los ochenta el panorama era muy diferente. Los mejores equipos españoles estaban dirigidos por técnicos extranjeros. Entre todos ellos, Cruyff parecía un enigma.

Desde su etapa juvenil en el Ajax, Cruyff había sido un jugador con opiniones propias. Nunca pensó como los demás. Su relación con Rinus Michels se estableció a partir de un proceso intelectual. Los dos tenían algo de visionarios en un equipo que marcó una época en el fútbol. Y la marcó desde la nada. En términos casi religiosos, el Ajax significó una reforma total contra el dogma del catenaccio que prevalecía en la década de los sesenta. Y Cruyff era el profeta de una nueva religión futbolística. Su aproximación al juego se relacionaba con la belleza, la arquitectura espacial del fútbol, la voluntad de ataque, la precisión, la velocidad, la técnica, la cohesión colectiva y el deseo de trascender el resultado. “Me gusta ganar jugando bien. Y si pierdo, prefiero hacerlo jugando bien”, comentaba Cruyff. No había nacido para el aburrimiento. Como entrenador demostró inmediatamente la coherencia y la altura de sus ideas. Restauró al Ajax como uno de los equipos más atractivos de Europa y estableció un ideario que fue la envidia del fútbol mundial. Jóvenes jugadores como Van Basten, Rijkaard o Bergkamp se adiestraron con el magisterio de Cruyff, uno de los escasos ejemplos donde la importancia como entrenador iguala o supera al legado como futbolista. Y eso no es nada fácil con un hombre considerado como uno de los cuatro mejores jugadores de la historia.

Todo lo que hoy se celebra en Cruyff no parecía tan claro en sus dos primeras temporadas en el Barça. Buena parte de la prensa no entendía su mensaje futbolístico. Se le consideraba más loco que osado, más irresponsable que sensato, más incomprensible que didáctico, más perdedor que victorioso (nunca ganó la Liga como técnico del Ajax), más ególatra que entrenador. Sin embargo, la revolución había comenzado. Aunque el Milan de Sacchi, y de sus tres holandeses, trataba de imponer su excepción al modelo característico en aquellos tiempos, el 5-3-2 con libre y carrileros pelmas, nada se podía comparar al Barça que pretendía Cruyff, donde regresaban los extremos como piezas fundamentales. Extremos insospechados muchas veces. A Cruyff le resultaba más importante la función que el órgano. Si esta cuestión significaba colocar a Lineker, un rematador y nada más que un rematador, o a Julio Salinas como extremo derecha, la decisión estaba tomada: los dos se iban a la raya derecha. Lo importante era ganar espacios, abrir las defensas, disponer de la pelota como estrategia ofensiva y defensiva, abrumar al adversario con un juego rápido, donde todos los jugadores conocieran exactamente su función, donde cada uno expresara sus mejores cualidades por raras que parecieran.

El trabajo de Cruyff no fue sencillo porque los resultados no funcionaban y por la enorme cantidad de prejuicios que pesaban en el fútbol. En un medio que favorecía el discurso defensivo, las ideas del técnico holandés se interpretaban como una chaladura. Donde todos añadían defensas (dos centrales, un líbero, dos laterales con el adjetivo de carrileros y un medio tapón), Cruyff agregaba delanteros o jugadores con una vocación ofensiva. No pocas veces utilizó sólo tres defensas y siempre definió el juego con un medio centro creativo, primero Luis Milla, luego Pep Guardiola. Los dos extremos eran obligatorios. Sólo los quería para los últimos 20 metros, como al delantero centro. No los quería para trabajos que luego repercutían en su eficacia. No los quería para defender. También era asombrosa su selección de jugadores. Comenzaba por una confianza absoluta en la creación de especialistas. Para eso estaba la cantera. Tenía ventajas indiscutibles que tardaron mucho en observarse: el sistema de producción de la cantera aseguraba un tipo de jugador a la carta, saneaba la economía del club y establecía un magnífico vínculo con el entorno social. Cuando Cruyff llegó al Barça, el equipo estaba prácticamente integrado por jugadores forjados fuera de la cantera azulgrana. Cuando dejó el club, una parte sustancial del equipo procedía de las categorías inferiores: Guardiola, Amor, Sergi, Ferrer y varios futbolistas notables, pero de menos éxito.

En lo que parecía un atrevimiento descabellado, su equipo rompía muchas normas presuntamente sagradas. Ferrer y Sergi no llegaban al 1,70. Koeman, quizá el jugador más importante de la ‘era Cruyff’, era un armario que jugaba sin red de seguridad en el centro de la defensa. Un chico flaco que no podía correr, ni saltar, oficiaba de medio centro: era Guardiola. Laudrup fue rescatado del fútbol italiano, donde no se tuvo ninguna consideración por sus habilidades, y deslumbró como extremo o como delantero centro falso, aunque no pudiera quitar la pelota a nadie. Más tarde llegó Romario, un gordito que estaba en las antípodas de los arietes al uso. Pero Cruyff quería divertirse. Y Romario, cuando le apetecía, era la diversión asegurada. Stoichkov venía del incierto fútbol del Este. Era arrogante, rápido y poderoso. Quería jugar suelto. Cruyff le ubicó como extremo a palo seco. A Beguiristain, también, aunque no era tan rápido, ni tampoco se caracterizaba como regateador. A Beguiristain le caracteriza su astucia. Eusebio era tan pequeño como los otros. Tampoco impresionaba por su rapidez. Todo lo contrario. Excepto para pensar y pasar. Para eso era un rayo. Ni Amor, ni Bakero, se distinguían por su presencia atlética, pero eran listos, competitivos y abnegados. Como ocurrió con Hugo Sánchez, cuesta recordar un regate de Bakero en toda su trayectoria en el Barça. Lo que se recuerda es su juego a un toque y sus vertiginosas incorporaciones al área, donde le salía el rematador que llevaba dentro. En conjunto, ése fue el Barça glorioso de Cruyff, no el de aquella tarde de abril de 1990, cuando su futuro se cuestionaba en todos los corrillos y Menotti esperaba la llamada definitiva.

El Barça ganó la final (2-0). El Madrid conquistó la Liga. La victoria permitió a Cruyff continuar al frente del equipo. El Madrid no volvió a ganar el campeonato hasta la temporada 94-95. El Barça conquistó cuatro títulos consecutivos de Liga y la Copa de Europa que tanto se le había resistido. Esos son datos que avalan la superlativa carrera de Cruyff al frente de un equipo glorioso. Sólo datos. Lo fundamental tiene un carácter más profundo: el Barça torció su historia de lamentaciones y se convirtió en el equipo chic, quizá la gran referencia del fútbol mundial. A Cruyff le corresponde todo el mérito de la transformación. Contestó a quienes le cuestionaban con una saga impresionante de victorias. Respondió a quienes predicaban el fútbol defensivo con una de las apuestas ofensivas más clamorosas que se recuerdan. Devolvió todo el placer de la belleza al fútbol. Negó otra falacia: el deterioro del vigor competitivo por la belleza. Demostró el crucial valor de la cantera. Divirtió a todos, hinchas o no del Barça. Su grandeza fue universal. Pero su legado no terminó con él. El mismo club que sólo había obtenido dos Ligas entre 1960 y 1990 y que jamás había logrado la Copa de Europa, ha ganado dos finales de la Liga de Campeones y ocho de los últimos 17 campeonatos nacionales. Todos con entrenadores holandeses. Es, sin duda, la edad de oro del Barça. Detrás hay una figura apoteósica: la de Johan Cruyff.

domingo, enero 20, 2008

FRANCIA (78-86), LOS CARTESIANOS DEL MEDIO CAMPO por Santiago Segurola

La relación de Francia con el fútbol se ha movido de forma pendular. A momentos de fulgor, como su actuación en el Mundial de Suecia 58, siguieron años sin interés. Ningún equipo francés tuvo protagonismo en el década de los sesenta. Entre 1958 y 1978, Francia sólo participó en la Copa del Mundo que se disputó en Inglaterra, donde su participación fue anecdótica. Fue eliminada en la primera ronda. Tampoco hubo jugadores relevantes en aquel periodo. El país de Kopa, Vincent y Fontaine se sentía más atraído por el ciclismo o el rugby, el juego de la Francia profunda. Sin embargo, a mediados de los años setenta se produjo una renovación generacional, donde la pequeña ciudad de Saint Etienne tuvo un papel fundamental. Si Marsella era la ciudad enloquecida por el fútbol, Saint Etienne tenía la llave del futuro. El fútbol volvía a sus orígenes: la clase obrera tomó la bandera del fútbol en una ciudad orgullosa de su equipo. Se sentía representada por los verts, que comenzaron a progresar en la escala jerárquica del fútbol europeo. En aquel pequeño equipo se incubó el embrión del despegue francés.

En Nancy, al norte de Francia, el fútbol también era el pasatiempo preferido de mineros y emigrantes italianos o polacos. La deuda con ellos venía de lejos. Kopa, hijo de mineros, se apellidaba Kopazewski. Era uno de los muchos polacos que dieron gloria al fútbol francés. Michel Platini nació en Joeuf, pueblo cercano a Nancy, en una familia originaria del Piamonte italiano. Debutó con 17 años en el Nancy y se convirtió muy pronto en una celebridad. Por aquella época, el Saint Etienne reunió un excelente grupo de futbolistas: Janvion, Bathenay, López, Larque, Rocheteau y Sarramagna, entre otros. Francia necesitaba una referencia internacional. La encontró en los verts, que disputaron la final de la Copa de Europa frente al Bayern, en 1976. Mereció la victoria el Saint Etienne, pero ganó el equipo alemán. Era una especie de ley no escrita.

Platini fichó por el Saint Etienne y Francia acudió a los Mundiales de Argentina. Fue el inicio de un ciclo que despertó la admiración de los aficionados europeos. Durante ocho años, la selección francesa se distinguió por un fútbol elegante donde no faltaba el vigor de atletas como Janvion o Tresor. Pero en el recuerdo queda el ingenio y la clase de sus centrocampistas. La memoria del fútbol es selectiva. Se recuerdan unas pocas alineaciones y algunos nombres asociados a la perfección. Tigana, Giresse y Platini son nombre imborrables para los aficionados. Ellos definieron el juego de Francia en los años ochenta. A su alrededor, una buena defensa y una delantera más sutil que poderosa: el pequeño Lacombe y Rocheteau, que nunca alcanzó el nivel de sus primeros días en el Saint Etienne. Una gravísima lesión rebajó sus registros, aunque fue un habitual de la selección francesa.

Francia fue la alternativa más consistente a la hegemonía de Italia y Alemania en los primeros años ochenta. El equipo estaba dirigido por Michel Hidalgo, un entrenador juicioso, amable, querido por los jugadores y los aficionados. Elegía a los mejores y sacaba de ellos su mejor rendimiento. En eso consiste la labor de un buen entrenador. Platini dirigía el juego sin alardes imperiales. Era la estrella, pero su confianza en Tigana y Giresse era absoluta. Tigana jugaba como pivote central y se ganó fama de defensivo, pero en cualquier zona del campo era un jugadorazo. Elástico, con una zancada elegante que le permitía conducir la pelota como la seda, dispuesto a asociarse con cualquiera que encontrara por el camino, Tigana era un secreto a voces, el corazón del equipo. El diminuto Giresse escondía un motor considerable y un repertorio enorme de recursos técnicos. Jugaba en corto y en largo, sacaba un buen partido de su habilidad y marcaba goles con frecuencia. Preciso rematador, intuitivo en el área, Giresse acompañaba en todo el campo.

Platini tenía la mejor guardia posible, jugadores que entendían su cartesiano juego a la primera. Platini era un armador inigualable y un finalizador temible. Se dijo que era el nueve y medio por excelencia, un delantero camuflado en la línea de tres cuartos, desde donde elegía la manera de destrozar al rival. Hizo de la pared un arma letal. Quien quiera ver su eficacia en este arte, puede ver su colección de paredes en la Juve, donde el polaco Boniek fue su socio principal. Después de la pared, venía la definición. Ahí, Platini era Romario. Elegía los rincones como nadie. Como lanzador de faltas, encontró pocos iguales. Ese jugador formidable tenía una estampa nada imponente. Parecía fatigado, a punto del abandono, con las medias bajadas y un aire de jugador superado por el esfuerzo. Falso. Platini manejaba los partidos con un autoridad imperial y jamás puso en duda su liderazgo, tanto en la selección francesa como en la Juve.

miércoles, enero 16, 2008

ENTERRAD MI CORAZÓN EN RIAZOR por Manuel Rivas

Hoy rompo una lanza en favor del Deportivo, ahora que corren tiempos más que difíciles. Recupero un viejo artículo de Manuel Rivas escrito después del maravilloso partido de Champions disputado el 7 de abril de 2001 entre el Deportivo y el Paris Sant Germain.

Estaba de viaje. El taxista, cosa extraña, llevaba la radio apagada. Fue quizá ese silencio, y el braceo galaico del limpiaparabrisas bajo la lluvia, el que me hizo conectar la memoria con el departamento de Asuntos Pendientes. Le pregunto entonces al silencioso conductor si sabía cómo había quedado el Deportivo. '¿Es usted gallego?' Sí, de Coruña. '¿Y no ha visto este partido?'. Había enfatizado el este; como si fuera la primera vez en su vida que usaba tal herramienta al hablar. Tenía que haber ocurrido algo muy extraño en Riazor. No, musité intimidado. No lo he visto. Por eso le pregunto. Y el conductor frenó el coche como un gaucho su caballo y me clavó la mirada como quien mira no a un hombre solo sino a sólo medio hombre: 'Pues no tiene usted perdón de Dios'.

El Deportivo-Paris Saint Germain fue una película. No lo digo como recurso retórico. En la noche del miércoles, después de ver la repetición del partido por La 2, en la habitación del hotel, caí en la cuenta que lo que había visto en realidad era una de John Ford. Lo ocurrido en Riazor era, al tiempo, un rodaje y una proyección. La pantalla del televisor nos permite ahora desmenuzar la perfecta estructura fílmica del encuentro. Su carácter de odisea en un escenario límite del Oeste. Una primera parte de tempestad, de adversidades impías, de penalidades sin cuento. A punto de sucumbir, la aparición de un factor que desafía el infortunio y da paso, con acción trepidante, al desmontaje de la fatalidad y a un final feliz e inesperado.

El elemento providencial en este filme fue la cabeza de Pandiani. En un pub del barrio londinense de Kilburn hay en la pared una leyenda que reza: 'Tenía una mente privilegiada para el fútbol, pero las ideas no le llegaban a los pies'. Pandiani demostró que, también en el fútbol, el lugar más cercano a las ideas es la cabeza. Y no había tiempo que perder esperando que llegasen al dedo gordo.

Los primeros planos mostraban la veracidad del cuerpo a cuerpo, sangre y barro en las rodillas, eso que distinguirá siempre al fútbol de otros deportes de inmaculada concepción. El filósofo Sartre, que era de París y tomaba café en Saint Germain, dijo en una ocasión: 'El fútbol tiene un problema y es que el equipo contrario existe'. Con el Deportivo sucede justo al revés. Juega bien gracias al problema, a la existencia del contrario. El Deportivo se complica la vida cuando cree que juega contra el Destino, ese ente invisible, pero hace maravillas cuando descubre al adversario. En los partidos contra el Destino, el Deportivo se obsesiona tanto con la portería que sólo ve los palos y todos los balones van al larguero. Empieza a meter goles cuando divisa a un tipo en la portería. Al adelantarse con tres goles, los parisinos ya no podían disimular. Existían. Iban a vencer. Y el Deportivo se puso entonces a las órdenes de John Ford. Cada jugador parecía decir: 'Enterrad mi corazón en Riazor'.

Al igual que hay una psicología del paisaje, hay una psicología de los campos de fútbol. Estadios o recintos modestos, algo va quedando de tanto sentimiento, por más que a veces nos parezca absurdo. Riazor es un estadio marino. Un sedimento de memorias mecidas por el mar, con sus naufragios, luchas por la supervivencia y felices arribadas. Lo de la noche del miércoles fue una heroica travesía a contraviento. Después de esto, Riazor debería aparecer en la cartografía náutica como la isla donde se reinventó el fútbol una noche de tempestad del año 2001.

Manuel Rivas es escritor

viernes, enero 11, 2008

GARRINCHA por Eduardo Galeano



Alguno de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un pajarito inútil y feo. Cuando empezó a jugar al futbol, los médicos le hicieron la cruz, diagnosticaron que nunca llegará a ser un deportista este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo lado.

Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor de su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha fue mas: él fue el hombre que dio mas alegrias en toda la historia del fútbol.

Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo, la pelota un bicho amaestrado, el partido, una invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente; él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. Garrincha ejercía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro; criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él; el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada.

¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo.

Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.

Eduardo Galeano es escritor uruguayo

domingo, enero 06, 2008

EL MADRID DE LA 'LA QUINTA' por Santiago Segurola

Despedida de Emilio Butragueño. El último vuelo

Las noticias llegaron a través de Julio César Iglesias y el artículo que despertó la fiebre por unos muchachos desconocidos. Se titulaba “Amancio y la quinta del Buitre”, apareció en noviembre de 1983 en las páginas de deportes de El País y las consecuencias fueron inmediatas. Días después, dos juveniles del Real Madrid debutaban en Murcia. Eran Sanchis, hijo del defensa internacional que ganó la Copa de Europa en 1966 y participó en el Mundial de Inglaterra, y Martín Vázquez, un centrocampista con todos los recursos técnicos imaginables. Como suele suceder en el periodismo, el célebre reportaje de Julio César Iglesias se publicó casi por casualidad, con un título diferente y peor que el original, cuyo enunciado decía simplemente: “La quinta del Buitre”. Pero no era fácil defender una página dedicada a unos juveniles de los que apenas nadie tenía noticias. Se agregó la figura de Amancio, entrenador del Castilla en aquellos días, para dar un aire de formalidad a una historia que cautivó a los lectores y a los aficionados al fútbol. Si la profecía de Julio César Iglesias tenía sentido, aquel grupo de jugadores harían historia. La hicieron.


El título era genial por descarado y ambiguo. Julio César Iglesias se refería al clan generacional que formaban cinco juveniles y a la quinta velocidad de un curioso delantero, de apellido Butragueño, apodado El Buitre instantáneamente por los compañeros y los aficionados. El Buitre era el eje de una historia coral que incluía a otros cuatro futbolistas: Sanchis, Martín Vázquez, Pardeza y Michel. Todos menos Butragueño habían destacado por su precocidad. Entre todos ellos ninguno había sobresalido tanto como Pardeza, un chico de Huelva que destrozaba a los rivales con una rara mezcla de potencia, habilidad y picardía. Su temprano desarrollo físico le facilitaba el trabajo. Más tarde sería el único que no encontraría un puesto fijo entre los titulares del Madrid. “No puedo luchar contra un mito”, confesó después de su traspaso al Zaragoza. El mito era Butragueñó, El Buitre.


Alfredo Di Stéfano dirigía al Madrid en aquellos momentos. Lejos de molestarse por el elogioso perfil de Julio César Iglesias, el técnico convocó en los meses siguientes a todos los integrantes de la Quinta, excepto a Michel, que se incorporó en el verano de 1984, con Amancio al frente del Real Madrid. El éxito de la Quinta fue tan rápido como abrumador. En el Bernabéu se congregaron 65.000 personas para presenciar el partido entre el Castilla y el Bilbao Athletic, que se disputaban el liderato en Segunda División. Un clamor de cambio de apoderó del Madrid. Di Stéfano lo entendió perfectamente. Tres años después, el Madrid ganó la Liga después de cinco años de sequía. Comenzó una arrolladora marcha por el campeonato. El Madrid conquistó cinco campeonatos sucesivos con un fútbol brillante, caracterizado por un poderío goleador que no encontró respuesta en España.


La Quinta dio nombre a una época, pero en aquel equipo se concentró una amplia nómina de estrellas. Gallego se había establecido como titular de la selección española. Gordillo llegó del Betis para conquistar la banda izquierda con su incansable contribución. Jorge Valdano venía del Zaragoza, donde había completado unas excelentes temporadas, Jankovic, un desconocido yugoslavo, dictó brevemente su magisterio en el medio campo. Una grave lesión quebró su carrera. Ingresó Bernd Schuster, procedente del Barça, el medio centro perfecto. Con Schuster al mando de las operaciones, el Madrid marcó 106 goles en la temporada 89-90, récord del fútbol español. Hugo Sánchez marcó 38 tantos aquel año, todos a un toque, proeza que explica la inteligencia de un delantero centro que convirtió hizo un arte del remate y el desmarque. Hugo Sánchez no sólo era mortífero: su ambición competitiva no tenía límites. En aquel equipo, jugadores como Chendo no merecían el crédito debido. Lateral potente, casi insuperable en el mano a mano, con una respuesta eléctrica a las situaciones de emergencia, Chendo era un gran especialista defensivo en un equipo de artistas.


El Madrid de la Quinta emergió como un acontecimiento social y deportivo en España. Se vivían tiempos de cambio y aquellos jóvenes futbolistas representaban a una nueva generación, Alrededor de la movida y de la Quinta del Buitre, Madrid recuperó su vigor anímico. Los protagonistas eran más ajenos a las consecuencias de lo que se pretendía, aunque su trascendencia social les colocó en una posición delicada. Convertidos en constante foco noticioso, el grupo se convirtió en una coartada para todo. Emergieron los críticos, encontraron defensores y el fútbol atendió a esa costumbre tan española de la división. Se dice que el Madrid no ganó la Copa de Europa, demérito que por lo visto inhabilita a aquel equipo para obtener el reconocimiento que merece. La irrupción del formidable Milan de Sacchi impidió la conquista del grial madridista, pero sólo ahora se valora la importancia de los cinco títulos de Liga consecutivos. Nadie acudía a la Cibeles para celebrarlos.


La Quinta articuló a un gran equipo, capaz de jugar con brillantez durante un largo periodo. Esa consistencia es otro mérito poco analizado. En buena parte, el éxito se relacionó con un hecho infrecuente. Es muy extraño encontrar un grupo de juveniles tan exquisito y complementario. Sanchis, que tenía alma de goleador, se retrasó del medio campo a la defensa, donde permaneció hasta la conquista de la octava Copa de Europa. Michel tenía vocación de director, pero desde el principio funcionó como un fantástico suministrador de juego desde el ala derecha. Martín Vázquez se ganó definitivamente la titularidad tras la baja de Valdano. Su consagración en la temporada 89-90 significó también el final de la Quinta. Abandonó el Madrid y fichó por el Torino. El Madrid no volvería a ganar la Liga hasta la temporada 94-95. Curiosamente, ese año Martín Vázquez regresó al club.


El clamor en torno a Butragueño se rebajó en la segunda parte de su trayectoria. Le salieron críticos y no pocos consideraron que era un jugador menor. Todo lo contrario. Mientras mantuvo su punta de velocidad, Butragueño no solo fue el compañero ideal de Hugo Sánchez, sino el delantero que aclaraba las jugadas por su facilidad para asociarse con los futbolistas de ataque. Para proteger su liviano físico, jugaba a un toque y tiraba paredes fuera del área. La posibilidad del penalti le protegía en el área, y allí se caracterizó por la frialdad para tomar decisiones. No era especialmente rápido, pero su primer paso causaba muchos problemas a los centrales. No tenía remate de media distancia, pero dentro del área tenía mano de cirujano. A sus buenos desmarques añadía la facilidad para colocar la pelota en los rincones de la portería. Marcó muchos y buenos goles, fue una celebridad nacional y completó una excelente trayectoria en un gran Real Madrid, el que mejor ha jugado en los últimos 40 años. Ese equipo recuperó para la Liga española el gusto por la exquisitez, por el compromiso con la belleza, con una idea que ahora parece natural en la Liga española, pero que de ninguna manera era predominante en los años ochenta. En el Madrid de la Quinta se encuentra la piedra fundacional de una manera de interpretar el juego que continuaría el magnífico Barça de Cruyff.