lunes, septiembre 29, 2008

UNA DIVERGENCIA FILOSÓFICA por Enric González


Aristóteles no se dedicó, por fortuna, a la crónica futbolística: habría fracasado miserablemente. Aristóteles pensaba que la realidad es obvia, porque la tenemos ante nuestros ojos y podemos verificarla de forma empírica. Según Platón, por el contrario, lo que vemos es sólo apariencia, una deformación de las ideas abstractas que constituyen la auténtica realidad.
No hay mucho que discutir: Platón tenía razón. Pongan frente a frente a un culé y un periquito y háganles hablar del partido del sábado. ¿Realidad? ¿Qué realidad?

La continua colisión de pseudorealidades ha generado, desde siempre, interesantísimos debates intelectuales. En la ingente producción metafísica del fútbol español existe un episodio clásico, aunque poco conocido, que vale la pena rescatar.

El 19 de enero de 1964, CE Tortosa y CE Sabadell, líder de la categoría, disputan un partido de la Tercera División. Ganan los tortosinos, locales, por 3-1.

El 21 de enero, en el periódico Sabadell, el periodista José Cabeza ofrece su visión de los hechos. Tras referirse al público de Tortosa, "que conserva el criterio del aficionado del Paleolítico", califica al "colegiado de turno" de "gran vencedor", por su "impecable manera de darle la vuelta al marcador mediante el sencillo expediente de señalar dos absurdos penaltis contra el equipo arlequinado", después de que éste se adelantara en el marcador. Un nuevo repaso por la vía shakespeariana a "los públicos de la ribera del Ebro, un asunto que, como diría el príncipe de Dinamarca, huele a podrido", una nueva referencia al "fanatismo troglodita" en las gradas y al "coaccionado colegiado", y un suspiro: "Al menos esta temporada no hay que volver".

El mismo 21 de enero, en La Voz del Bajo Ebro, una crónica firmada por Arxhivero habla del mismo partido, pero desde otra galaxia mental, próxima al mecanicismo y por tanto antiplatónica: "El triunfo del Tortosa sobre el líder se basó en un concepto exacto, fue un triunfo forjado en la técnica y la concepción estratégica". El Tortosa "acabó por arrollar al líder" y fue "el indiscutible merecedor de la victoria con dos penaltis claros a su favor". El árbitro, correcto, salvo por un lunar: el gol del Sabadell fue ilegal, por "haber levantado el linier la bandera, señalando fuera de juego del arlequinado".

Las autoridades franquistas consideraron potencialmente peligrosas las divergencias filosóficas entre Cabeza y Arxhivero. El 24 de enero, el Ayuntamiento de Tortosa encarga a sus servicios jurídicos que estudien si el platonismo sabadellense constituye "materia delictiva". El director de Sabadell, José Palau, que no desea judicializar una simple polémica intelectual, intenta conciliar posiciones ante el Ministerio de Información y Turismo, pero aprovecha para resaltar ciertas hipótesis adicionales sobre el público tortosino, "el cual, no contento con agredir incluso a las señoras, se ensañaron [audaz desdoblamiento sintáctico] reventando neumáticos de los coches de los visitantes".
El 28 de enero, La Voz del Bajo Ebro critica las tesis "confusionistas" de la escuela platónica sabadellense y, como cierre del debate, formula una interesante apelación al relativismo, que trasciende a Platón y nos lleva al menos hasta Spengler, si no al mismísimo Wittgenstein: "¿Que hubo pasión en el ambiente? De acuerdo. ¿Acaso no es ello natural?".
Nota del autor: Este artículo se ha confeccionado con los materiales de la época, recopilados por el periodista Pere Font

lunes, septiembre 22, 2008

EL HOMBRE QUE PREFERÍA LA LLUVÍA por Enric González

Yo sólo conocía su nombre por el estadio del Kaiserslautern, donde una vez me hizo feliz mi equipo, allá por el año 1995. Es lo que tenemos los modestos, que somos felices con muy poco.




Franz Beckenbauer sólo aparca su arrogancia cuando menciona a Fritz Walter. Esas son palabras mayores: Fritz Walter.

Beckenbauer, por entonces capitán de la selección alemana, invocó al mito el 3 de julio de 1974, minutos antes de que comenzara la semifinal contra Polonia. Puede parecer curioso, pero los alemanes temían más a los rapidísimos polacos que a los holandeses de Cruyff. Diluviaba sobre Frankfurt y parecía obvio hablar de Walter: decir “hace tiempo de Fritz Walter”, en alemán, significa que llueve. Pero había mucho más. Se cumplían casi exactamente 20 años de la final de Berna, y Fritz Walter, el campeón más grande, iba a ver el partido. Beckenbauer reunió a sus compañeros y les habló de Fritz Walter.

Fue un futbolista excepcional, una fiera en cualquier zona del campo. Un Di Stefano, según quienes le vieron. Fue el hombre que dio a Alemania la Copa del Mundo de 1954, con aquella increíble final de Berna contra la gran Hungría. Llovía en Berna, y eso, evidentemente, ayudó.
Pero la grandeza de Fritz Walter superó una simple final, o una simple carrera deportiva. Fue la grandeza de una vida extraordinaria.

Debutó con el Kaiserslautern, el equipo de su ciudad, a los 17 años. A los 19, en 1940, vistió la camiseta internacional en un encuentro amistoso contra Rumanía. Ya había estallado la guerra y la Alemania nazi organizaba partidos con sus aliados. Luego se acabó el fútbol. Fritz Walter fue reclutado, asignado a las fuerzas paracaidistas y lanzado sobre la frontera entre Hungría y Eslovaquia. Le hicieron prisionero y le internaron en un campo de concentración, donde contrajo la malaria. Esa es la razón, bien conocida, de que no pudiera soportar el calor del sol (le subía la fiebre) y prefiriera la lluvia.

Durante el cautiverio, jugó algún partidillo de fútbol con los guardianes húngaros. Cuando llegaron los rusos, para llevarse a los alemanes a un gulag soviético, los guardianes afirmaron que Walter era austríaco. Y le salvaron la vida. Volvió a su país, volvió al fútbol, dio dos ligas (1951 y 1953) al Kaiserslautern y capitaneó la selección de 1954. Venció a los húngaros, pero no les olvidó.

Dos años después, en 1956, los tanques soviéticos tomaron Hungría mientras la selección andaba de gira. Los jugadores se negaron a volver, e iniciaron un triste peregrinaje por Europa occidental: Puskas, Czibor, Kocsis, Hidegkuti y compañía se convirtieron en los Globetrotters del fútbol de posguerra. ¿Saben quién les organizaba amistosos y les prestaba dinero? Fritz Walter, que con casi 40 años seguía siendo el capitán del Kaiserslautern y de Alemania.

Después de la retirada, sin apenas ahorros, declinó las ofertas para convertirse en técnico o directivo. Eligió trabajar en la rehabilitación de presos. Poco antes de morir, en 2002, afirmó que su vida había sido “absolutamente feliz”.


Piensen, por favor, en Fritz Walter cuando llueva sobre el césped. O cuando un futbolista multimillonario se queje por cualquier cosa.

lunes, septiembre 15, 2008

EL MITO DEL CAMPESINO CANIJO por Enric González

Parece que se confirma una buena noticia, Enric González tendrá todos los lunes en la sección de Deportes de El País una columna llamada 'Cenizas de fútbol'. Hoy la segunda.



¿Quieren saber la verdad? Muy pocos equipos italianos han practicado el catenaccio: Milan e Inter, a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. El carácter defensivo y oportunista que solemos atribuir al calcio es sólo un mito. El problema de los mitos (nacionales, deportivos, o de cualquier fenómeno social que requiera un sentimiento de eternidad) es que cuesta mucho cambiarlos.

El catenaccio mítico fue inventado por una sola persona. Se llamaba Gianni Brera, vivió entre 1919 y 1992 y fue el mejor periodista deportivo italiano del siglo XX. Era un tipo brillante, atrabiliario, amante de la polémica y decidido a hacerse escuchar. Examinemos ahora las circunstancias en que Brera inventó (alguien tenía que hacerlo) las leyendas fundacionales del calcio.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, Italia se había convertido en una potencia futbolística, tras vencer en los años treinta (con alguna ayudita de Mussolini) dos Mundiales consecutivos. Poquísimas personas vieron jugar a aquella selección encabezada por Meazza, porque no existía la televisión, así que cada uno se hizo su propia idea.

Terminada la contienda, Italia se había hundido en la miseria. El país, vencedor y vencido a la vez (comenzó en un bando y acabó en el otro), estaba físicamente destruido. Pero quedaba el calcio, e Italia tenía todavía el mejor equipo de Europa, el Gran Torino. Entonces, en 1949, ocurrió la tragedia de Superga: el avión que transportaba al Torino se estrelló contra una montaña cercana a Turín. Nadie ni nada sobrevivió. Tocaba comenzar desde cero.

¿Qué hizo Brera? Desarrollar en sus crónicas la teoría de que el calcio debía adaptarse, como antes de la guerra, a las características nacionales. Tales características no existían, pero Brera echó mano de sus prejuicios de campesino lombardo: los italianos eran, proclamó, un pueblo de canijos mal alimentados, incapaces de competir de igual a igual con los chicarrones del norte. Era necesario, por tanto, aprovechar sus virtudes (astucia, realismo, capacidad de adaptación) y crear un sistema de juego más o menos parecido al yudo: que ataquen ellos, y nosotros encontraremos su punto débil. La aparición del catenaccio, inventado en Suiza por un austríaco, coincidió con la campaña de Brera. La teoría racial del campesino canijo y astuto se ensambló enseguida con el sistema del cerrojo.

Las tesis de Brera permitieron que Italia fuera tirando durante largos años de sequía. El periodista se convirtió en la referencia imprescindible del público, adquirió un prestigio descomunal y se dedicó a sentar cátedra desde sus crónicas en La Gazzetta dello Sport. La inmensa mayoría de los italianos se convencieron de que, en efecto, había que apostar por el posibilismo y el oportunismo, y acabaron convenciéndose de que los éxitos internacionales de antes de la guerra habían llegado por esas vías.

Los mitos, sin embargo, son voraces. Y el mismo Brera acabó reducido a la condición de rehén de su peculiar corpus teórico. Cada semana tenía la obligación de ensañarse con los técnicos audaces y con los jugadores creativos. Su víctima preferida era Gianni Rivera, el futbolista más exquisito de los sesenta. Brera le llamaba de todo, porque no se ajustaba al arquetipo del campesino canijo, astuto y propenso a las mezquindades. Para redondear su propio personaje, Brera sólo se trataba con defensas y con técnicos cerrojistas.

Tras la muerte de Brera, ocurrida en un accidente automovilístico, algunos de sus amigos decidieron revelar ciertos hechos ocultos. Y se supo que Brera admiraba profundamente a Gianni Rivera, y que no se perdía ninguno de sus partidos con el Milan. No había podido admitirlo en vida sin abdicar de toda su obra.

Pep Guardiola nació en 1971. Era un bebé cuando Manuel Vázquez Montalbán, en el vacío teórico de la pretransición política, utilizó su inmenso talento para establecer los dos mitos fundacionales de la Cataluña contemporánea: que la izquierda era compatible con el nacionalismo, y que el FC Barcelona representaba, por razones éticas y estéticas, un atributo esencial para una nación sin Estado. Era la época de Cruyff, y Vázquez Montalbán idealizó las características del holandés eximio para reciclarlas como "tradición estética" barcelonista.

Los mitos se interiorizan y se deforman. Hoy, hasta Eto'o parece convencido de que el Barça encarna un tipo inigualable de elegancia, y que los goles en el Camp Nou valen doble si se marcan de tacón y mirando al tendido. Guardiola, un hombre leído, es sin duda consciente de lo mucho que pesan los mitos.

domingo, septiembre 07, 2008

FUTBOLISTA por Manuel Vicent


La imagen del futbolista, que antes sólo aparecía en los cromos y que ahora se ve todos los días en la televisión, queda grabada en la memoria del niño durante muchos años. Para un niño de siete años el futbolista es un hombre muy mayor. En los cromos antiguos, envuelto en un olor a linotipia, el futbolista aparecía con botas muy rudas, los calzones toscos, las rodillas gordas, la camiseta apretada, el cuello con cordoncillos, el escudo del equipo sobre la tetilla izquierda, el rostro muy grave y los brazos cruzados. Alguno llevaba un pañuelo atado en la cabeza. Ninguno sonreía. El niño se hacía adolescente y aquella imagen del futbolista permanecía inmutable. El adolescente se convertía en adulto y en su cerebro llevaba todavía el cromo que había contemplado cuando tenía siete años. El futbolista le seguía pareciendo un hombre muy mayor, aunque él ya era un señor casado y fumaba puros. Cuando la televisión comenzó a retransmitir los partidos, la imagen del futbolista pasó de los cromos a la pantalla. Por primera vez se veía a los jugadores correr detrás del balón, saltar, rematar y abrazarse después del gol. Al espectador, que un día fue niño, aún le parecía que eran unos hombres muy adustos en pantalón corto y el rostro sudado, hasta que un día tuvo una extraña visión que lo dejó perplejo. La revelación se produjo cuando vio a los jugadores vestidos de calle, fuera del cromo, fuera de la pantalla, fuera del campo. De pronto se dio cuenta de que eran realmente unos críos y él tenía ya 40 años. Esa percepción es la primera señal de que la juventud ha terminado, que la madurez ya es inapelable y que uno se está haciendo viejo. Ahora mismo unos niños verán a Casillas o a Torres tan mayores como los de mi generación veíamos a Zarra o a Puchades, como los niños de los años cincuenta del siglo pasado veían a Kubala, a Di Stéfano y luego otros a Pirri, Kempes, Cruyff, Maradona, Zidane y ahora a Cristiano Ronaldo. La imagen de los jugadores de su equipo será un paradigma del tiempo detenido y los niños de hoy crecerán sobre los rostros de esos héroes hasta que descubran que en el césped de los estadios el esplendor de la juventud permanece siempre renovado mientras ellos han envejecido en las gradas.