domingo, julio 31, 2005

HEYSEL, LOS PORQUÉS Y LAS CONSECUENCIAS por John Carlin

La final más irrelevante del fútbol europeo se disputó el 29 de mayo de 1985 en el estadio de Heysel, en Bruselas. La anécdota fue que el Juventus derrotó al Liverpool y se llevó la Copa de Europa. La noticia, que apenas una hora y media antes de que Platini marcara el único gol habían fallecido 39 espectadores, casi todos italianos.

Increíblemente, la UEFA decidió seguir adelante con el partido. Cuando lo más apropiado habría sido olvidar la Copa por un año; reconocer que, a pesar de lo que decía el antiguo entrenador del Liverpool, Bill Shankly, el fútbol no es más importante que la vida o la muerte.
¿Qué pasó aquel día? ¿Por qué ocurrió la tragedia?

Fue, indudablemente, el día más terrible en la lamentable historia del hooliganismo británico. Un pequeño grupo de aficionados del Liverpool vivirá siempre con la memoria de que la catástrofe se debió a ellos. Y la ciudad de Liverpool lo reconoce. Hace pocos años se inició una tradición que se repetirá de ahora en adelante cada 29 de mayo. Las campanas del Ayuntamiento sonaron 39 veces en recuerdo de cada uno de los muertos.

Pero también hubo otros factores para el desastre. Como el comportamiento de algunos de los seguidores italianos y la decisión de disputar un encuentro tan importante en un estadio tan evidentemente inadecuado.

Según la reconstrucción generalmente aceptada de los hechos -lo curioso es que nunca hubo una investigación oficial-, los problemas comenzaron cuando un grupo de aficionados del Juventus lanzaron piedras, latas y misiles de varios tipos a los del Liverpool. Éstos, recordando que ellos habían sido las víctimas de los hooligans italianos en la final del año anterior, en Roma, contraatacaron. Así, cargaron sobre sus agresores, lo que en sí mismo no habría provocado consecuencias tan graves. El problema fue que muchos espectadores de los asientos contiguos, que no tenían nada que ver con la pelea, reaccionaron ante la embestida inglesa de la manera más natural: con pánico. Intentaron huir, pero no había hacia dónde hacerlo. Corrieron hasta un muro de piedra, algunos intentaron escalarlo, se derrumbó y, en el atropello general, murieron los 39.

Catorce aficionados del Liverpool recibieron condenas de tres años de cárcel por homicidio involuntario y Heysel no se volvió a utilizar para partidos de fútbol hasta el Campeonato de Europa de selecciones nacionales, la temporada pasada, tras hacerse amplias obras de reconstrucción.

El fútbol inglés tambien tuvo que sufrir las consecuencias: a sus clubes se les negó por cinco años la participación en las competiciones europeas y al Liverpool, en concreto, por siete. A nadie en Inglaterra le pareció injusta la medida aunque esa época de aislamiento tuvo un impacto nefasto sobre la calidad de su fútbol. Fue como si de repente hubiesen olvidado lo aprendido entre 1977 y 1984, cuando equipos ingleses ganaron siete de las ocho copas de Europa disputadas, y recurrieron al pensamiento único del pelotazo.

Tras la invasión de jugadores extranjeros, el nivel fue mejorando en la Liga inglesa a lo largo de los noventa, a tal grado que ahora conjuntos como el Arsenal, el Leeds, el Manchester United, el Chelsea y el propio Liverpool prometen ofrecer una seria alternativa a la nueva hegemonía española en los próximos años.

Pero la mejor noticia de todas es que los avances en la calidad del fútbol inglés han ido acompañados de un declive en las tendencias hooliganescas de los aficionados. Por algún motivo, aquéllos que siguen a la selección inglesa parecen incapaces de abandonar las viejas costumbres, pero en los últimos años los aficionados de los clubes que compiten en Europa han pasado por Madrid, Barcelona, Milán, Turín y Roma con mucho ruido, pero poca maldad.

Los del Liverpool tienen hoy fama de buenos, de fans ejemplares. Que así siga siendo.

miércoles, julio 13, 2005

SE VENDEN PIERNAS por Eduardo Galeano

Como todos los uruguayos, de niño quise ser futbolista. Por mi absoluta falta de talento, no tuve más remedio que hacerme escritor. Y ojalá pudiera yo, en algún imposible día de gloria, escribir con el coraje de Obdulio, la gracia de Garrincha, la belleza de Pelé y la penetración de Maradona.

En mi país, el fútbol es la única religión sin ateos, y me consta que también la profesan en secreto, a escondidas, cuando nadie los ve, los raros uruguayos que públicamente desprecian el fútbol o lo acusan de todo. La furia de los fiscales enmascara un amor inconfesable. El fútbol tiene la culpa, toda la culpa, y si el fútbol no existiera, seguramente los pobres harían la revolución social y todos los analfabetos serían doctores; pero, en el fondo de su alma, todo uruguayo que se respete termina sucumbiendo, tarde o temprano, a la irresistible tentación del opio de los pueblos.

Y la verdad sea dicha: este hermoso espectáculo, esta fiesta de los ojos, es también un cochino negocio. No hay droga que mueva fortunas tan inmensas en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un buen jugador es una muy valiosa mercancía que se cotiza y se compra y se vende y se presta, según la ley del mercado y la voluntad de los mercaderes.

La ley del mercado, ley del éxito. Hay cada vez menos espacio para la improvisación. Importa el resultado cada vez más, y cada vez menos el arte, y el resulta o es enemigo e riesgo y la aventura. Se juega para ganar o para no perder, y no para gozar la alegría de dar alegría. Año tras año, el fútbol se va enfriando, y el agua en las venas garantiza la eficacia. La pasión de jugar por jugar, la libertad de divertirse y divertir, la diablura inútil y genial, se van convirtiendo en temas de evocación nostalgiosa.

El fútbol suramericano, el que más comete todavía estos pecados de lesa eficiencia. Ley del mercado, ley del más fuerte. En la organización desigual del mundo, el fútbol suramericano es una industria de exportación: produce para otros. Nuestra región cumple funciones de sirvienta del mercado internacional. En el fútbol, como en todo lo demás, nuestros países han perdido el derecho de desarrollarse hacia adentro. No hay más que ver a los seleccionados de Argentina, Brasil y Uruguay en este Mundial de 1990. Los jugadores se conocen en el avión. Solamente un tercio juega en el propio país; los dos tercios restantes han emigrado y pertenecen casi todos a los equipos europeos. El Sur no sólo vende brazos, sino también piernas, piernas de oro, a los grandes centros extranjeros de la sociedad de consumo.

En tiempos de tanta duda, uno sigue creyendo que la Tierra es redonda por lo mucho que se parece al balón que gira mágicamente sobre el césped de los estadios. Pero también el fútbol demuestra que esta Tierra no es muy redonda que digamos.

Eduardo Galeano es escritor uruguayo

domingo, julio 10, 2005

JOAQUÍN, FUEGO VERDE por Julio César Iglesias

Cuando George Best decidió ahogarse en su piscina de ginebra, algunos pesimistas llegamos a pensar que con él se iban para siempre los reflejos verdes que habían iluminado durante diez años todas las calles del fútbol británico, desde Penny Lane hasta Carnaby Street. Aquellos fogonazos irlandeses que deslumbraron a Europa serían un fenómeno sencillamente irrepetible porque, con su elegancia de ciprés y su madera de felino, George era sencillamente inimitable.

La secuencia de su regate nos hacía pensar en la visión atlética de una danza guerrera. Se encaraba con el defensa, aplomaba la figura detrás de la pelota y amagaba un par de fintas de iniciación. Sus gestos, voluntariamente exagerados, parecían una demostración de poderío, pero eran sólo una forma de ocultar la verdadera maniobra. Con tan exuberante preparación no importaban gran cosa los reflejos del defensa de guardia: la arrancada definitiva llegaba siempre por sorpresa.

En el último segundo alargaba el perfil, marcaba los tiempos del recorte y emprendía la aventura. A partir de entonces sus escapadas seguían la misma pauta que los relámpagos; eran la progresión horizontal de una chispa eléctrica.

Con él, como con Mané Garrincha o con Raymond Kopa, siempre tuvimos, pues, la sensación de estar ante ejemplares únicos, exóticos productos de la casualidad que surgían espontáneamente de la selva del juego. O quizá fueran una respuesta de las leyes de la evolución a las nuevas exigencias del estadio: a más velocidad de los galgos, mayor agilidad de la liebre.

De alguna de esas desconocidas reservas del azar y la biología procede Joaquín.

Según su ficha oficial, llegó del Puerto de Santa María, una plaza blanqueada por el salitre en la que los chiquillos hablan del duende como se habla de un familiar y de la que dijo Joselito El Gallo: "Quien no ha visto toros en el Puerto no sabe lo que es un día de toros". En los ídolos locales, ya sean poetas, cantaores, deportistas o toreros, suele haber un destello de sensibilidad que asociamos a la recurrente escuela andaluza. Y el caso es que, por causa desconocida, los jipíos, las medias verónicas, los endecasílabos y los centros al área trazan allí una misma curva sentimental.

Sea por cuna o por inspiración, Joaquín nació a la vez artista y futbolista. No hay más que verle en la Calle 7, mirando fijamente a Roberto Carlos con los ojos de George antes de ponerle un par de banderillas al cuarteo.

Después repite invariablemente el ceremonial: estira el perfil, abre el compás en un sonoro taconazo, encadena su doble zancada lateral y deja sobre la banda derecha el rastro de una violenta línea quebrada.

Sucesor de The Best, es, sin duda, el nuevo rey del zigzag.

martes, julio 05, 2005

EL ARQUITECTO PIRLO

No habla, no se ríe y no entiende los chistes, pero toda la alegría del Milan sale de sus pies. Andrea Pirlo (Brescia, 1979) se ha convertido en la única pieza insustituible en el esquema de Carlo Ancelotti. Durante esta temporada, se ha comprobado que el equipo no funciona cuando él no funciona.

La pirlodependencia milanista es tan profunda que a veces incomoda. El vicepresidente ejecutivo, Adriano Galliani, reconocía durante la temporada que la baja de Pirlo, por una lesión en una rodilla en la semifinal contra el Inter, suponía un problema excesivo. "Hemos buscado un sustituto en el mercado para estas ocasiones", comentó, "y no lo hemos encontrado. Es un jugador irreemplazable. No digo que sea nuestro mejor futbolista. Sólo, que no somos capaces de sustituirle. Y quizá Carlo [Ancelotti] debería empezar a buscar una nueva fórmula de juego para cuando Pirlo no esté".

Sin embargo, Ancelotti se siente muy orgulloso de haber encontrado un hueco para el hombre más raro del fútbol italiano, un prodigio a los 10 años -por entonces, tampoco se reía-, una promesa sensacional a los 16, cuando debutó en Primera con el Brescia, y un aparente fracaso a los 22. Era un mediapunta obsesivo; un tipo que, si no convertía cada pase en una ocasión de gol, se sentía frustrado, lo que le llevaba a perder balones y a eclipsarse durante largos periodos. El Inter le fichó y no supo qué hacer con él: se lo cedió al Reggina y al Brescia y acabó traspasándole al Milan.

Roberto Baggio es lo más parecido a Pirlo, una técnica prodigiosa en un cuerpo liviano, y su presencia en el Brescia sugirió al entrenador Mazzone un experimento: dejar a Baggio en su puesto natural de mediapunta y retrasar a Pirlo a la posición de mediocentro. Al principio, no funcionó. Incluso suscitó el sarcasmo del entonces saleccionador nacional, Giovanni Trapattoni: "Es como meter a Zico justamente delante de la defensa". Pero Ancelotti, en el Milan, tenía recursos para repetir el invento de Mazzone con mayor fortuna. Envió a Pirlo al mejor gimnasio del mundo, el de Milanello, y, aunque no consiguió un prodigio muscular -sigue sin llegar a los 70 kilos-, obtuvo un mediocentro capaz de robar balones y aguantar tarascadas.

Lo otro estaba garantizado porque hay muy pocos jugadores capaces de ordenar el juego como lo hace Pirlo. "Es fantástico. Sabe jugar el balón y, además, ayuda a sus compañeros". La frase es de Johan Cruyff, poco dado a los elogios, especialmente cuando se habla de italianos. Marcello Lippi, el actual seleccionador italiano, considera que Pirlo es la clave del Milan: "Es el jefe natural, un líder que habla con los pies", afirma.

La clarividencia de Pirlo y su capacidad para mantener la posesión del balón permiten que funcione un equipo desequilibrado que suele disponer un lateral-carrilero por la derecha, Cafú, y un lateral pegado a su área en la izquierda, Maldini, y carece de efectividad si Kaká no encuentra espacios. Todo acaba apoyándose en el pequeño arquitecto. Si él falta o renquea, aflora el Milan vulgar de Eindhoven y de muchos partidos de la segunda vuelta de la Liga italiana: Shevchenko, aislado; Kaká, inmóvil, y una capacidad de despliegue limitada a las subidas de Cafú.

sábado, julio 02, 2005

ESPLENDOR EN LA YERBA por Manuel Vázquez Montalbán

Voy de curtido por la vida y los campos de fútbol y yo, que he visto regatear a Kubala con las caderas, driblar de costado a Eulogio Martínez, a Di Stefano reinventarse el campo de fútbol con la imaginación o disfrazarse de poste, a Cruyff marcar goles con el flequillo, lamenté aquel día no llevar nunca -pero es que nunca- sombrero para quitármelo cuando vi a Romario dejando cubierto de vaselina y soledad al portero de Osasuna. Llamándose Romario no podía esperarse otra cosa que goles sureños, del sur más profundo del mundo, con un estilo de samba con seriedad de macumba, de la misma manera que llamándose Van Basten los goles han de ser nórdicos y de metro noventa de estatura. Romario marcaba goles y después levantaba el dedo hacia los cielos y se santiguaba hacia los infiernos, con una seriedad de samba trascendente, como si los goles le vinieran de fuera, cual la gracia santificante y las ayuditas del Espíritu Santo.

Cualquier otro delantero centro que se llevara la pelota al tacto, con los pies tan sensibles y blandos como los relojes de Dalí, para rematarla a continuación con pies de piedra excitaría el sentido del ridículo y el odio de los defensas y porteros. Pero Romario les despertaba un sentimiento religioso y, de no estar en pleno campo de fútbol delante de tantos desconocidos y de no tener todos tan metido dentro el sentido del ridículo, estoy seguro de que después de cada gol de Romario, sus antagonistas se arrodillarían y darían gracias a un dios no por menor y pagano menos considerable, por haber sido escogidos para el acontecimiento.

Otro valor añadido a este jugador es su misteriosa gestualidad, hierático como un diosecillo preocupado por la deforestación del Paraíso e inalterable al paso de las estaciones porque cuando Romario está en ellos, los campos de fútbol adquieren una dimensión de prado planetario y los 90 minutos una parsimonia de estaciones, de vez en cuando precipitadas por las decisiones geniales del dios reconcentrado. Romario creaba un espacio y un tiempo, o así nos lo parecía mientras duraba la magia.

Pero si algún día, como le ocurrió al marino que perdió la gracia del mar, él pierde la gracia del gol, no olvidemos que gracias a él volvimos a vivir tiempos de esplendor en la yerba, sin la suerte de tener a mano un poeta como William Wordsworth para contarlo.

Manuel Vázquez Montalbán, escritor