Voy de curtido por la vida y los campos de fútbol y yo, que he visto regatear a Kubala con las caderas, driblar de costado a Eulogio Martínez, a Di Stefano reinventarse el campo de fútbol con la imaginación o disfrazarse de poste, a Cruyff marcar goles con el flequillo, lamenté aquel día no llevar nunca -pero es que nunca- sombrero para quitármelo cuando vi a Romario dejando cubierto de vaselina y soledad al portero de Osasuna. Llamándose Romario no podía esperarse otra cosa que goles sureños, del sur más profundo del mundo, con un estilo de samba con seriedad de macumba, de la misma manera que llamándose Van Basten los goles han de ser nórdicos y de metro noventa de estatura. Romario marcaba goles y después levantaba el dedo hacia los cielos y se santiguaba hacia los infiernos, con una seriedad de samba trascendente, como si los goles le vinieran de fuera, cual la gracia santificante y las ayuditas del Espíritu Santo.
Cualquier otro delantero centro que se llevara la pelota al tacto, con los pies tan sensibles y blandos como los relojes de Dalí, para rematarla a continuación con pies de piedra excitaría el sentido del ridículo y el odio de los defensas y porteros. Pero Romario les despertaba un sentimiento religioso y, de no estar en pleno campo de fútbol delante de tantos desconocidos y de no tener todos tan metido dentro el sentido del ridículo, estoy seguro de que después de cada gol de Romario, sus antagonistas se arrodillarían y darían gracias a un dios no por menor y pagano menos considerable, por haber sido escogidos para el acontecimiento.
Otro valor añadido a este jugador es su misteriosa gestualidad, hierático como un diosecillo preocupado por la deforestación del Paraíso e inalterable al paso de las estaciones porque cuando Romario está en ellos, los campos de fútbol adquieren una dimensión de prado planetario y los 90 minutos una parsimonia de estaciones, de vez en cuando precipitadas por las decisiones geniales del dios reconcentrado. Romario creaba un espacio y un tiempo, o así nos lo parecía mientras duraba la magia.
Pero si algún día, como le ocurrió al marino que perdió la gracia del mar, él pierde la gracia del gol, no olvidemos que gracias a él volvimos a vivir tiempos de esplendor en la yerba, sin la suerte de tener a mano un poeta como William Wordsworth para contarlo.
Manuel Vázquez Montalbán, escritor
1 comentario:
como me emocionaba verlo definir de puntin y no gritaba los goles
un maestro sin dudas
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