sábado, junio 02, 2012

HÉROES TRÁGICOS por Enric González

Todavía quedan huecos en El País para que el maestro Enric González deje patente cómo se cuentan las cosas.



¿De qué hablamos cuando hablamos de fútbol? Podemos hablar del juego, evidentemente. De tal finta, o tal combinación, o tal posición irregular. Pero eso no da para mucho. Lo habitual es hablar de lo que envuelve el fútbol y le da significado. Es lo que ocurre con la literatura futbolística, que tiende a prescindir de lo obvio, es decir, del balón, y prefiere explorar la pasión de quienes lo manejan y de quienes extraen de él su felicidad o su miseria. Si el futbolista es el gran héroe contemporáneo, cosa que se puede lamentar pero resulta difícil discutir, para el trabajo literario hay pocos materiales más atractivos que los que ofrece el héroe trágico del fútbol.

Cuando se escribe sobre fútbol se escribe sobre personas. Sobre los héroes de la cancha, mimados y zarandeados, adorados y vilipendiados, sometidos a presiones tan brutales como absurdas, y sobre la masa anónima de la grada, que vuelca en el deporte pulsiones complejísimas: desde la voluntad de pertenencia a la sublimación de la propia existencia a través de héroes en calzón corto. Se puede hacer buena literatura con una jugada o un gol, y la hacen semanalmente los mejores cronistas deportivos, pero se trata de argumentos con poco recorrido. Incluso los cronistas deportivos recurren a la personalización: la tentación es irresistible.

La dificultad de conjugar juego y literatura tiene un perfecto ejemplo en el cuento 19 de diciembre de 1971, de Roberto Fontanarrosa, una de las cumbres de la literatura futbolística. El cuento se refiere a una semifinal que en tal fecha disputaron en Buenos Aires Central y Newell’s, los dos equipos de Rosario (Argentina), y que por diversos motivos tuvo un enorme impacto. En el partido hubo solo un gol, de trascendencia histórica para miles de rosarinos. Pero el Negro Fontanarrosa prefirió olvidar ese lance y fabular de forma periférica sobre la peripecia de unos hinchas canallas, como se apoda a los de Central, y de la tragedia (o éxtasis definitivo) de un viejo apasionado canalla con problemas cardiacos.

El gol, en cambio, tuvo su propio recorrido cultural por vías protoliterarias. Como en las representaciones litúrgicas del teatro medieval, cada 19 de diciembre los canallas escenifican en diversas ciudades del mundo “la palomita de Poy”, el gol que decidió el partido. A veces ha sido el propio Poy quien ha realizado el testarazo estelar en la función. Si no está Poy, vale cualquiera. Igual que la consagración en el Medievo, el gol adquiere la categoría de inefable: es lo que es y se puede evocar, pero no reconstruir con palabras, porque mengua.

Abdón Porte, uruguayo de Libertad, fue mediocentro y capitán del Nacional de Montevideo hasta 1917. Al concluir la temporada de ese año, los directivos del club le comunicaron que habían fichado a Alfredo Zibechi para sustituirle y que preferían que se quedara en el banquillo como suplente, con la idea de que poco a poco pasara a desempeñar una función que apenas existía por entonces, la de entrenador. Porte recibió la noticia tras el partido de la última jornada, frente al Charley. No hizo comentarios. Fue con sus compañeros a celebrar la victoria, 3-1, y hacia medianoche regresó al Parque Central, el estadio de Nacional. No se sabe cuántos años tenía Abdón esa noche porque se ignora su fecha de nacimiento. Debía tener menos de 30. Abdón caminó sobre la hierba hasta el círculo central, empuñó una pistola y se disparó al corazón.Entre los muchos héroes trágicos que el fútbol ha prestado a la literatura, y en medida menos relevante a otras artes, el más destacado es sin dudaAbdón Porte. Sobre él escribió Horacio Quiroga el cuento Juan Polti. Eduardo Galeano relató su historia en Muerte en la cancha, uno de los capítulos de su clásico El fútbol a sol y sombra. La pieza más reciente, hasta donde sabe el cronista, es Abdón en polvo convertido, de Manuel Jabois. No será la última.

Abdón no se mató por quedarse sin fútbol. Podía haber jugado en otro club. Abdón se mató porque no soportaba la idea de no vestir nunca más la camiseta de Nacional, su gran amor. Sobre su cadáver se halló una nota en verso dedicada a Nacional: “Aunque en polvo convertido, y en polvo siempre amante, no olvidaré un instante lo mucho que te he querido”.

Los otros grandes personajes trágicos del fútbol han tenido un final más lento y encarnan al héroe que, privado del balón, del aliento de las gradas y de la condición semidivina que caracteriza al jugador en activo, muere de pena y de tedio. Ese fue el caso de Manuel Francisco dos Santos, Garrincha (1933-1983), un mestizo con los pies girados, una pierna más larga que otra y la columna vertebral torcida. Según el psicólogo de la selección brasileña, Garrincha era “un débil mental incapaz de comprender el fútbol”. Ciertamente, el mejor extremo derecho de todos los tiempos nunca llegó a captar los mecanismos de puntuación en la liga ni entendió que tras una final no se disputara encuentro de vuelta. Solo sabía jugar. Después de retirarse, Garrincha, fumador y alcohólico desde los 10 años, se dejó morir. Duró hasta los 50.

Similares, aunque no tan desoladores, fueron los casos de George Best, el mágico extremo norirlandés del Manchester United en los sesenta, fallecido en 2005 poco después de un trasplante de hígado, o de Paul Gascoigne, el futbolista inglés más exquisito de los noventa, que sobrevive aún, a los 46 años, pese a úlceras, trastornos cardiacos y hepáticos, problemas psicológicos, peleas y algún intento de suicidio.

La de Adriano Leite Ribeiro (Río de Janeiro, 1982) es una historia distinta. Adriano no esperó a retirarse para hundirse. Era la estrella del Inter de Milán, un gigante capaz de hacer diabluras con el balón, cuando a los 25 años murió su padre. Él debió morir también un poco, porque desde ese momento solo pensó en volver a Brasil. No para jugar, sino para encerrarse en su favela natal con sus amigos de infancia, convertidos en distribuidores de droga, y anestesiarse con cerveza y cocaína. Es lo que viene haciendo últimamente, con algunas pausas en las que ficha por un equipo y trata, sin éxito, de recuperar el fútbol.

¿Qué decir de René Houseman? El mejor extremo derecho del fútbol argentino llegó a jugar ebrio, con Huracán, un partido contra River Plate. Apareció tambaleándose por el vestuario poco antes de iniciarse el encuentro, pero aun así le alinearon. Él mismo contó, años más tarde, lo que ocurrió sobre el césped a cuatro minutos del final y con empate a cero: “Parece que fui a buscar una pelota, procedente de un pase de Russo. Avanzando de derecha a izquierda en diagonal eludí a uno, la tiré larga entre los dos defensores centrales y cuando desde el arco me salió Fillol en el mano a mano amagué, lo eludí y la crucé suavemente con la pierna derecha. Modestamente, un golazo. Dicen que me quedé tirado en el suelo, riéndome. Tras eso me hice el lesionado, pedí el cambio y me fui a dormir a mi casa. Comentan que la gente, ignorando mi estado, me despidió con el cántico tradicional: Y chupe, y chupe, y chupe, no deje de chupar, el Loco es lo más grande del fútbol nacional”.

Houseman vagabundea ahora por su barrio, flaco, pobre y simpático, en lucha permanente contra el alcohol.

Brian Clough nunca marcó un gol borracho porque sus demonios interiores y su alcoholismo despertaron cuando se retiró como futbolista y empezó a entrenar. El drama personal de Clough está contado en dos libros, Provided you don’t kiss me (Con tal de que no me beses), de Duncan Hamilton, y The Damned United, de David Peace, trasladado al cine en 2009. Socialista, donante de fondos a los mineros en huelga, presidente de la Liga Antinazi, entrañable o insufrible según los momentos, Brian Clough es considerado uno de los mejores técnicos de la historia del fútbol inglés. Tuvo éxito desde que dio los primeros pasos como entrenador, pero pese a ello no soportó la presión. Mantenía una lucha permanente contra el mundo. Durante la temporada 1992-1993, la última con el Nottingham Forest, al que había hecho ganar todos los títulos posibles, ofreció un espectáculo deprimente. Tenía el rostro hinchado, la nariz bulbosa, los ojos vidriosos. Hablaba con dificultad. Sufría una borrachera inacabable. El Forest bajó y Clough fue despedido. En 2003 se sometió a un trasplante de hígado. Murió al año siguiente, de un cáncer de estómago.

A veces no es la presión del propio fútbol la que provoca tragedias, sino presiones peores. Como las que sufrió Matthias Sindelar, el mejor jugador nacido en Austria. Sindelar, apodado Mozart por su talento y de origen judío, no aceptó la anexión de su país al Reich alemán en 1938 ni soportó el régimen nazi. El 3 de abril de ese año se disputó un amistoso entre las selecciones de Alemania y Austria antes de que ambas se fundieran en una sola, y Sindelar, que se negó a saludar brazo en alto, humilló a sus adversarios: primero, rematando intencionadamente fuera los balones que le llegaban; luego, driblando una y otra vez y llevando a su equipo a la victoria. No se lo perdonaron. Tuvo que abandonar el fútbol y fue sometido a continuas investigaciones policiales. Un año después, su cadáver y el de su novia fueron encontrados en la casa vienesa que compartían. Oficialmente, murió por un escape de gas. Pero siempre se ha especulado con un suicidio, o incluso con la hipótesis de un asesinato cometido por la Gestapo.

Luego, caso aparte, está lo de Diego Armando Maradona, una comedia trágica, o una tragedia humorística, que constituye en sí misma un género literario. Jorge Valdano suele decir que Maradona es objeto en Argentina de la misma veneración que mitos como Evita Perón, Carlos Gardel o Ernesto Che Guevara, con la diferencia de que él sigue vivo. Maradona ha resistido años de adicción a la cocaína y ha llegado a estar al borde de la muerte, pero, como en la cancha, ha tenido algo que no han tenido otros. Y ha logrado escapar.

Cuentos reunidos. Roberto Fontanarrosa. Alfaguara. Cuentos argentinos. Roberto Fontanarrosa. Siruela. El fútbol a sol y sombra. Eduardo Galeano. Siglo XXI. Cuentos completos. Horacio Quiroga. Colección Archivos / Cruz del Sur. Irse a Madrid y otras columnas.Manuel Jabois. Pepitas de Calabaza. Provided you don’t kiss me. 20 years with Brian Clough. Duncan Hamilton. Harper Perennial. The Damned United. David Peace. Faber and Faber.

domingo, abril 29, 2012

GUARDIOLA EN EL ADIÓS



No por esperada ha sido menor la sacudida que ha provocado la despedida de Pep Guardiola. Innumerables reacciones, casi todas elogiosas, aunque no falten detractores, como siempre ocurrió y ocurrirá. En este blog nunca se escatimaron elogios para su etapa como jugador y, por supuesto, tampoco se ha hecho en su corta, pero intensa y exitosa, carrera como entrenador. Por ello hoy cuelgo tres piezas a la vez.

La primera es un hecho casi insólito, el editorial que un diario de información general como es El País le dedicó el día de su despedida como jugador del FC Barcelona, allá por el año 2001.

Las otras dos columnas son actualidad, ambas escritas por plumas madridistas, Boyero y Jabois, cada uno con visiones contrapuestas de su club, o más bien, la visión que ambos tienen de Jose Mourinho, el "archienemigo" de Pep y el hombre que mueve hoy todos los hilos del Real Madrid. Y es que, por suerte o por desgracia, todo lo ocurrido en los últimos años en torno a Guardiola requería ser puesto ante el espejo mediático de Mou. Carlos Boyero se bajó del carro mourinhista incluso antes de su llegada y ha mantenido esa línea con una dureza extrema que molesta a más de un correligionario. En la despedida ha reiterado, con la contundencia de siempre, todo lo escrito sobre Guardiola y, por ende, sobre Mourinho. El otro artículo es de Manuel Jabois, publicado en El Mundo. Alineado el escritor gallego con el denominado "mourinhismo", en su caso ácido y mordaz, ofrece otro estupendo artículo, con mucha más carga irónica, no exento de cinismo e incluso mala leche, pero que deja entrever la grandeza del personaje homenajeado. Quizá lo ha hecho Jabois a su pesar. O tal vez no.



GUARDIOLA (Editorial El País 13/04/2001)
Una larga y brillante carrera ha hecho de Pep Guardiola algo más que un jugador de fútbol. De ahí la trascendencia que ha alcanzado su despedida del Barcelona, donde ha alcanzado todas las metas que puede soñar un futbolista. Ingresó de niño y, después de 17 años, sale convertido en el símbolo por excelencia del barcelonismo, el representante perfecto de una década prodigiosa. Pero su espléndida trayectoria no basta para explicar el impacto que ha tenido Guardiola para el Barcelona y, por extensión, para el fútbol español.

Probablemente ningún jugador español haya ofrecido tantas vertientes como Guardiola, un referente de primer orden en lo futbolístico, inquieto representante del deportista que se niega a vivir en una burbuja ajena a la realidad. Se diría que no hay un Guardiola, sino múltiples Guardiolas,o múltiples miradas sobre un jugador que deja un enorme vacío. El fútbol es mucho más que fútbol cuando lo protagonizan jugadores excepcionales como el centrocampista barcelonés, por su compromiso con el oficio que practican, con sus compañeros, con su club y con la afición que les sigue y que ellos mismos terminan representando.

Su marcha coincide con un periodo de turbulencias en el Barcelona, que ha visto desfilar en menos de un año al presidente Nuñez, al entrenador Van Gaal, a su principal estrella, Figo, y al capitán, el último representante del dream team que reunió Johan Cruyff. A esta sensación de estupor que sufre el barcelonismo se añade la perplejidad que provocó la soledad de Guardiola en el momento de anunciar su decisión, con la elocuente ausencia del presidente, Joan Gaspart, y de los principales dirigentes del club.

Es evidente que con Guardiola se va un gran símbolo del barcelonismo. Nadie ha hecho un uso mejor y más razonable de esa representatividad. Pero quizá ese manto comenzaba a ser demasiado pesado y le recortaba la verdadera pasión de todo jugador: el fútbol.


Y AHÍ ESTÁ por Carlos Boyero
Era tan modélico que los miserables necesitaban desesperadamente encontrarle grietas, intentar degradarle, sembrar la sospecha de que tanta perfección solo podía obedecer a un disfraz de la impostura. Guardiola, aunque desconociera la poesía de Leonard Cohen, fue practicante fiel de una de sus sentencias: "Antes de aprender magia la gente debería conocer la etiqueta". Tal vez no fuera un mago como jugador, pero sí un representante cualificado de la inteligencia. Su forma de mover el balón tenía la virtud del metrónomo. Tambien poseía alma. Y orgullo. Y por supuesto, siempre practicó la etiqueta.

Era tan bueno como futbolista que en aquella época sus enemigos clandestinos hicieron correr el rumor de que sus apetencias sexuales estaban relacionadas con los machos. Eran más gráficos, más pedestres, más soeces. Según ellos, Guardiola no era homosexual, sino maricón, pronunciado con la rabia ágrafa y el rencor analfabeto, todo ello tan ibérico, que caracteriza a los bárbaros que están encantados consigo mismos y con su dudosa hombría.

Pero si con un balón en sus pies este hombre fue muy bueno, dirigiendo al equipo de su alma ha sido genial. Siguió practicando en su comportamiento la racionalidad, la elegancia, el respeto a sí mismo y a los demás (incluidos los que no se lo merecen), pero lo que hizo entrenando al Barcelona era puro arte, pura magia. Excepto para los espíritus cerriles o corroídos por eso tan devastador de la envidia, la agradecida memoria de cualquier persona que ame el futbol recordará dentro de infinitos años y transmitirá a las generaciones que no contemplaron ese cotidiano milagro, que el fútbol fue precioso durante cuatro años.

¿Qué va a hacer el abyecto villano ahora que se ha retirado el héroe? Ese heroe cansado y al que le ocurre eso tan humano de sentirse vacío, que se larga con dignidad cuando está en derrota e imagino que con la certeza de que aunque vuelva a triunfar en otros equipos, lo que ha representado este Barcelona es irrepetible. Es probable que hasta los más tontos del lugar, los que le calificaban desdeñosamente de meacolonias y de estar interpretando continuamente un papel, acaben echándole de menos. Yo nunca me canso de ver actuar a Cary Grant. Y seguro que también poseía un lado oscuro. Gracias por todo, admirable Guardiola.


GUARDIOLA SIEMPRE VUELVE por Manuel Jabois

Para ver una conmoción parecida a la marcha de Pep Guardiola del Barcelona hay que remontarse a once años atrás, cuando Pep Guardiola se marchó del Barcelona. Fue tal el luto, entre páginas, entrevistas y homenajes, que el pobre Pep, que sólo tenía 30 años y aspiraba a jugar en la Juve, tuvo que conformarse con el Brescia. Ya entonces se le rodeó de mística, pues la piedra fundacional sobre la que Cruyff erigió su Iglesia había sido recogepelotas en el Camp Nou en años oscuros: de treinta tiros a puerta iban fuera veintinueve. Probablemente fue en aquel tiempo, corriendo de un lado a otro como Oliver Twist, cuando Pep formó su ideal de jugador: cortita y al pie, tratando de llegar a portería entre rondos amables para que los niños del Estadi no sufran lo que sufrió él cuando gobernó el equipo Venables.

"No sé dónde está la felicidad, he venido a encontrarla”, dijo al llegar a Italia. Automáticamente lo pusieron a mear. Era un chico flaco y guapo que pensaba tanto dentro del campo que a veces se le escapaba algún pensamiento fuera. Por la hierba corría con los hombros muy arriba, chupado y feliz, y cuando pensabas que te estaba avisando de un hueco para aparcar el coche dejaba solo frente al portero a Romario. Veía el fútbol en cinemascope, reposando la mirada con la lentitud de una vaca de un lado a otro mientras movía el pie como una cobra. Fue el relojero del Dream Team: llegaba la pelota a sus pies y acto seguido se escuchaba un tic tac en los equipos contrarios como si les hubieran dejado un paquete en la puerta. El día anterior a la final de Wembley discutió con Salinas por el número de escalones que había hasta el palco. "Son 33 pasos", le dijo al delantero. "Qué van a ser 33", contestó Salinas, que no sabía ni contar defensas. Y al subir a recoger la Copa de Europa Pep se le acercó al oído para decirle: "33". "O sea", estalló Salinas, "que ganamos la final para esto".

La anécdota de los escalones que le separaban de la gloria ilustra al Pep curiosón en los detalles que conforman la palabra de moda en el Barça: el relato. A Guardiola le importaba el partido, pero también su escenificación literaria; el extrarradio de la noticia, su composición poética. En cierto momento Pep fue la prolongación futbolera del Boom en Barcelona, la ciudad de Barral, la capital en la que Balcells puso a escribir a todos a su alrededor porque además alrededor de Balcells pueden escribir muchos. Guardiola no sólo fue un jugador dulce y letal sino también un narrador, juez y parte del discurso que a su alrededor comenzó a forjarse en torno a una herencia subliminal de Rinus Michels, Johan Cruyff y él mismo. Así se explica que en 2001, veinte años después de apoyar la Constitución frente al golpe de Estado, El País publicase un editorial titulado secamente: "Guardiola".

Regresó dos años después con la candidatura de Bassats; el hechizo no sólo perduraba, sino que se incrementaba por momentos. "Su contrato es digno de ser colgado en el museo del club, al lado de la camiseta de Kubala o de las botas de Samitier", dijo en 2003 uno que debe estar ahora en el psiquiátrico. Ganó Laporta prometiendo traer a Beckham para finalmente fichar a Maradona, que fue el propio Laporta gordo y empapado en champán masticando puros, siempre con una actriz porno cerca o a punto de estarlo. Guardiola se recogió en silencio, pues estaba acostumbrado a perder contra el Madrid, no contra el Barça, y emprendió un camino abismal hacia el fondo de sí mismo en lo que constituye la verdadera epopeya del barcelonismo. Hay en ese retiro de Guardiola al conocimiento una leyenda de la que se escapan aquí y allá pequeños retales de gente que asegura que lo ha visto, como un Cristo en faena aprendiendo a ser carpintero y no Dios, pues la humildad es como el dinero: el que guarda siempre tiene.

Habría que remontarse a 1492 para recordar un impacto semejante al que tuvo el viaje de Guardiola a Argentina para conquistar a Bielsa, con el que charló once horas seguidas: si los contrata el Sabadell tiene que cerrar el banco. Pep se hizo entrenador sin entrenar, de la misma manera que sigue jugando sin jugar y pronto, de persistir en esos eructitos silenciosos que suelta como garbanzos en rueda de prensa, hablará sin hablar y tendremos que conformarnos con la traducción de Lillo, que es capaz de coserle un brazo a un cojo. De la travesía por los intestinos del fútbol y sus paseos por bibliotecas de incunables en castillos de brujas Guardiola salió no sólo indemne sino mucho más fuerte, listo para la fiesta.

Por fin en 2008 Laporta apeló al imaginario colectivo y removió las bajas pasiones del culé, necesitado de honra tras la debacle del pasillo: Pep tomó el mando, perdió los dos primeros partidos y cuando ya estábamos poniendo los chuletones al fuego se presentó en casa con seis títulos y una colombiana de Barranquilla. La victoria le dejó literalmente sin pelo, le encaneció la barba y, si este año sabático se aplica, pronto devendrá en coronel Kurtz recostado en el banquillo entre cojines y en penumbra susurrando "el horror, el horror" al ver un disparo desde cuarenta metros que se cuela por la escuadra: "Si va fuera, ¿vas a ir tú a buscar el balón?".

Lo ha hecho todo tan bien en la pizarra y ha explotado con tanta misericordia a Messi que uno se aboca sin remedio a guardarle un rencor divino, como se odia a un escritor muy bueno. De todos los méritos acumulados por Guardiola ninguno ha sido mayor que el desquiciar al madridismo, esa estructura inamovible capaz de coleccionar crisis y títulos en la misma semana. Escribe lucidísimo Pedro Ampudia: "El martes fue el Barcelona el que cayó eliminado frente al Chelsea. La desbordante alegría que sentí es algo que nunca le podré perdonar a Guardiola. Recordé aquella frase de Ray Loriga en 'Lo peor de todo' y me di cuenta de que durante los últimos años me había convertido en uno de ellos: "La gente buena no se conforma con lo buena que es y tiene que estar mirando siempre lo malos que son los demás. Lo mismo les pasa a los hinchas del Barcelona".

Guardiola, efectivamente, nos convirtió a los madridistas en barcelonistas e inoculó algo impredecible: la 'barcelonitis'. Llevamos cuatro años mirándoles a ellos con la misma obsesión con la que ellos llevan mirándonos cincuenta, alegrándonos de sus derrotas casi tanto como de nuestras victorias, en lo que constituye una especie de derrota final. Pep nos puso delante del espejo y nos ha transformado, de repente, en rapsodas de nuestra desgracia, que para colmo era el éxito ajeno. Hemos encontrado en la desazón el estímulo sexual de la metáfora, con lo que eso tiene de abominable, y nuestra antaño escritura de barro y épica es hoy un ejercicio arabesco que recuerda el juego del Barça en días plomizos, cuando se sublima la posesión al punto de estar Mascherano dando toques en su área como si lo acabasen de presentar. Los sueños del 'tiquitaca' engendran monstruos.

Al final Pep se nos ha hecho auténtico y hasta un poco víctima, viendo la legión de cantores de Hispalis que tiene alrededor hablando de los goles del Barça como un puñadito de arroz derramado sobre el África negra. Lo peor no ha sido Guardiola sino el guardiolismo y la exaltación teatral de su relato, al que contribuyó finamente. Todo lo literario que hizo el Madrid de las cinco Copas de Europa fue ponerle a uno la Saeta Rubia: nadie nos dijo que con dos ya podríamos cambiar el mundo. Con todo, Guardiola condujo al Barça a un juego frenético y le puso encima una reputación escandalosa y un monumento al fútbol, obra suya y de una generación irrepetible. A ratos, cuando Messi saltaba de la chistera como un conejo enloquecido, juro que los creí invencibles y que jamás pensé que todo volvería a ser como antes.

La prensa extranjera ha comparado su marcha con la separación de Los Beatles y su adiós ha recorrido las portadas como la llegada del hombre a la luna, el único sitio al que Pep podría viajar dejando a los madridistas confiados, aunque con uno de guardia en el telescopio. Una conversación entre él y Bielsa sobre el 3-4-3, cada uno sentado en un cráter mientras la luna orbita sobre la Tierra y las mareas se adecúan a sus monólogos, es la recreación del posguardiolismo ideal. Pero el noi de Santpedor no descansa. "No es un adiós, es un hasta luego", avisaba una pancarta en la despedida de 2001. Pep, como el cartero, siempre vuelve. Para intentar follarnos otra vez en la cocina.

lunes, abril 02, 2012

UN JUGADOR QUE INVENTABA DONDE OTROS PRODUCÍAN por Santiago Segurola

A 20 años de la muerte de Juan Gómez "Juanito", este blog rinde tributo a un jugador que, imperdonablemente, aún no había aparecido por aquí. Recupero un viejo artículo que Santiago Segurola publicó en El País apenas horas después de la muerte del genio de Fuengirola, y en el que se trazan algunos retazos de la personalidad de aquel jugador de fútbol con alma de torero, o torero con alma de futbolista. Pero eso nunca llegaremos a descifrarlo.







Cierta vez Jorge Valdano dijo una de las frases más certeras que se han oído en el fútbol. Era para definir a Juanito: "Todo lo malo que ha hecho en la cancha cabe en un minuto. Pero hay gente que sólo se empeña en recordar ese minuto". Valdano aludía a la lista de reclamaciones que se levantaron contra su compañero: el desplante y el botellazo de Belgrado, la agresión a Matthäus, el escupitajo a Stiellke y unos cuantos contenciosos que el jugador resolvía de la misma manera que jugaba: muy deprisa. La vena abrupta de Juanito existía, pero por encima estaba su condición de futbolista puro. Juanito amaba el juego de una forma febril. Por eso, nunca renunció a disfrutar con el balón y, por eso también, aplazó su retirada más allá de lo prudente. Se negaba a dejar el juego de la pelota, a divertirse y divertirnos, y también a cabreamos. Se resistió a hacerse viejo.Despojado de su condición de futbolista, probablemente se sintió infeliz. Cuando la edad le traicionó, se agarró a lo que estaba más cerca de la raya del campo: el banquillo. Tenía dotes e instinto para adiestrar un equipo, pero siempre dio la impresión de estar más satisfecho con la pelota que con la pizarra. Había nacido para jugar.

Entusiasmo

En un fútbol cada vez más cuadriculado, Juanito tenía el raro privilegio de provocamos entusiasmo. A todos, incluso a los hinchas adversanos. Siempre existió la sospecha de que bajo el odio a Juanito latía el miedo a su ingenio. Un ejemplo: durante años San Mamés le dedicó insultos, botellas y pancartas. En su última aparición con el Madrid en la Catedral fue sustituido en los minutos finales del partido. Mientras caminaba hacia la boca del túnel, todo el estadio se levantó respetuoso y saludó a su viejo enemigo con una ovación inolvidable. El temor al gran futbolista había pasado. Quedaba la hora del tributo a su enorme talento.Chamartín y San Mamés y todos los campos tuvieron que rendirse a un jugador que disponía de todas las cualidades que adornan a los futbolistas geniales: la imaginación, la velocidad física y mental, su deseo ganador y muy especialmente su gusto por la sorpresa. Juanito inventaba donde los demás producían.

Todo lo hacía a lo grande. Dejaba huella por donde pasaba. Mattháus puede dar fe de ello. Nada podía sujetarle, ni los defensas, ni el árbitro, ni los micrófonos. Tenía un talento explosivo, y a veces la dinamita estallaba en las manos. Nunca quiso los tonos medios. Sus regates eran secos y sus carreras fulgurantes; sus pases llegaban precisos e imprevistos; los remates tenían un desparpajo adolescente; sus declaraciones eran sinceras y muchas veces inoportunas. Siempre pareció un chiquillo con ganas de crecer. Por eso amaba tanto al fútbol: porque le gustaba jugar y sirprendernos. Juanito lo logró: siempre nos cogió por sorpresa, incluso a la hora de la muerte.


Por cierto, si no han tenido oportunidad no se pierdan el especial que le dedicó Informe Robinson de Canal+. Aquí se lo dejo, disfrútenlo: El Siete Maravilla