«A primera vista todo anunciaba una maravillosa mañana de domingo primaveral en que la vida se despereza en los árboles, las muchachas aligeran sus ropas y el sol se asoma al mundo con intención de despedir el invierno.
Parecía uno de esos días en que sale a cuenta echarse a la calle y, a paso de hombre, enfilar la empinada cuesta que conduce al viejo solar, a la entrañable explanada a la que con los años, la afición y la buena voluntad municipal, le brotaron porterías y algo así como unos vestuarios, a veces con agua caliente y todo.
Llevaba conmigo a mi hija María, con la dudosa intención de someterla a una sesión de proselitismo futbolero, de acercarla al amor al balompié y así tener una cosa más que compartir con ella.
Nos aparcamos junto al marcador a gozar de la fiesta con cacahuetes y gaseosas, mientras en la cancha un par de docenas de niños impecablemente equipados llevaban un buen rato corriendo, levantando polvareda y tratando de meter el balón en la portería contraria. Como debe ser, me dije.
Impresionaban las perfectas vestimentas de ambos equipos, la minuciosidad de detalles que rodeaban el pleito.
En el banquillo, sentados junto a los suplentes, algo semejante a un director técnico vociferaba reiteradamente a sus niños–jugadores instrucciones tácticas. A su lado, el masajista y un par de paisanos completaban un cuadro nervioso y gesticulante. Pero lo que más llamó mi atención fue la cantidad de balones que lucían a sus pies. Balones nuevos y maravillosos, a lunares negros.
Un auténtico lujo que contrastaba en mi memoria con aquellos tiempos en que era un acontecimiento disponer de una pelota de cuero que más de una vez había que perseguir cuesta abajo cuando un despeje contundente la enviaba más allá de las acacias.
En tales circunstancias es difícil no caer en la tentación de recuperar los recuerdos y tratar de trasladarlos a la María de uno.
Por aquel entonces, María, amor mío, a los porteros nos gustaba usar rodilleras y era muy raro que los pantaloncillos de los once, si es que éramos once, coincidiesen.
Por aquel entonces, María, vida mía, todo defensa central que se respetase bajaba a rematar el corner y era una gloria verlo regresar al trote y con el pecho fuera, como lo hacía Fernando Olivella, una vez fallida la aventura.
Cierto es que nos cascábamos todo lo que uno podía y el otro se dejaba. Que alguna vez le echábamos cuento al asunto y que si colaba, sacábamos unas manos fuera del área. Pero los recuerdos me dicen que los niños salíamos al campo a jugar, a divertirnos jugando al fútbol, a las chapas o a "me quieres", a disfrutar de aquella maravilla irrepetible sin esperar, para nada, al futuro.
Pero aquella mañana, en el solar entrañable, de qué manera se estremecía mi memoria cada vez que el niño –defensa– de cierre gritaba "fuera... fuera..." y el resto del equipo, como posesos aleccionados y obedientes, echaban a correr hacia adelante tratando de sorprender a algún lerdo en offside.
Se me sacudía el alma viendo a aquellos niños pegarse con todo, quejarse por nada...
Aquello no eran dos docenas de niños jugando al fútbol. Era una jauría de perros viejos con aspecto aniñado. Expertos en echar balones fuera. Doctores en perder tiempo. Maestrillos en el revolcón. Teatreros, especialistas en todo tipo de mañas. Trujamanes duchos en calentar al personal. Quejicas, malas lenguas, abusones, maltratando el trencillo, ese pobre tipo de pito y negro de cuya vista, conocimientos e intenciones se duda en todo momento y desde cualquier posición. Ese irredento pecador por acción u omisión, según convenga.
"Esos niños están muy enfadados", comentó mi María. Y, despectivamente, se puso a hacer montañas de tierra del tamaño de su mano.
En eso los han convertido. En niños muy enfadados. Enfadados y aburridos.
Son los cachorros de esos energúmenos que afónicos, congestionados, los azuzan desde la banda empujándolos al combate, a anticiparse a la ley del Talión como si la supervivencia de la especie y el honor de la familia estuviesen en juego.
Son el pedacito de las entrañas de esas delicadas señoras en traje de chaqueta que ponen en duda a gritos la honorabilidad y las costumbres sexuales del de negro, del vecino o de quien se tercie.
Son los alumnos de esos zancarrones, de esos maestros en ciencias o artes de las que entienden poco, que desde el fondo impecable de sus adidas rebuznan a los niños–jugadores que bajen todos.
Pero esos chicos, zancarrón... Sus hijos, señoras y caballeros, están proyectados para jugar. Para jugar por jugar. Para divertirse jugando.
No les anticipen el muermo. No los conviertan en aburridos prematuros, que de eso, con el tiempo, ya se ocupa la empresa.
De esos se encargan los malos dirigentes, con sus cortes de mangantes y con los técnicos acomodaticios y serviles que en el mundo han sido, son y, mucho me temo, serán. Pero hasta que llegue su hora, hagan el favor de tratar mejor a esos chicos.»
Joan Manuel Serrat en el prólogo de Futbol sin trampas
2 comentarios:
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