Una ciudad orgullosa, profundamente marcada por tensiones, éxitos y fracasos, se enfrenta hoy al recuerdo de una tragedia que pretende enterrar en la memoria. A Liverpool llegó ayer el Juventus de Turín, con menos estrellas que recuerdos de una desastrosa tarde del 29 de mayo de 1985, en el decrépito estadio Heysel de Bruselas, escenario aquel día de la tragedia que acabó con la edad de la inocencia en el fútbol. Empujados por el alcohol y una violencia incontenible, cientos de hooligans del Liverpool se lanzaron contra los aficionados de la Juve ubicados en uno de los fondos del estadio. Faltaba poco más de una hora para el comienzo del encuentro y todo lo que sucedió después fue un monumento a la indignidad. La macabre acometida de los vándalos ingleses se cobró la vida de 39 espectadores, todos ellos italianos, excepto un aficionado belga. Al lado del recuerdo poco importan los nombres de Ibrahimovic, Buffon, Del Piero, Emerson o Trezeguet. Se diría que han llegado para remitir al Liverpool, al fútbol en general, a la evidencia de un drama abrumador.
Un rosario de deficiencias ayudó a los hooligans en el crimen: apenas había policías, las barreras metálicas no existían, los tornos no funcionaban, los muros estaban agrietados. Ése era el estado del viejo Heysel, elegido por la UEFA como escenario de la esperadísima final de la Copa de Europa. A un lado, los reds de Liverpool, a la conquista de su quinto título, conducidos por el gran Kenny Dalglish. Enfrente, la Juve que había servido como espinazo de la selección italiana que ganó el Mundial 82, entre ellos los inolvidables Scirea, Cabrini, Tardelli, Gentile, coronados por dos futbolistas excepcionales: el francés Platini y el polaco Boniek. La Juve, que nunca había logrado la Copa de Europa, era la clase de equipo capaz de acabar con la supremacía del Liverpool, el equipo más eficaz de aquellos días, quizá no el más espectacular, pero sí el más confiado en un estilo que mezclaba la energía tradicional del fútbol inglés con el elaborado juego que había dado fama al Ajax una década antes. Pero aquella final nunca se recordará por lo que sucedió en el campo, y hasta añade más sombras a la tragedia que el partido se disputase frente a los cadáveres depositados junto al terreno de juego -venció la Juve gracias a un inexistente penalti sobre Boniek, pero nadie habla de aquella victoria en Turín-, sino por la carnicería que se vivió antes del encuentro, en una vigilia que los jugadores recuerdan con horror porque las noticias les llegaban sin ningún filtro al vestuario. Sabían que había muertos, los vieron cuando entraron en el campo, los tuvieron al lado durante todo el encuentro y, así y todo, jugaron. Ahora, 20 años después, el Liverpool y el Juventus se enfrentan por primera vez desde la tragedia. Y en la ciudad inglesa un silencio espeso trata de impedir que aflore el recuerdo de un suceso que ha marcado al club, a sus hinchas, al fútbol inglés, a toda Inglaterra.
Pocos equipos sienten con tanta nitidez el compromiso de su hinchada. En una ciudad marcada por el antagonismo entre el Everton y el Liverpool, los reds aprovecharon sus éxitos en los años sesenta y setenta para convertirse en el emblema de una región que representa todas las contradicciones de la vieja Inglaterra. Lugar de acogida de miles y miles de emigrantes irlandeses y escoceses, puerto imperial, escenario de tensiones sociales de tintes dickensianos y a la vez motor creativo capaz de producir el fenómeno pop a través de los Beatles. Liverpool vivía el fútbol apasionadamente. Cuando la economía empezó a derrumbarse y el thatcherismo abrió fracturas sociales irreparables, el Liverpool era el orgullo de la ciudad, el equipo bandera del fútbol europeo, una excusa de felicidad para una región que se hundía en la pobreza. ¿Cómo recordarles a sus hinchas que fueron los protagonistas del horror de Heysel? ¿Cómo recordarlo a una gente que ha vivido otras pesadillas inconcebibles? ¿Cómo aceptar el dolor que causaron precisamente a los aficionados del equipo que hoy juega en el legendario Anfield? El peso de la desgracia, seguramente de la culpa, es tan grande que parece enterrado en algún confín inexpugnable de la memoria colectiva del Liverpool.
No hay placas en Anfield, ni recordatorios de lo que sucedió en Heysel. No es fácil aceptar tanta responsabilidad por un hecho que sacó al fútbol de la ingenuidad y le convirtió en la metáfora más cruda de la violencia social. Sin embargo, pocos equipos son más respetuosos con su historia con el Liverpool, pocos están más enraizados con su comunidad y con los hombres que le hicieron grande, con el entrenador Shankly, con el himno que marca a fuego el vínculo entre los hinchas y sus jugadores -You'll never walk alone (Nunca caminaréis solos)-, con la victoria y también con otras desgracias tan impresionantes como las de Heysel. Junto a la estatua de Shankly, aparecen los nombres de los 96 hinchas que murieron aplastados y asfixiados el 15 de abril de 1989 en el estadio de Hillsborough, en Sheffield, en la semifinal de la Copa inglesa, esta vez no por la acción de la hinchada rival, sino por la incompetencia y la ineficacia de las autoridades del fútbol y de la policía. Murieron en una ratonera, contra la valla que separaba el campo del graderío, por el exceso de gente y porque se tomaron todas las medidas equivocadas para impedir la masacre. Es como si aquella tragedia, protagonizada exclusivamente por los hinchas del Liverpool, funcionara como un mecanismo de expiación de la culpa anterior, la de Heysel, la que avergüenza al Liverpool y sus aficionados. Hoy, los jugadores de ambos equipos, portarán brazaletes negros, pero no ha habido ningún acto institucional de los dos clubes, ni se ha conmemorado una de las fechas más infames de la historia del fútbol. La herida no se ha cerrado en estos veinte años. Es tan profunda que pretende ocultarse tras el más espeso de los silencios.
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