
También me dolió Argentina, y ahora ¿qué?. Pues me voy a quitar de prejuicios, pongo por encima mis simpatías y me quedo con los azurri.

Este blog nace en 2004 para recoger los mejores artículos de ENRIC GONZÁLEZ en El País, El Mundo, o donde le dé la gana. A partir de ahí, aquí cabe todo aquello que pueda robar a quien quiera que escriba algo, lo que sea, que no me haga sentir imbécil cuando se hable de fútbol. JM Román
Una vez rumiada la derrota (otra más), volvemos a retomar el pulso del Mundial con un artículo que no nos aleje demasiado de esa nueva desilución, porque el peso de la historia tantas veces es irrefutable. Hoy intentaba recordar cuál fue la última gran selección a la que derrotó España en un Mundial, no me ha salido ninguna.
Hace dos días compré La Gazzetta dello Sport. En portada, dos entrevistas. En una, el ultimo técnico campeón: Enzo Bearzot. En la otra, el último técnico finalista: Arrigo Sacchi. El campeón decía: "Giocare bene conta poco". El finalista decía: "Giocare bene è la medicina". La misma historia. El mismo debate. Aquí y en todas partes del mundo. ¿Por qué narices tuvo que aparecer Sacchi en un sitio donde nadie le había citado? ¿No habían ganado sin él tres Mundiales? ¿No eran felices sin debate? Con esa cultura cattenaccistica, ¿por qué vino un contracultural a romper esa cultura?
Tuve la suerte de ser entrenado por Fabio Capello. Un día nos dijo que en un mundo donde nadie se atreve a tomar decisiones él las toma.Y que eso era lo que mejor sabía hacer. Y las tomaba en función de lo que sentía. De cómo entendía su fútbol. Recuerdo mis primeros días de vida con él. Los equipos italianos, en Europa esos años, no ganaban nada. Eran los españoles (Real Madrid) los que se llevaba la orejuda. Y varias veces. Pues en mis primeros días oía que el entrenador italiano repetía una y otra vez que o se dejaba de lanzar pelotazos y se empezaba a jugar como lo hacían los españoles o nunca más el país de la pizza y hoy de Moggi volvería a ganar nada. Fue en las primeras semanas. Y en las siguientes. Pero no más. ¿Hasta cuándo duró el mensaje? Hasta las primeras derrotas. El lugar donde se ponen a prueba las convicciones. No hay otro. En ese momento, Fabio Capello empezó a tomar decisiones (lo hace como nadie) y a tomarlas como él las siente. Como él siente el fútbol. A la manera que le ha convertido en el entrenador que más ha ganado en Italia. El entrenador vincente. A la italiana. A la que todos conocemos. A la de los tres Mundiales. Carletto Mazzone, mi entrenador en Brescia y mi padre italiano, un día hablando sobre el fútbol español y el italiano, hablando de miserias y maravillas de uno y otro, de repente me suelta: "Ao, Pepe, a ver si nos entendemos: ¿cuántos Mundiales tiene España? Nosotros, tres. Y vosotros? Ante tal irrefutable argumento numérico, me levanté, le abracé, le felicité y me fui a hacer no sé qué. ¿Qué quería? Ingenuo de mí. ¿Convencerle para que jugara como a mí me gusta? Ao, Pepe, dejemos que los italianos jueguen a la italiana.
Han ganado todo de esta manera. Con el "palla lunga e pedalare" (pelotazo y a correr). Así de tranquilos vivían y ganaban y ganaban y ganaban hasta que llegó Sacchi y... empezaron a discutir.
Ayer volvieron a ganar. Y ya están en cuartos. Se juntaron en su área con maravillosos defensores. Lo hicieron cuando estaban todos. Lo hicieron más cuando no estuvieron todos. Esperaron que alguien les atacara. Y Australia, un poco, lo hizo. Hasta que, llegado el momento, su jugador franquicia, ayer fue Totti (grabar vídeo para enseñar cómo se lanza un penalti con presión), ordenara el contraataque y, obedientes y ordenados, siguiendo las instrucciones, golpearon donde más duele. Esperando que el señor salga de casa para que el ladrón entre a robar. Hiriendo para acabar matando. Así viven y así ganan. Y no hay discusión. Ya no hay debate.
Hasta que un día pierden. Aunque no lo parezca. Y es allí donde Sacchi vuelve a aparecer. Le dejan. Y empieza el discurso que él siente. Y dice cosas como: "De la posible unión de las virtudes de los españoles y los italianos saldría la selección invencible". Y se lo consienten. No por generosidad. No por amistad. Solo porque Sacchi, un día, también ganó. ¡Y cómo! ¡Uf!
Imaginad como puede ser ver un partido en la tele sólo con el sonido ambiente, en Anfield por ejemplo, sabiendo que ningún locutor ni ningún jugador retirado te va a joder ese momento.
La BBC está arrasando gracias a su nuevo sistema de retransmisión de los partidos del Mundial. Ofrece a los espectadores tres posibilidades. Escuchar tan sólo el sonido ambiente del estadio sin ninguna narración durante el partido. Optar por su locutor habitual, el infatigable John Motson. Y una tercera, dar la alternativa al joven ganador de un concurso previo. Todo bien civilizado, ¿no?
Hace mucho tiempo que los narradores de los partidos son tan importantes como el partido mismo. A estas alturas el mítico gol de Maradona en el Mundial de México todo el mundo sabe que lo marcaron a medias entre Diego que conducía la pelota y Víctor Hugo Morales que empujaba desde Radio Argentina.
Alguna gente prefiere la locución de la radio porque encuentra allí el fanatismo que la televisión modera. Allí los saques de banda parecen oportunidades de gol. La cierta asepsia de José Ángel de la Casa, sólo rota en momentos míticos como el gol de Señor contra Malta, fue fundamental para evitar suicidios en la derrota habitual de nuestra armada vencible. Su tono está tan unido al fútbol español como la voz de Matías Prats a los nodos de Di Stéfano.
Pero los tiempos están cambiando. Cuando llegan los amigos a casa para vaciarme la nevera con la excusa del Mundial, se pasan la primera media hora del partido discutiendo qué comentarios elegir. Ya no nos peleamos por defender una alineación con Cesc de titular o Iniesta de último enganche. No, ahora discutimos sobre el locutor. Por cierto, ¿pasan los comentaristas control antidopaje? Para algunos ver la televisión con un tipo que te recita quién lleva la pelota y si ha salido a córner es tan absurdo como si te narraran las acciones mientras ves una película porno.
Al locutor se le suma el especialista. Forman pareja, oscilando desde policía bueno y policía malo, hasta Esteso y Pajares. El comentario técnico se inventó para aplicar al fútbol eso de cuando vamos al Museo del Prado y pillamos a un guía explicando las Meninas y acercamos la oreja. Robar algo de conocimiento detrás de lo que nuestros ojos no alcanzan a ver. No es un trabajo fácil y casi siempre la conclusión de un comentario suele ser: "El balón ha salido", "la ha tocado con la mano" o el ya clásico "ahora nos vendría bien un gol".
Con la misma precisión con que recordamos la película que fuimos a ver en nuestra primera cita o la música que sonaba cuando la mujer que amábamos nos ignoró en las fiestas del pueblo, así una emoción deportiva está asociada al narrador. Menuda decisión, por tanto, la de poner una banda sonora a la épica victoria o a la inconsolable derrota. No es poca cosa. ¿Probamos tan sólo con el sonido ambiente? ¿O necesitamos que nos hablen de cosillas mientras Brasil nos aburre intolerablemente? La BBC vela por los suyos acercándoles la verdadera democracia.
David Trueba es guionista y director de cine.
He leído que la selección española partió hacia Alemania en medio de la mayor indiferencia, aunque en Leipzig tuviera consigo al Príncipe de Asturias, al eterno Manolo y a millares de adeptos que vieron a su equipo realizar, contra Ucrania, la que hasta ahora ha sido la mejor exhibición de este Mundial. Aquí, en Portugal, todos hemos estado con nuestra selección. Y ella entra en nuestra casa a toda hora. En la cerveza, en el café, en el queso, en el bacalao, en el tinto y en el blanco; no hay producto de consumo habitual que no traiga consigo a la selección. Tanto entusiasmo lusitano y tanta moderación española sorprenderían ciertamente a don Miguel de Unamuno, que, en su incomparable Por tierras de Portugal y España, afirma que los portugueses son "un pueblo triste y trágico" al que le "gusta apoyar los codos en la nostalgia y mirar al pasado". Añade que hay que desconfiar de un pueblo así, capaz, de repente, de lanzar las tristezas al aire y con ellas tiranías y opresiones. Ha acontecido en algunas ocasiones y, como muestra, el 25 de abril portugués anticipó la transición democrática en España.
Se me ocurre la idea, tal vez absurda, de que las manifestaciones de patriotismo a la vuelta de las selecciones podrían ser una respuesta instintiva a una globalización descontrolada que tiende a diluir identidades, uniformar comportamientos e imponer la hegemonía de los patrones dominantes. Nadie quiere perder el sentimiento de pertenencia ni disolverse en el mercado global. No cabe duda de que el fútbol es cada vez más una actividad sometida, entre otras cosas, a las grandes marcas. Hay jugadores cuya titularidad sólo se explica por razones comerciales. El fútbol no escapa a la ley del mercado. Paradójicamente, sin embargo, la televisión, que es uno de los instrumentos de homogeneización cultural, al llevar el Mundial a todas partes contribuye en cierto modo a la afirmación de la diversidad y la diferencia. Al globalizar el fútbol, el Mundial, transmitido por televisión, produce un efecto contrario al de la globalización homogeneizadora. Por más que las élites se olviden de las raíces, para los pueblos, aunque sea instintivamente, el fútbol, considerado a veces -en palabras de un intelectual francés- "el lugar terrible en el que se exprime todo lo más descaradamente estúpido que tienen las multitudes", funciona como un factor de reidentificación. Gracias al Mundial y a su teledifusión, los pueblos, a través de sus selecciones, afirman su nombre y su identidad.
A cada uno, sus españoles, dijo una vez el general De Gaulle en un contexto que es mejor no recordar. Uno de mis españoles preferidos es el cantaor de flamenco Manuel Torres, del que habla Rafael Alberti en sus Memorias. Decía él que para cantar flamenco "hace falta llegar al tronco negro del faraón". No me pregunten qué quiere decir. Es una metáfora extraordinaria y creo que nadie ha definido mejor la inspiración. Para cantar, para escribir, para jugar al fútbol, para todo hace falta llegar en ciertos momentos "al tronco negro del faraón". Yeats, el gran poeta irlandés, decía que se puede preparar un discurso como quien hace un poema. Lo mismo se puede decir respecto al fútbol. Maradona, por ejemplo. Bailaba el tango con el balón, había acordes de Piazzola en sus fintas y en sus regates rugía a veces uno de los tigres de Borges, a quien tal vez no le gustase el fútbol. O Di Stefano, que jugaba como quien escribe. O Garrincha, que regateaba como quien baila samba. O Eusebio, que tenía una gacela y todos los ritmos de África en cada pierna. Ojalá Figo, Deco, Pauleta, Ronaldo y compañía lleguen en el próximo partido al "tronco negro del faraón". Porque el pueblo necesita alegría. Inspiración en el fútbol, inspiración en la vida. Un poco más de poesía. Y un gran gol portugués.
Manuel Alegre es diputado del Parlamento portugués y poeta.
'Balón para Diego, ahí la tiene Maradona. Le marcan dos. Pisa la pelota. Maradona (...) arranca por la derecha el Genio del Fútbol Mundial. Inicia el contraataque e intenta contactar con Burruchaga... Siempre Maradona. ¡Genio, genio, genio ! Ta, ta, ta, ta... ¡Gooooool, gooooool y goooool ! ¿Qué golazo ! Dios Santo, viva el fútbol. Golaaazo. Diegoool Maradona. Estoy llorando perdonénme. Maradona en un recorrido memorable, en la jugada de todos los tiempos. Barrilete cósmico ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglé, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2, Inglaterra 0. Diegoool, Diegoool, Diego Armando Maradona. Gracias, Dios, por el fútbol, por estas lágrimas y por este Argentina 2, Inglaterra 0'.
"Algo vuela hacia el sol y no se sabe
si es la pelota o si es la misma tierra"
Baldomero Fernández Moreno
A Javier Marías se le puede perdonar todo, incluso –y ya es perdonar- que sea aficionado del Real Madrid. Porque gracias a este dato el señor Marías nos ha brindado a todos los amantes del deporte del balompié una selección de textos más o menos breves que están llenos de emoción, recuerdo, humor y fantasía.
No supone ninguna novedad resaltar la peculiar maestría literaria de Marías; sí lo es sin embargo leerla al servicio de un tema abusivamente tratado (el adverbio se queda corto) en los media. Por eso resulta tan grato y revulsivo, por eso produce temblor y hasta una pizca de orgullo comprobar que nuestro querido deporte rey no tiene por qué estar reñido con la alta literatura, como no lo están otras actividades de mayor solera y tradición (pienso por ejemplo en las piezas que cada año Fernando Savater escribe sobre el Derby Day, la famosa carrera de caballos). Y es que hasta ahora casi ningún gran escritor o artista –olvidemos a los oportunistas de hoy en día- han hablado bien del fútbol: un deporte jugado y seguido por las clases más bajas de la sociedad, un juego afeminado y traicionero, un deporte simiesco que se practica con los pies y no con el cerebro y las manos, etc., etc.
Ante tal avalancha de insultos, a los futboleros no nos bastaban ya aquellas palabras de Nabokov cuando rememoraba sus años balompédicos en Cambridge: “Oh, desde luego tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped...”. Tampoco nos bastaba el aliento trágico de Camus, que viva siempre en nosotros, también portero como Nabokov pero no en los cielos grises de Inglaterra sino bajo el sol azul de Argel. Es decir, teníamos dos porteros de primera categoría, incluso algún centrocampista memorable como Montaigne (quien en un pasaje de sus ensayos utiliza “el juego de la pelota”
para fabricar una comparación con el hecho de dialogar). Pero nos faltaba alguien ofensivo, repelente, impertinente, quisquilloso, alguien que incordiase a nuestra enemiga la muerte y a todos sus mortecinos burócratas, alguien que ya no sólo se defendiera celebrando sus recuerdos futbolísticos de juventud sino que se fuera al ataque para volver a ganar esa juventud que, como bien dijo el poeta, es sin duda nuestro más divino tesoro.
Pues bien, voilà, ese ser ofensivo se llama Javier Marías y es, ciertamente, nuestro delantero zurdo, nuestro Gento o nuestro Luis Suárez, o mejor aún, nuestro Garrincha o nuestro Antognoni. Ha escrito una fiesta de libro del que los aficionados estamos esperando ya nuevas entregas y donde habla de los inevitables Barça y Madrid, de la voluntariosa pero ineficaz selección española, de los mundiales y las eurocopas, de la gran final de la Copa de Europa de clubes (que sigue siendo la cumbre de todas las temporadas, final a la que en una ocasión asistí para ver triunfar en directo al Barcelona en el estadio más bello del mundo, el añejo Wembley, situado en Londres y a fecha de hoy cerrado para ser ultramodernamente remodelado...). Marías
recuerda cuando jugaba a chapas con su hermano, y al increíble Di Stéfano, y por la vía diletante nos entretiene hablando de los uniformes de los equipos, de los himnos nacionales, de las idiosincrasias de los clubes. Aquí un amago, allí un pase en profundidad, más tarde un desmarque y, ¡pronto!, un remate a la red. Así escribe Marías y así se juega, con desparpajo, con temple –y sobre todo con corazón.
Hay dos artículos y una idea en "Salvajes y sentimentales" (Aguilar) que me gustaría subrayar. La idea consiste en comparar el fútbol con las películas y los géneros cinematográficos. Es una apuesta arriesgada que el escritor sabe sin embargo desarrollar hasta lo hermosamente exacto, como cuando pone en paralelo los respectivos 5-0 del Barça y del Madrid con la épica de las películas del oeste y en concreto con la áspera pero sabrosa y sabia melancolía de "Grupo salvaje" de Sam Peckimpah. Protagonista indiscutible de dichas tragedias fue el presuntuoso, pesetero y marrullero Johan Cruyff, que no por nada ha representado, ha sido, durante la última década el personaje más revolucionario, más apasionado y más imprescindible del fútbol en España y en el mundo. Esa fiesta del ganar y del perder, esa extraña paradoja de la repentina tristeza que sucede a la victoria (fue Kafka quien escribió sobre el “fracaso del éxito”) y de la sorprendente alegría que sobreviene en el fracaso (¡la carcajada áurea de la que habla Nietzsche!) es una de las lecciones no menores que el fútbol también puede enseñar, y esa lección se resume quizá en aquello que el barón de Coubertin expresó sobre la importancia de participar, como si el éxito que todos deseamos se diese entonces por añadidura, inesperadamente, en un redoble triunfal en el que un íntimo agradecimiento anula por completo al rencor.
Los dos artículos que he mencionado tratan uno sobre la patada que el jugador y actor Eric Cantona propinó a un hooligan y el otro sobre las estancias infantiles de Marías en el pueblo de Soria. Pero yo diría que ambos textos hablan de la dignidad, o del amor propio que lucha y se
entrega. Y es que entre tanta bazofia televisiva, entre tanto millón indecente, entre tanta histeria nacionalista y tribal, hay en el juego del fútbol algo que también pertenece a la esfera de lo noble y de lo libre. Una vez leí un reportaje sobre la miseria y el hambre en Sierra Leona. Allí se decía que pese a toda la desventura de África todavía se veía a gente “haciendo el amor y jugando al fútbol”. Creo que desde ese viejo rincón nuestro que se empeña en celebrar su juventud y su vida a pesar de los pesares ha escrito Javier Marías este libro, para todos para nadie, para quien lo probó y lo sabe.
Ximo Brotons es profesor de filosofía
Aunque sólo fuera por el verso de Neruda... Hoy frente a Túnez.
Han metido en el debate del Mundial la palabra Patria como cuando meten en el debate nacional la palabra Rota, de Ruptura. Son así, alevosos; cuando menos te lo esperas, saltan con la Patria. Como si fuera suya. A Fernando Arrabal lo metió el franquismo en un buen lío porque puso la palabra Patria en una dedicatoria. La Patria era de ellos; Arrabal, quieto. El escritor melillense, que se ha pasado la vida buscando padre y patria, precisamente, explicó que lo que había escrito no había sido Patria, sino Patra, y añadió en su defensa que ése era el nombre de su gata.
Patria es una palabra peligrosa, está rodeada de alambradas y de banderas y los que creen estar dentro se sienten sus propietarios; cuando ya creen que la tienen, electrifican las alambradas para que no se acerquen otros. Por eso da tanto calambre ahora la palabra Patria aplicada al fútbol. Pues esta noche volveremos a ser patriotas todos aquéllos a los que nos den ganas de serlo. Octavio Paz decía que la patria es la lengua; ¿y por qué no va a serlo la selección española? El fútbol es también una patria, como la lengua, como las lenguas.
Borges prevenía contra las banderas y pidió que lo enterraran donde se fundó la Sociedad de Naciones. Pablo Neruda, tan patriota, tenía un verso que ponía en guardia ante los excesos de la palabra Patria: "Patria, palabra triste, como termómetro o ascensor". Hablar de lo obvio conduce a la melancolía y el fútbol, a veces, lo ensombrecen con argumentos obvios. En lugar de hablar de la palabra Patria podrían haber hablado del entusiasmo, que es lo que genera el fútbol cuando se juega bien, y eso es lo que hizo el último miércoles el equipo español.
El fútbol, como la felicidad, es decir, como el entusiasmo, dura un espacio muy limitado de tiempo, casi un instante, y en esa concentración se producen todos los altibajos de la vida. Gilardino, el excelente cabeceador italiano, tocó el violín el sábado, después de obtener su gol, pero luego era el rostro más triste de la noche mientras su selección se estrellaba contra Keller. Estados Unidos, tan patriótico, llenó de banderas el campo, y no era para la guerra, sino para el fútbol.
En España fue el fútbol un arma arrojadiza de los patriotas; ahora la selección es de todos, es decir, de aquéllos que queremos que gane, y no tan sólo por patriotismo, sino por que juegue bien. Decía Nicolás Estévanez, un poeta y político canario del siglo XIX: "Mi patria no es el mundo,/ mi patria no es Europa,/ mi patria es de un almendro/ la dulce, fresca, inolvidable sombra". Ojalá hoy nos vayamos a la cama con la dulce, fresca, inolvidable victoria del equipo español. Dejen respirar a la palabra Patria.
Un portero serio, nueve que se ríen y un fanfarrón: ésa es, sin ninguna duda, la mezcla que hace falta para ganar una Copa del Mundo. O sea, que, si queremos evitar que los periódicos de dentro de unos días lleven, como de costumbre, una foto de Raúl mirando al suelo y un titular que incluya la palabra "decepción", a nuestros jugadores no hay que trabajarles las piernas, sino la cabeza.
Para empezar, Iker Casillas es fantástico, pero no es Iríbar -aquel genio que entraba a los partidos con cara de funeral y dejaba la portería del tamaño de un ataúd- y suele vérsele de un buen humor muy peligroso; así que, por lo que más quieran, logren a cualquier precio que se ponga taciturno, esté templado y no le alteren los nervios, entre otras cosas, esos chistes enemigos que ya se cuentan por ahí sobre nosotros, el último consistente en parafrasear la famosa sentencia de Gary Lineker según la cual "el fútbol es un deporte que juegan 11 contra 11 y en el que al final siempre gana Alemania", sólo que cambiando "Alemania" por "España" y "gana" por "pierde". Que Casillas se ponga sombrío nos puede dar muchas alegrías.
Que nueve de los otros diez jugadores se rían es más difícil. Porque el problema de España es que esta gente se toma el fútbol de un modo algo melodramático, como si en vez de un juego fuese una ópera. Ánimo, muchachos; sacúdanse el agua negra de la tristeza y fíjense en los brasileños, que van a los encuentros bailando samba y, una vez en el campo, se tronchan hasta cuando fallan. Porque, si no lo consiguen, va a pasar lo de costumbre: que se bloquean y hacen lo fácil muy complicado y lo difícil imposible. Venga, chicos, tomáoslo menos en serio y estad tranquilos, sobre todo los delanteros. Recordad lo que decía Bill Shankly, aquel legendario entrenador del Liverpool: "Si estás en el área y no sabes qué hacer con la pelota, métela en la portería y ya discutiremos las otras opciones más tarde."
Pero lo que más necesita nuestro equipo es un fanfarrón, alguien que le contagie a sus compañeros optimismo y un punto de desvergüenza; un arrogante modelo Romario, George Best o Alcides Ghiggia, aquel extremo que alardeaba de entrenarse ganándole carreras a sus galgos y que tras marcar el gol con que Uruguay le quitó a Brasil, a domicilio, la final de 1950, declaró: "¿Qué cómo me siento? Imagínense: el Papa, Frank Sinatra y yo somos los únicos que conseguimos que Maracaná se quedara en silencio con 200.000 personas adentro". Adelante, chicos, siéntanse sobrados mejor que tensos, quiten esa cara de cobrador del frac con la que salen a las ruedas de prensa y apuesten por su número; no sean tan respetuosos con los rivales y háganse temer, que si pierden, siempre podrán decir lo que dijo el seleccionador inglés Bobby Robson, después de que su equipo las pasara japonesas para vencer a Camerún, en el Mundial de 1990: "No los subestimamos, lo que ocurre es que son mucho mejores de lo que creíamos". Por mi parte, me ofrezco a abrir la puerta de la jactancia: a Ucrania nos la vamos a merendar hoy mismo, y de ahí hacia delante, todo cuesta abajo, España, España, rá, rá, rá.
Benjamín Prado, escritor.
Hablamos de Pirlo, el tipo menos sonriente del Mundial. El que menos habla. El que no bromea nunca. El técnico italiano, Marcello Lippi, le llama el jefe silencioso. Tiene los pies brasileños, la imaginación mediterránea y la expresividad facial de un notario escandinavo con ardor de estómago.
No le ha sido fácil llegar hasta aquí. Debutó en Primera a los 16 años, como los genios, pero ya en aquel Reggina-Brescia de 1995 empezó a notarse que le costaría encajar en el fútbol contemporáneo. Y sus problemas se acentuaron con el tiempo. Jugaba como media punta, un puesto escaso en el calcio y reservado a los Baggio, los Zola, los Totti, futbolistas que además de buenos son carismáticos y satisfacen la demanda publicitaria. Pirlo era bueno, pero no tanto. Y nunca se lo disputarán los anunciantes porque tiene su rostro ofrece sólo dos opciones, amenaza o pésame. El otro problema era físico: poca estatura, poco peso, poca fuerza.
Del Brescia pasó al Inter, que no supo qué hacer con él y lo cedió a la Reggina, luego al Brescia y por fin, en una nueva muestra del supremo talento interista para la autolesión, al Milan. El fichaje del pequeño incomprendido que no sonreía nunca fue un golpe de genio de Carlo Ancelotti, un tipo que aprovecha a sus futbolistas tan bien como Capello pero, a diferencia de Capello, no los quema. Ancelotti recomendó a Pirlo que se olvidara de la media punta y le envió todo un año al gimnasio para que adquiriera músculo. En los entrenamientos le metía entre los mastines, gente como Maldini, Costacurta y Gattuso, y le hacía defender. Pirlo, por su cuenta, pulía de forma obsesiva su toque. Del experimento salió un monstruo ligero como una ardilla y tenaz como un rotweiller, con la cabeza de un mariscal y el sentido práctico de un zapador. Pirlo es ahora la clave del Milan. Si mantiene el nivel del partido contra Ghana será también la clave de Italia.
El juego no es juego, decíamos, si no se toma en serio. La ironía, la sonrisa, la broma y el colegueo mejoran el ambiente y el espectáculo, pero resultan ajenos al rito misterioso que concentra todas las leyes del universo en un reglamento, que reduce todo el espacio a un rectágulo de 90 por 65 y suprime cualquier futuro posterior al silbido final. Pirlo conoce el secreto del juego. Juega serio, como un niño.
Para los no iniciados, que cada uno encuentre el sentido que quiera o pueda al relato. Así es Millás.
Cuando mi mujer me preguntó en qué consistía el fuera de juego, me di cuenta de que era endiabladamente difícil de explicar.
-Te lo voy a dibujar, dije.
-No quiero que me lo dibujes, quiero que me lo expliques. ¿No eres escritor? Pues demuéstralo.
-Está bien, balbuceé, supongamos al equipo A y al equipo B.
-No me hables de equipos A o B. Háblame del Madrid y el Barça.
-Pero el Madrid y el Barça no juegan en el Mundial
-¿Entonces de qué va todo este lío?
-Por Dios, presta más atención a la realidad. Los equipos del Mundial están formados por los mejores jugadores de cada país.
-Pues utiliza como ejemplo a la selección de España. Y a la de Turquía.
-La Selección Española, aventuré, cometerá un fuera de juego cuando uno o varios de sus jugadores penetre en las líneas del equipo contrario...
Me detuve comprendiendo que había iniciado una jugada verbal con muy pocas posibilidades de llegar a la línea de meta. Veía la situación del fuera de juego dentro de mi cabeza, pero no era capaz de traducirla a una oración sencilla. Enseguida aparecían las subordinadas dispuestas a zancadillearme.
-Me rindo, dije. Veámoslo en el diccionario.
El Clave y el de la Real Academia despachaban el asunto calificándolo de "posición antirreglamentaria de un jugador". Así, cualquiera. El Seco tampoco me solucionó nada. Acudí entonces a la Larousse, que raramente me decepciona. Decía así: "En el fútbol se produce el fuera de juego cuando entre un jugador que no posee la pelota y la línea de meta contraria se encuentran menos de dos adversarios". Hasta ahí, perfecto. Pero añadía: "Salvo en casos excepcionales (saques de esquina, fuera de banda, etc.), dicho jugador será sancionado con un golpe franco en cuanto intervenga en la jugada de manera directa (entrando en posesión de la pelota) o indirecta (influyendo en el desarrollo del juego)".
Como no sabía explicar qué rayos era un golpe franco, me levanté y fui a la cocina a por unos panchitos. Al volver, mi mujer dijo con malicia: "Mañana estudiamos el saque de esquina".
Juan José Millás, escritor y periodista.
Y Enric se reengancha al Mundial, esto pinta bien.
Puestos a elegir, lo de España es bastante cómodo. No gana nunca y, por tanto, no sabe lo que se pierde. Se sufre más cuando se ha experimentado alguna vez el éxtasis de la victoria. Es el caso de Italia, que lleva un cuarto de siglo, toda una generación, intentando disfrutar de nuevo aquel placer brutal de 1982.
Una y otra vez, los tifosi y sucesivas selecciones han soñado con la repetición exacta del crescendo que condujo a la gloria en el Bernabéu. Pocos recuerdan los campeonatos de 1934 y 1938. Aquellos títulos mundiales no sirven como modelo porque para reproducirlos con un mínimo de fidelidad habría que poner a Mussolini en el palco y contar con árbitros entregados a la causa, de esos que hoy por hoy sólo tiene garantizados el Juventus. El Mundial de España es, pues, la referencia obsesiva.
El modelo 82 comporta un problema: agudiza la angustia del aficionado hasta niveles difícilmente soportables, porque implica un arranque mísero, una insólita sucesión de casualidades, algún amaño y al final, sólo al final, una maravillosa floración de fútbol. Jugar bien de entrada no le sirve a Italia: lo probó en 1978, con la mejor selección azzurra que se recuerda, y no funcionó. Italia siempre ha necesitado tocar fondo para dar lo mejor de sí, y esa característica nacional forma parte de su ADN futbolístico.
Para tener esperanzas, Italia necesita presentarse a la competición con los fiscales a cuestas. En 1982 fue por el escándalo de las apuestas clandestinas; esta vez, por los árbitros juvedependientes. Primera condición, cumplida. Necesita también que nadie apueste un duro por los azzurri. El maestro Gianni Mura predice en La Repubblica que Italia vencerá a Ghana, empatará con Estados Unidos y perderá con la República Checa, lo que la conducirá al segundo puesto, al emparejamiento con Brasil y al regreso a casa. Por ahí también vamos bien.
Luego viene lo difícil. En 1982, la primera fase italiana osciló entre la sordidez y la abyección: empate a cero con Polonia, empate a uno con Perú y empate a uno (muy, muy, muy sospechoso) con Camerún. Italia siguió adelante por coeficientes y por chiripa, sin haber ganado un solo partido. En la segunda fase tocó Argentina. Gentile cosió a patadas a Maradona y los azzurri ganaron 2-1. Y por fin Brasil, la floración, el milagro, el 3-2 de Sarriá. A partir de ahí, final incluida, puro trámite.
Para atenerse al programa, Italia tendrá que esmerarse hoy en jugar de pena (el reto está a su alcance) y en mostrar una patética incapacidad goleadora. Si sale bien, la maniobra se repetirá frente a Estados Unidos y frente a los checos, de forma que todo el mundo se pregunte cómo un equipo tan peñazo puede pasar a la siguiente fase. Entonces topará con Brasil y, según los planes, ocurrirá la floración milagrosa: Materazzi, quizá ayudándose con una porra eléctrica, se encargará de Ronaldinho como Gentile se encargó de Maradona; y Paolo Rossi se reencarnará en Luca Toni.
Ya está. Mundial ganado. El fútbol, si se planifica bien, es más fácil de lo que parece.
Acierto de El País en recuperar los artículos del poeta portugués Manuel Alegre que ya en la Eurocopa 2004 publicó varios textos en este mismo diario cuando era vicepresidente del Parlamento de Portugal (los cuales se colgaron en este blog). Hoy ha comenzado a publicar de nuevo con el debut de su Selección en el Mundial. Me gusta Portugal, espero que le vaya muy bien.
Los jugadores seleccionados por Scolari no me han sorprendido. Era obvio que nunca convocaría a quienes no formen ya parte del grupo. Estuviese de acuerdo o no (y, por ejemplo, nunca he estado de acuerdo con la exclusión de Baía), fue coherente con su filosofía y su método, escogió a aquéllos que ya estaban escogidos, aquéllos que conoce bien, en quienes confía y que confían en él. Aunque no hayan jugado muchos partidos con sus clubes o estén ligeramente lesionados o, como en el caso de Costinha, no tengan ritmo de competición. Para él, lo que cuenta es el espíritu de la selección. Y llamó a aquéllos que le dan esa garantía. Aquéllos que, en cierto modo, ya estaban allí. En especial, Costinha, indispensable en el vestuario y, como se vio contra Cabo Verde, en el medio campo. Scolari afirma, y yo también, que la garra de Costinha va a conseguir el milagro de ponerse en plena forma.
Yo prefería que Portugal estuviese en un grupo con adversarios supuestamente más fuertes: Inglaterra, Holanda o España. No dudo de que, en ese caso, la selección jugaría a su ritmo, con una concentración total y aquel rasgo que, en otras circunstancias, nos llevó a superar varios retos. Me dan miedo los llamados grupos fáciles. En primer lugar, porque ya no existen. En segundo, porque, por muy avisados que estén, los jugadores tienden de forma inconsciente a bajar el ritmo y esperar que las cosas sucedan. Pero, como dice una vieja canción brasileña, "esperar no es saber". No sé si Scolari recuerda la letra y la música. Si se acuerda de ella, le aconsejo realizar esta pequeña liturgia: hacer cantar a la selección "quien sabe actúa ahora / no espera a que las cosas sucedan". Yo no subestimaría a Angola ni a Irán. Si conseguimos ganar esos partidos, en mi opinión los más difíciles, todo es posible y puede que, parafraseando a Píndaro, "lo increíble se vuelva creíble".
Cristiano Ronaldo es, sin duda, excepcional. Puede desequilibrar un partido en cualquier momento. En un sentido positivo o negativo. Con un golpe de genio y un gol imposible o con una actitud irreflexiva acreedora de una tarjeta roja. Esperemos que juegue como en el Manchester. Para el equipo. Y no para él o para el aplauso fácil. Un Ronaldo en forma, maduro e inspirado, será la principal baza de Portugal, aquélla que podrá suponer una diferencia.
Sin embargo, creo que los jugadores fundamentales de la selección siguen siendo Figo y Deco, los que dirigen el juego y organizan al equipo y, sin menospreciar a los demás, le dan un inconfundible toque de talento y clase. Ya sé que nadie es insustituible, pero nuestro problema es que Figo y Deco sí lo son. Brasil tiene un equipo reserva de igual nivel que el titular y Portugal cuenta con suplentes de gran calidad. Pero no tiene a otro Figo u otro Deco. Tal vez por eso sea tan importante el jugador número 12, todos nosotros. Porque no sé si, además de mi amigo Eduardo Prado Coelho, se han dado cuenta de que todos estamos equipados, todos llevamos en la espalda el número 12, todos nos sentamos en el banquillo y, en cualquier momento, cualquiera de nosotros puede ser llamado para entrar en el equipo.
Manuel Alegre es poeta y diputado portugués.
Si el fútbol es la nueva religión pagana, según la inolvidable cita de Manuel Vázquez Montalbán, sus estadios deberían acreditarse como las nuevas catedrales contemporáneas. Como en la arquitectura religiosa, los estadios han atravesado todas las épocas hasta convertirse en aparatosos signos de la modernidad y de la trascendencia de un deporte que ya no lo es. Hace tiempo que el fútbol ha traspasado la frontera del juego y sus consecuencias. Ya no es el misterioso deporte que se juega con los pies, ni el generador de pasiones incontenibles, ni el refugio ocioso de la clase obrera, ni tan siquiera la bandera de una pequeña comunidad adscrita a sus colores. El fútbol es la representación de casi todas las cosas imaginables, una especie de universo paralelo donde se desarrollan todas las actividades posibles. Es deporte, política, negocio, tecnología, medicina, arte, violencia, fraude, emoción, pensamiento, belleza y fealdad. Se ha escapado de sus límites porque nada le ha contenido desde su nacimiento. El juego que idearon los privilegiados estudiantes de Eton, fue abrazado como suyo por los obreros que comenzaban a disfrutar de sus primeras horas libres en las tardes de los sábados. Desde ahí, su imparable crecimiento le ha llevado a una posición que hasta los norteamericanos quieren comprender. El fútbol se ha convertido en el símbolo de nuestro tiempo, para lo bueno y para lo malo.
Aunque los intelectuales se resistieron durante mucho tiempo a la evidencia de su importancia social, desdén inexplicable porque no se puede vivir de espaldas a lo que es fundamental para la gente, la certeza de la trascendencia del fútbol ya no admite dudas. Puesto que es uno de los grandes símbolos de nuestro tiempo, requiere de la simbología que lo identifique como religión universal. Los estadios hacen ese trabajo. Lo hicieron con modestia en los primeros años del siglo XX, en recintos sin pretensiones que sólo pretendían acoger a las pequeñas comunidades: una ciudad o un barrio. En estos lugares se jugó hasta que el fútbol dio noticias de lo que sería la globalidad. También fue pionero en esto. Cuando el fútbol traspasó el barrio y las ciudades, y después los países, y los continentes, cuando en un pueblo de Uganda se puede ver a un niño con la camiseta del Barça o del Madrid, cuando una antena parabólica capta en la selva amazónica los partidos de Old Trafford o San Siro, entonces no hay manera de disimular que el fútbol es más que fútbol.
La Copa del Mundo comienza el viernes en Múnich, en un estadio que impresiona desde fuera como sólo lo pueden hacer las construcciones destinadas a definir una época. Con su forma de colchón flotante, el estadio es la consagración del nuevo interés de la arquitectura por el deporte, y especialmente por el fútbol. En el mejor de los casos, los estadios habían sido recintos funcionales, con algunos toques distintivos en ocasiones. El arco de San Mamés pertenece a esa categoría creativa. Hay otros pocos y viejos estadios que añaden brillantes toques arquitectónicos, pero su tiempo ha pasado. En esos estadios adorados por los aficionados, no hay sitio para la comodidad, ni para la tecnología, ni para la seguridad. San Mamés es el viejo fútbol, privado de las adherencias que lo han convertido en un fenómeno abrumador. El estadio de Múnich, diseñado por los suizos Jacques Herzog y Pierre de Meuron -autores, entre otros proyectos, de la Tate Modern de Londres- escenifica el triunfo de un nuevo modelo, donde la vanguardia artística se implica en el negocio. No es sorprendente que en el mundo fenicio donde se mueve el fútbol actual, el estadio se vea privado de su nombre durante un mes. Allianz, la compañía de seguros que adquirió los derechos para registrar su nombre en el estadio durante 30 años, no podrá utilizarlos en los próximos 30 días. Durante este plazo, la FIFA dispone en exclusiva de esos derechos. Eso es el fútbol en estos días, un inmenso escenario, fundamentalmente económico, que requiere templos a su medida, donde los arquitectos más prestigiosos compiten en una carrera que no siempre produce resultados satisfactorios. Es más, la mayoría de las veces apunta hacia un horizonte excesivo en las formas y vacío en el fondo. Será la señal del fin de otro imperio. El del fútbol.