Más de una semana después de la gran desilusión futbolística de la temporada aún resuenan los ecos de lo que pudo ser y nunca llegó, ese instante mágico que tornó en trágico, las manos en la cara del presidente Roig, el lamento unánime, el silencio en el estadio. Qué pena Villarreal.
Pero si algo recordará ese momento será la mirada perdida de Riquelme, el gran jugador se tornó en fantasma sobre el campo, atravesó la frágil línea que separa la gloria del fracaso, y eso, como tantas otras veces, lo ha dibujado magistralmente Julio César Iglesias.
De pronto, Riquelme supo que vivía en un mundo vertical: la luna del escaparate. Puso aquel balón sobre el punto blanco, se sintió atrapado en una extraña turbulencia y detectó varios fenómenos inexplicables. Descubrió que el cosmos revienta por la garganta y percibió sobre las sienes un fluido sonoro en el que se confundían el sueño de París, la nariz remachada de Van Gaal, las patillas colgantes de Bianchi, los pases curvos al loco Palermo, La Bombonera, el dulce de leche y otros amores de infancia.
Levantó la mirada y comprobó que su pasado y su futuro cabían en dieciocho metros cuadrados de portería. Antes de tomar impulso se dijo que nunca había tenido una lengua tan pastosa, así que decidió sacudirse el hormigueo y reunió las últimas gotas de saliva. Como si el miedo se pudiera escupir.
Entonces le vinieron a la memoria las tres teorías sobre el tiro penal. A saber, podía cruzar los dedos y pulverizar la pelota con el macizo del empeine, o confiar en que el arquero anticipase la estirada y disparar al vacío, o sencillamente elegir una esquina y lanzar un tiro rasante. En el último momento optó por la más conservadora: para mayor seguridad aplicaría la tercera.
Enfrente estaba Lehmann, un descolorido muñeco alemán que, en aplicación de la ordenanza que patentaron sus colegas Bodo Illgner y Oliver Khan, bailaba con la suavidad prusiana de un oficial de húsares o, más exactamente, con la gracia equina del caballo del oficial.
Aquel montón de proteínas podía saltar lo que quisiera, pensaba Román, porque él, Topo Giggio, héroe de la Intercontinental y príncipe del toque, ya tenía la decisión tomada y, mirá vos, todo el tiempo se condensaba en un instante flexible, un temblor de banderas y un zumbido arterial.
Sólo había un problema: en su cabeza teutona, Lehmann también tenía un plan. Lo propio era que Riquelme golpease de derecha a izquierda; conociendo su potencia natural sacaría un morterazo junto al palo: en ese caso no lo alcanzaría ni el gato que atrapa la golondrina. Así, pues, habría que volar hacia el lado contrario por si, entre escupitajo y escupitajo, a aquel zombi de amarillo le daba la ventolera y se decidía por el toque lento, invertido y plano con el que sueñan los porteros en apuros.
Juan Román Riquelme miró la pelota: con su triple anillo rojo parecía el logotipo de Saturno. Lanzó la última perdigonada hacia la hierba, arrancó como un autómata, disparó con amortiguador y vio, horrorizado, que Lehmann atajaba, el mundo se deshacía y las banderas doradas eran en realidad un torbellino de hojarasca movido por el temporal.
Sabemos que aquello fue un cataclismo, pero volvé a la vida, Román.
2 comentarios:
estuve en el Madrigal, contra el Everton, el ManUnited, el Rangers y el Inter. Yo estuve en Wembley el 20 de mayo de 1992, en algún partido de primera fase después, y en la semifinal en el Camp Nou contra el Oporto (3-0). Claro, aquello era otro nivel futbolístico. Pero sin duda, y por sorpresa, aunque no tanta, quizás, he podido gozar de muy cerca y como de pasada, como si estuviéramos en un simple partido de fútbol regional -sano regionalismo- del equipo del pueblo, otra vez de nada menos que de la Copa de Europa: previa, primera fase, octavos, cuartos. Cada partido una final. Una gozada. En fin, de leyenda.
ánimo
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