El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abo-
minable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posi-
ble y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absolu-
to con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla
los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula
los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la conde-
nación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al
arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan,
miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego;
y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma
ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimi-
dad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás
lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que
está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo ga-
lopa, deslomándose como un caballo, este intruso que
jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en
recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigien-
do su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada
partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a per-
seguir la blanca pelota que va y viene entre los pies aje-
nos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero
jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota,
por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuer-
da a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el
sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él
aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coin-
cide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue
probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los
victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los
errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas
tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo
odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por
quién? Por él. Ahora disimula con colores.
Eduardo Galeano, escritor uruguayo
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