La plaza de Campo dei Fiori contiene el alma de Roma. Campo, donde la Inquisición hizo arder en la pira al monje-filósofo Giordano Bruno, es una de las pocas plazas romanas sin ninguna iglesia y sin ningún obelisco. La tradición del lugar es laica y un poco golfa: por la mañana aloja un mercado de verduras al aire libre, por la tarde propicia el paseo, por la noche se llena de bares y de ruido.
Cuando cierran los bares, ya de madrugada, no es extraño que alguien arroje al aire un balón. En cuanto asoma el cuero (o la bolsa llena de papeles, da igual) los antidisturbios se ponen el casco con un gesto desganado y se colocan en sus puestos: la rutina es bien conocida. Antes de que comience la carga policial y de que se rompan las primeras litronas (la coreografía está muy ensayada, no falla nunca) se permite que el balón ruede por la plaza y que se celebre el breve partidillo ritual que enfrenta a dos equipos arbitrarios (cada uno chuta hacia donde quiere) y sobradísimos de gente. Puede haber 100 o 200 personas involucradas en el juego-mogollón, carente de reglas y objetivos porque no hay porterías, y siempre se acaba igual: la policía despeja la zona, hace alguna detención simbólica y los vecinos, con un poco de suerte, consiguen dormir por fin.
Lo fascinante de esa ceremonia etílica y deportiva consiste en que siempre hay alguno que se queda atrás, a defender, con toda la atención puesta en cortar cualquier posible contraataque. Portería no hay, marcador tampoco, la juerga dura pocos minutos y el principal objetivo, se supone, consiste en abrirse paso entre la multitud y tocar el balón al menos una vez. Pero la defensa está ahí.
Parece como si el fútbol, en Italia, resultara inconcebible sin marcajes, presión y una defensa muy alerta. Incluso en la juerga de Campo. El calcio se paladea de forma distinta al fútbol de otros lugares: la tensión y el esfuerzo son más apreciados que la filigrana y la idea central, por encima del gol, es mantener la propia puerta a cero. Hagan la prueba y miren un partido italiano y luego uno inglés o español: en el segundo encuentro se tiene la impresión de que faltan jugadores, porque hay un montón de espacios libres por ahí: el centro del campo está lleno de aire y de tiempo para pensar. En Italia, el agobio invade hasta el último palmo de hierba.
Marcello, un amigo romanista, sostiene que las razones del defensivismo futbolístico italiano tienen raíces históricas. Durante unos 15 siglos, casi hasta el XX, la Península Itálica ha sido un no parar de invasiones y ocupaciones (desde los godos hasta los austro-húngaros, pasando por normandos, árabes, españoles, franceses y alemanes varios) y eso, según él, ha grabado en la memoria colectiva la necesidad de atrincherarse, resistir y buscar el golillo al contragolpe.
Es posible. El calcio, en cualquier caso, es un fútbol aparte. Esta temporada no hay ningún entrenador extranjero en la Serie A, una circunstancia única en las grandes Ligas europeas. Tampoco existen en otros países defensores como Maldini, que ayer, a sus 37 años, jugó un partidazo y marcó dos goles. Es extraño, pero con el tiempo, y sin saber por qué, uno acaba entregando el corazón al fútbol italiano. Y entendiendo a esos juerguistas de Campo que se alejan del gran barullo y se quedan atrás, con la mirada fija en el balón, cubriendo su zona, por si acaso.
Cuando cierran los bares, ya de madrugada, no es extraño que alguien arroje al aire un balón. En cuanto asoma el cuero (o la bolsa llena de papeles, da igual) los antidisturbios se ponen el casco con un gesto desganado y se colocan en sus puestos: la rutina es bien conocida. Antes de que comience la carga policial y de que se rompan las primeras litronas (la coreografía está muy ensayada, no falla nunca) se permite que el balón ruede por la plaza y que se celebre el breve partidillo ritual que enfrenta a dos equipos arbitrarios (cada uno chuta hacia donde quiere) y sobradísimos de gente. Puede haber 100 o 200 personas involucradas en el juego-mogollón, carente de reglas y objetivos porque no hay porterías, y siempre se acaba igual: la policía despeja la zona, hace alguna detención simbólica y los vecinos, con un poco de suerte, consiguen dormir por fin.
Lo fascinante de esa ceremonia etílica y deportiva consiste en que siempre hay alguno que se queda atrás, a defender, con toda la atención puesta en cortar cualquier posible contraataque. Portería no hay, marcador tampoco, la juerga dura pocos minutos y el principal objetivo, se supone, consiste en abrirse paso entre la multitud y tocar el balón al menos una vez. Pero la defensa está ahí.
Parece como si el fútbol, en Italia, resultara inconcebible sin marcajes, presión y una defensa muy alerta. Incluso en la juerga de Campo. El calcio se paladea de forma distinta al fútbol de otros lugares: la tensión y el esfuerzo son más apreciados que la filigrana y la idea central, por encima del gol, es mantener la propia puerta a cero. Hagan la prueba y miren un partido italiano y luego uno inglés o español: en el segundo encuentro se tiene la impresión de que faltan jugadores, porque hay un montón de espacios libres por ahí: el centro del campo está lleno de aire y de tiempo para pensar. En Italia, el agobio invade hasta el último palmo de hierba.
Marcello, un amigo romanista, sostiene que las razones del defensivismo futbolístico italiano tienen raíces históricas. Durante unos 15 siglos, casi hasta el XX, la Península Itálica ha sido un no parar de invasiones y ocupaciones (desde los godos hasta los austro-húngaros, pasando por normandos, árabes, españoles, franceses y alemanes varios) y eso, según él, ha grabado en la memoria colectiva la necesidad de atrincherarse, resistir y buscar el golillo al contragolpe.
Es posible. El calcio, en cualquier caso, es un fútbol aparte. Esta temporada no hay ningún entrenador extranjero en la Serie A, una circunstancia única en las grandes Ligas europeas. Tampoco existen en otros países defensores como Maldini, que ayer, a sus 37 años, jugó un partidazo y marcó dos goles. Es extraño, pero con el tiempo, y sin saber por qué, uno acaba entregando el corazón al fútbol italiano. Y entendiendo a esos juerguistas de Campo que se alejan del gran barullo y se quedan atrás, con la mirada fija en el balón, cubriendo su zona, por si acaso.
Enric González es autor de Historias del Calcio
2 comentarios:
fue mejor?
Lo siento.
Yeaaa, que buena.
Por cierto, yo en el top ten incluiría esa en la que se habla de las desgracias del Inter
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