Las cosas existen antes que las palabras. Hubo un momento, supongo, en que el fútbol se jugaba sin que se hubiera inventado aún la terminología del oficio. Esa debió ser una época feliz. Porque las palabras pesan sobre las personas, y en el fútbol, a veces, son de plomo. Tomemos un vocablo terrible, como carrilero. ¿Con qué ánimo vive quien lo lleva sobre la espalda? Los niños, cuando dan patadas al balón contra un muro, sueñan con ser tal o cual, Zidane o Ronaldinho, o con ser un gran delantero centro; yo aún no he conocido ninguno que sueñe con ser carrilero. Esa palabra mancha, desprestigia una de las suertes más hermosas del juego, la carrera por el exterior, convirtiéndola en una especie de función industrial, de oficio rutinario y sin magia.
Otras palabras son dulcemente engañosas. Líbero, por ejemplo. Lo de hombre libre suena muy bien, pero sólo sirve para enmascarar la decisión de meter en la cueva a un defensa más, cuando todas las posiciones justificables y razonables están ya ocupadas.
La digresión viene a cuento de dos términos que lastran el calcio. Como casi toda la jerga creada por los italianos (menos lo de catenaccio, o cerrojo, que suena mal y resulta aún peor en la práctica), son dos términos eufónicos: Agonismo y fantasista. Escuchen una retransmisión italiana, o participen el lunes en una charla de café, y comprobarán que el calcio de hoy gira en torno a esas dos palabras, expresivas y venenosas.
Un inciso: yo no creo que el calcio esté en crisis. Está en la ruina económica, está agobiado por la presión de la prensa y de la gente, está presionado (como en todas partes) porque el gol cuesta cada vez más millones, pero el juego tiene el interés de siempre. En realidad, este año se ve mejor fútbol en Italia que el año pasado, aunque entonces la Juve y el Milan disputaran la final de la Champions (con toda la mezquindad de que fueron capaces) y este año hayan sido ya eliminados todos los equipos italianos. Estas cosas van como van, y está muy bien que no ganen siempre los mismos.
Lo del agonismo y el fantasista, sin embargo, revela que hay en el calcio un problema básico, de enfoque, de percepción. El agonismo define la lucha, la resistencia, la presión, pero tiñe de oscuro esas funciones vitales para el colectivo. ¿Cómo puede tener matices positivos algo llamado agonismo? Desde el momento mismo en que se utiliza, convierte en fatiga, dolor y tedio mortal lo que debería ser vibrante y vivo.
Aún peor, quizá, lo del fantasista, que normalmente carece de plural. Según las convenciones que rigen hoy en el calcio, cada equipo debe tener un fantasista, es decir, un trescuartista o un mediapunta al que, con gran crueldad semántica, se atribuye en exclusiva la capacidad de inventar; los demás, de forma implícita, quedan condenados al agonismo. Ancelotti, que no tiene mala plantilla en el Milan, genera titulares recelosos cuando alinea a la vez a dos fantasistas como Kaká y Rui Costa; en cambio, a todo el mundo le parece bien que juegue siempre Gattuso, estrella del agonismo.
(Hablando de fantasismos: el que suscribe realizó dos semanas atrás el prodigio de convertir, con una palabra errónea, al Bilbao en el Madrid; le puso al rojiblanco Atura una camiseta blanca y metió a Fernando Daucik en el banquillo de Chamartín. Se pide perdón).
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