Nota: Y no faltará quien, cuando se habla de su elegancia, recuerde aquel salibazo que le propinó a Ruddy Voeller en el Campeonato del Mundo Italia 90, y, claro, lo cortés no quita valiente
Justo antes del partido Madrid-Barcelona (10/04/05), quizá el mejor de la temporada minuto por minuto, Frank Rijkaard, con la cara embozada entre las manos, miraba fijamente la boca del túnel de vestuarios. De pronto el graderío empezó a zumbar como una central eléctrica y apareció en escena Vanderlei Luxemburgo enfundado en su inseparable gabardina oscura. Aunque aquél era un mal momento para la cortesía, Frank se le acercó en una estudiada secuencia de movimientos, le dio un abrazo y le hizo una de esas confidencias que sólo pueden entender los cómplices. Luego recuperó su aire sombrío y volvió a su concha de apuntador.
Aquel brasileño de facciones duras le había inspirado siempre un sentimiento reverencial. En las canteras del norte de Europa, con sus códigos inflexibles y sus horarios de factoría, los emisarios del exótico Brasil tenían la reputación de ejemplares únicos: eran la mutación que cabe esperar de tanta diversidad genética y tanta presión ambiental. Visto de cerca, Vanderlei personificaba mejor que nunca al pionero curtido en la abigarrada selva de las canchas del trópico. Allí estaba ahora, con sus pómulos de garimpeiro quemados por la taquicardia, hurgando en el fondo del bolsillo o en el teclado de un transmisor. Qué noche tan cargada y qué tipo tan particular.
Frank volvió al sillón azul de su puente de mando sin darse cuenta de que pertenecía a la misma estirpe. Años antes llegaba a la Selección holandesa y al Milan infiltrado entre Ruud Gullit y Marco Van Basten, dos de los futbolistas más grandes de la época. Perdido en tierra de nadie, a mitad de camino entre aquel antílope rubio que jugaba en una burbuja y su imponente amigo de pelo ensortijado, un extraño purasangre con bigote, debía interpretar un papel auxiliar. Carecía de la ingravidez del primero y de la exuberancia del segundo, así que, atrapado en un estilo seco, casi alemán, se convertiría en la versión mestiza del hermano pobre. Sin embargo aprendió a nadar contracorriente y alcanzó una sólida consideración profesional; la de uno de esos cartógrafos del fútbol que tienen cada metro y cada instante en la cabeza. Compañero leal en todos los supuestos y posiciones, terminó siendo, sencillamente, el más valioso subalterno del mundo: el color que le faltaba al cuadro.
Aquel brasileño de facciones duras le había inspirado siempre un sentimiento reverencial. En las canteras del norte de Europa, con sus códigos inflexibles y sus horarios de factoría, los emisarios del exótico Brasil tenían la reputación de ejemplares únicos: eran la mutación que cabe esperar de tanta diversidad genética y tanta presión ambiental. Visto de cerca, Vanderlei personificaba mejor que nunca al pionero curtido en la abigarrada selva de las canchas del trópico. Allí estaba ahora, con sus pómulos de garimpeiro quemados por la taquicardia, hurgando en el fondo del bolsillo o en el teclado de un transmisor. Qué noche tan cargada y qué tipo tan particular.
Frank volvió al sillón azul de su puente de mando sin darse cuenta de que pertenecía a la misma estirpe. Años antes llegaba a la Selección holandesa y al Milan infiltrado entre Ruud Gullit y Marco Van Basten, dos de los futbolistas más grandes de la época. Perdido en tierra de nadie, a mitad de camino entre aquel antílope rubio que jugaba en una burbuja y su imponente amigo de pelo ensortijado, un extraño purasangre con bigote, debía interpretar un papel auxiliar. Carecía de la ingravidez del primero y de la exuberancia del segundo, así que, atrapado en un estilo seco, casi alemán, se convertiría en la versión mestiza del hermano pobre. Sin embargo aprendió a nadar contracorriente y alcanzó una sólida consideración profesional; la de uno de esos cartógrafos del fútbol que tienen cada metro y cada instante en la cabeza. Compañero leal en todos los supuestos y posiciones, terminó siendo, sencillamente, el más valioso subalterno del mundo: el color que le faltaba al cuadro.
Hoy, en el banquillo, se ha erigido en conservador de la escuela holandesa. Predica el toque, el aprovechamiento de espacios y el movilidad unánime que la crítica llamó fútbol total.
Es, como en su etapa de jugador, una figura compatible con todos los sonidos, aromas y matices del juego. La suma imposible de un general, un asistente y un amigo.
4 comentarios:
Estoy de acuerdo contigo, creo que con más gente como Frank el circo del fútbol sería muy diferente, a mejor claro.
Saludos
Oportunista.
Todos los antimadridistas sois iguales, a joderse!!!!!!!!!!!
jajajajajja...
Se te ha enfadado.
Todos dicen que el ciclo de Rijkaard está agotado, pero y si volviera a ganar la Liga? o la Champions? sería otro ciclo?
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