Cuando George Best decidió ahogarse en su piscina de ginebra, algunos pesimistas llegamos a pensar que con él se iban para siempre los reflejos verdes que habían iluminado durante diez años todas las calles del fútbol británico, desde Penny Lane hasta Carnaby Street. Aquellos fogonazos irlandeses que deslumbraron a Europa serían un fenómeno sencillamente irrepetible porque, con su elegancia de ciprés y su madera de felino, George era sencillamente inimitable.
La secuencia de su regate nos hacía pensar en la visión atlética de una danza guerrera. Se encaraba con el defensa, aplomaba la figura detrás de la pelota y amagaba un par de fintas de iniciación. Sus gestos, voluntariamente exagerados, parecían una demostración de poderío, pero eran sólo una forma de ocultar la verdadera maniobra. Con tan exuberante preparación no importaban gran cosa los reflejos del defensa de guardia: la arrancada definitiva llegaba siempre por sorpresa.
En el último segundo alargaba el perfil, marcaba los tiempos del recorte y emprendía la aventura. A partir de entonces sus escapadas seguían la misma pauta que los relámpagos; eran la progresión horizontal de una chispa eléctrica.
Con él, como con Mané Garrincha o con Raymond Kopa, siempre tuvimos, pues, la sensación de estar ante ejemplares únicos, exóticos productos de la casualidad que surgían espontáneamente de la selva del juego. O quizá fueran una respuesta de las leyes de la evolución a las nuevas exigencias del estadio: a más velocidad de los galgos, mayor agilidad de la liebre.
De alguna de esas desconocidas reservas del azar y la biología procede Joaquín.
Según su ficha oficial, llegó del Puerto de Santa María, una plaza blanqueada por el salitre en la que los chiquillos hablan del duende como se habla de un familiar y de la que dijo Joselito El Gallo: "Quien no ha visto toros en el Puerto no sabe lo que es un día de toros". En los ídolos locales, ya sean poetas, cantaores, deportistas o toreros, suele haber un destello de sensibilidad que asociamos a la recurrente escuela andaluza. Y el caso es que, por causa desconocida, los jipíos, las medias verónicas, los endecasílabos y los centros al área trazan allí una misma curva sentimental.
Sea por cuna o por inspiración, Joaquín nació a la vez artista y futbolista. No hay más que verle en la Calle 7, mirando fijamente a Roberto Carlos con los ojos de George antes de ponerle un par de banderillas al cuarteo.
Después repite invariablemente el ceremonial: estira el perfil, abre el compás en un sonoro taconazo, encadena su doble zancada lateral y deja sobre la banda derecha el rastro de una violenta línea quebrada.
Sucesor de The Best, es, sin duda, el nuevo rey del zigzag.
1 comentario:
No sé si lo que hace aquí Julio César Iglesias es una comparación; pero citar a Joaquín en el mismo artículo que Best o Garrincha es, cuando menos, una frivolidad. Estos jugadores no son ni remotamente parecidos, por mucho que algunos quieran verlos como dueños de un mismo sector en el campo: Best y Garrincha eran magos, y podrían haber juagdo en cualquier puesto de la delantera; Joaquín no es ni aprendiz de brujo, y su talento se limita a, de vez en cuando, hacer un recorte y salir en velocidad.
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