Estaba de viaje. El taxista, cosa extraña, llevaba la radio apagada. Fue quizá ese silencio, y el braceo galaico del limpiaparabrisas bajo la lluvia, el que me hizo conectar la memoria con el departamento de Asuntos Pendientes. Le pregunto entonces al silencioso conductor si sabía cómo había quedado el Deportivo. '¿Es usted gallego?' Sí, de Coruña. '¿Y no ha visto este partido?'. Había enfatizado el este; como si fuera la primera vez en su vida que usaba tal herramienta al hablar. Tenía que haber ocurrido algo muy extraño en Riazor. No, musité intimidado. No lo he visto. Por eso le pregunto. Y el conductor frenó el coche como un gaucho su caballo y me clavó la mirada como quien mira no a un hombre solo sino a sólo medio hombre: 'Pues no tiene usted perdón de Dios'.
El Deportivo-Paris Saint Germain fue una película. No lo digo como recurso retórico. En la noche del miércoles, después de ver la repetición del partido por La 2, en la habitación del hotel, caí en la cuenta que lo que había visto en realidad era una de John Ford. Lo ocurrido en Riazor era, al tiempo, un rodaje y una proyección. La pantalla del televisor nos permite ahora desmenuzar la perfecta estructura fílmica del encuentro. Su carácter de odisea en un escenario límite del Oeste. Una primera parte de tempestad, de adversidades impías, de penalidades sin cuento. A punto de sucumbir, la aparición de un factor que desafía el infortunio y da paso, con acción trepidante, al desmontaje de la fatalidad y a un final feliz e inesperado.
El elemento providencial en este filme fue la cabeza de Pandiani. En un pub del barrio londinense de Kilburn hay en la pared una leyenda que reza: 'Tenía una mente privilegiada para el fútbol, pero las ideas no le llegaban a los pies'. Pandiani demostró que, también en el fútbol, el lugar más cercano a las ideas es la cabeza. Y no había tiempo que perder esperando que llegasen al dedo gordo.
Los primeros planos mostraban la veracidad del cuerpo a cuerpo, sangre y barro en las rodillas, eso que distinguirá siempre al fútbol de otros deportes de inmaculada concepción. El filósofo Sartre, que era de París y tomaba café en Saint Germain, dijo en una ocasión: 'El fútbol tiene un problema y es que el equipo contrario existe'. Con el Deportivo sucede justo al revés. Juega bien gracias al problema, a la existencia del contrario. El Deportivo se complica la vida cuando cree que juega contra el Destino, ese ente invisible, pero hace maravillas cuando descubre al adversario. En los partidos contra el Destino, el Deportivo se obsesiona tanto con la portería que sólo ve los palos y todos los balones van al larguero. Empieza a meter goles cuando divisa a un tipo en la portería. Al adelantarse con tres goles, los parisinos ya no podían disimular. Existían. Iban a vencer. Y el Deportivo se puso entonces a las órdenes de John Ford. Cada jugador parecía decir: 'Enterrad mi corazón en Riazor'.
Al igual que hay una psicología del paisaje, hay una psicología de los campos de fútbol. Estadios o recintos modestos, algo va quedando de tanto sentimiento, por más que a veces nos parezca absurdo. Riazor es un estadio marino. Un sedimento de memorias mecidas por el mar, con sus naufragios, luchas por la supervivencia y felices arribadas. Lo de la noche del miércoles fue una heroica travesía a contraviento. Después de esto, Riazor debería aparecer en la cartografía náutica como la isla donde se reinventó el fútbol una noche de tempestad del año 2001.
Manuel Rivas es escritor
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