Con Holanda como sola excepción, la primera fase de la Eurocopa ha dejado en escena a un elenco descaradamente meridional: Italia, Francia, Portugal, España, Rumania, Yugoslavia y -por Mahoma- Turquía. Menos mal que ya nadie se acuerda -ni siquiera yo mismo apenas- de que hace mil años existía una competición llamada, si no me equivoco, la Copa Latina, porque quizá tendríamos la levemente frustrante sensación de haber desembocado de repente en ella y andarnos sólo por el Mediodía.Algo malo y algo bueno indica este predominio. Tras la derrota de Alemania por 0-3 ante Portugal, le puse un fax de pésame a Paul Ingendaay, corresponsal cultural en España del Frankfurter Allgemeine Zeitung. Más que su eliminación a las primeras de cambio -gajes del oficio o azar-, lo que me parecía merecedor de condolencias era el bagaje goleador de la Máquina Acorazada: un solitario tanto a favor en tres partidos delataba a un equipo apático y falto de codicia, o -aún más raro y aún peor- falto de insistencia. Es el síntoma más llamativo de la extraña inversión de papeles que se está produciendo en los Países Calurosos Bajos. Porque, ¿acaso no va también contra la tradición que Portugal golee sin despeinarse, cuando lo normal era verlo como si hubiese pasado por una peluquería de Jerry Lewis y sin meter bola en la red? ¿O que Dinamarca se largue sin dejar un mísero gol y con su portero haciendo aspavientos para disimular? ¿No es anómalo que en seguida tengamos a todos los nórdicos fuera, a los británicos fuera, fuera a los centroeuropeos, y fuera eslavos con la sureña excepción? ¿No resulta insólito que España, tras comenzar pusilánime como siempre, se sobreponga con heroicidad a base de trompicados goles útiles, en vez de los habituales y elegantes goles superfluos e inútiles, como aquel sexto de Kiko ante Bulgaria en el último Mundial? ¿No es absurdo que Holanda, en lugar de convencer y perder, venza y aburra como si sus jugadores del Barça aún sufrieran del mal vangálico? (No quiero alarmar a los culés, pero tiene pinta de enfermedad irreversible y crónica).
Para los aficionados con sentido de la historia no es grato del todo tener por delante siete encuentros vitales sin Alemania ni Inglaterra en ellos, sin rusos ni checos ni húngaros ni polacos ni escoceses embriagados. El lado bueno del asunto es el momentáneo triunfo de los equipos disparatados, vehementes e improvisadores. Se lleva la palma Yugoslavia, a la que ya hay que agradecer que nos haya permitido contemplar trece goles en dos partidos demenciales, es decir, de los que invitan a regresar al estadio. Lo mismo puede aplicarse a Portugal, aunque su engañosa serenidad lo haga parecer más sensato y organizado. Rumania y Turquía llevan lo descabellado en sus botas. Si las selecciones caóticas y desobedientes acaban ganando, y dado el mimetismo reinante de las fórmulas victoriosas, es posible que la próxima temporada nos encontremos el continente lleno de enfrentamientos imprevisibles y desaforados. Ojalá.
A Ingendaay le dije, para consolarlo, que no se perdiera el Yugoslavia-España del día siguiente, porque sería "histérico, y por tanto divertido". Y en efecto, España se ha apuntado a la corriente: un poco tarde, pero con entusiasmo y espectacularidad. Una vez que el ultimísimo golpe de dados le fue propicio, se la siente ahora como unos de esos caballos que vienen desde atrás a galope tendido (me perdone la comparación Savater) y se imponen, casi desbocados, en la recta final. Pero para seguir en la dinámica enloquecida y vistosa, es preciso que Camacho mantenga bajo los palos a Cañizares o a Molina, de los que no recuerdo una sola parada en lo que va de Eurocopa, en vez de optar por Casillas, el único de los tres que no se limita a interceptar centros y recoger cesiones, sino que además evita goles. De ese modo nos aseguraremos por lo menos un par de tantos en contra por partido. También debe mantener a Salgado, que garantiza alguno en contra y alguno de billar sucio a favor.
Debe evitar a toda costa a los tibios Aranzábal y Fran, y quizá a Hierro, en exceso aseado y aplomado para la pertinente histeria colectiva. Conviene que no falten nunca Raúl, Alfonso, Mendieta y Sergi, porque pierden tantos balones como recuperan, obsequian tantos regates atolondrados como exquisitos, se pegan tantas carreras innecesarias como eficaces por huracanadas. Y, por supuesto, jamás debe faltar Guardiola. No porque comparta con los anteriores la hiperactividad y la aceleración insensata o sensata (él es sensato siempre), sino porque, como también a esos cuatro, le gusta jugar al fútbol. Se ve que lo pasa en grande, eso se nota. Esta sensación, por absurdo que en principio parezca, no la transmiten muchos jugadores hoy día. Casi ningún italiano, casi ningún francés (Zidane hastiado de la Juventus), sólo Figo en Portugal (es cosa distinta de ser buen futbolista: lo son Del Piero, Rui Costa, Mijatovic), sólo el viejo Hagi en Rumania; y ningún yugoslavo, ningún alemán, ningún nórdico, sólo Owen en Inglaterra, probablemente por su juventud.
Guardiola ya no es muy joven, pero se le ve disfrutar enormemente, y quienes disfrutan no desean que los partidos terminen nunca; por eso son capaces de recoger malamente un balón en el centro del campo y, con el agua al cuello, aún sacarle placer al último pase del día, es decir, medirlo, bombear adecuadamente, tocar ese postrero y agónico balón con gozo. Lo que vino después ya lo hemos visto setecientas veces y lo que te rondaré morena, sobre todo ahora que por fin tenemos para la historia un golito más, famoso, que sí fue gol nuestro, no como los de Cardeñosa y Míchel contra Brasil (el uno fallado, el otro no concedido), ni como los de Arconada, Zubizarreta y Molina a favor de Francia, Nigeria y Noruega respectivamente. Pero además: cuando acabó el tiempo con su 4-3 increíble y llegó el momento de los descontrolados gestos que tanto dicen sobre quienes los hacen, hubo dos que me llamaron en especial la atención. Mientras sus compañeros se revolcaban sobre la hierba, Iván Helguera, muy educado y sobrio -pasó algún tiempo en Italia-, estrechaba ceremoniosamente las manos del medroso árbitro y sus auxiliares. Guardiola, por su parte, era el que con mayor emoción se abrazaba a todos, en particular con Raúl y Hierro, eternos rivales. Además de ser un extraordinario futbolista que incluso en un mal día debe estar en el campo, además de disfrutar con su oficio, parece un tipo de lo más cariñoso. Ésos siempre caen bien y no hay que herirlos. Hay que cuidarlos.
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