Que Sophia me perdone, pero el fútbol, como la poesía, no se explica, implica. Fútbol es pasión. Algo oscuro y mágico, mezcla de fiesta y sufrimiento, un "acre placer de las dolores", citando al viejo Garrett. Ha sido ese lado del fútbol el que llevó a Bill Shankly, mentor del gran Liverpool de los años setenta, a una célebre frase: "El fútbol no es un caso de vida o muerte, es mucho más que eso". O ha inspirado el poema de Carlos Drummond de Andrade: "¿Se juega el fútbol en el estadio? / El fútbol se juega en la playa,/ el fútbol se juega en la calle,/ el fútbol se juega en el alma". Es así y nadie lo ha dicho tan bien: el fútbol se juega en el alma. Lo saben los poetas a los que les gusta el fútbol y también los políticos, incluso a los que no les gusta, como parece que era el caso de Salazar y Franco, que, sin embargo, lo utilizaron.
Hace tiempo he visto un documental sobre la forma en que Hitler, Mussolini y Franco se han servido del fútbol. Pero también he visto el ejemplo del primer jugador austriaco, Mathias Sindelar, que, después de la anexión de su país, se negó a integrar la selección alemana y terminó siendo asesinado. Tiene hoy un monumento y es venerado como un símbolo de la resistencia austriaca.
Alfonso de Melo, en su notable Historia de la Selección Nacional de Fútbol, Cinco Escudos Azuis, recientemente publicada, cuenta un episodio poco conocido: el 30 de enero de 1938, antes de empezar un Portugal-España, algunos jugadores de la selección portuguesa se negaron a hacer el saludo fascista. Azevedo, del Sporting, no estiró los dedos; Quaresma, del Belenenses, se quedó firme, Simões y Amaro, también del Belenenses, levantaron los puños y fueron detenidos e interrogados por la policía política. Se estaba en plena guerra civil en España y éste fue un acto de gran coraje y simbolismo.
Las dictaduras han utilizado el fútbol. Todos lo sabemos. Pero tal vez sea tiempo de reflexionar sobre la irresistible promiscuidad que, en democracia, se verifica entre política y fútbol. La política se sirve del fútbol como nunca. Pero los dirigentes del fútbol también se sirven de la política. Lo que no es bueno ni para el fútbol ni para la política, mucho menos para la democracia. Con la connivencia de los media, principalmente de las televisiones, asistimos a una especie de futbolización de la vida, lo que degrada el fútbol y no mejora la vida. Tal vez sea una consecuencia de estos tiempos de vacío, de crisis de valores y convicciones, de la propia muerte de las utopías. Pero no diabolicemos el fútbol, el fútbol que continúa siendo fiesta, que se juega en el alma y que tanto nos implica. En el último Campeonato de Europa, hijos de inmigrantes de segunda y tercera generación, después de las brillantes victorias de Portugal, han descubierto sus raíces, se han envuelto en la bandera nacional y gritaron el orgullo de ser portugueses. Éste es el otro lado del fútbol, su fuerza, su contagio, su magia. Sin causas, las personas, sobre todo los jóvenes, concentran en el club o en la selección sus sueños y esperanzas. El club y la selección son una nueva forma de utopía. Tanto más intensa cuanto más grande es la duda sobre el futuro personal y la sensación de que el país tiene cada vez menos peso en los destinos del mundo. Lo que provoca dos sentimientos contradictorios; por un lado, un exacerbado patriotismo, y por otro, un nuevo cosmopolitismo, una especie de nueva Internacional, la Internacional del fútbol.
Es lo que ocurre ahora, cuando se inicia la Eurocopa. En cada selección se proyectan los sueños, la nostalgia y la esperanza de otro tiempo, otra vida, otra grandeza. Para mi generación, eso era la revolución. Para muchos, hoy, es la selección. Menos mal que la selección, por lo menos la selección, galvaniza y moviliza. Yo, portugués, me confieso: a pesar del aprovechamiento sin pudor del eslogan Força Portugal por la coalición de derechas, estoy de alma y corazón con la selección nacional, aquélla a quien Tavares da Silva llamó un día "el equipo de todos nosotros". Estaré con todos los que van a vestir la camiseta de Portugal. Por amor al fútbol. Porque el fútbol implica. Porque, se quiera o no, el fútbol es una forma de utopía. Y porque el poeta tiene razón: el fútbol se juega en el alma.
Manuel Alegre es vicepresidente del Parlamento portugués, escritor y poeta
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