
Pero últimamente el Atlético no emociona. No hay noticias de buen juego y el único aliciente es experimentar una montaña rusa emocional donde ninguna alegría dura más allá de dos partidos ni ninguna crisis termina con un partidazo ocasional. Vemos pasar a buenos jugadores por el equipo que acaban o desquiciados o en el Liverpool. Ambición existe, pero quizá puesta en el sitio equivocado. Nosotros no tenemos que aspirar a ganar la Liga cada año, sino a animarla, a divertirla, a sacudirla, a ponerla patas arriba y, como siempre, si un año todos los hados se alían, las brujas se descuidan, las meigas se emborrachan y hay eclipse de Real y Barça, pues vamos y ganamos, pero sin aspiración de continuidad. Para un aficionado del Aleti es hasta feo ganar, se trata de otra cosa. ¿Dónde está esa otra cosa?
Un amigo futbolista que jugó hace pocas semanas en el Calderón me llamó a darme el pésame. Me dijo: la propia afición del equipo es el peor enemigo de sus centrales, los silba, los aterroriza cuando el balón se aproxima. Pero la afición se sabe lo mejor del equipo y no hay quien la frene ni siquiera cuando toca irrumpir en el campo o en los vestuarios. Abel llegó al equipo el año pasado y ganó el primer partido. Dijo: "Los jugadores han captado mi mensaje". Quique llegó este año y perdió estrepitosamente con el Recre. Dijo: "Necesito jugadores que no me decepcionen". Pero ningún diagnóstico dura la semana completa. Para evitar esquizofrenia lo mejor sería asumir el lugar en el que se está. Los equipos llamados a ser secundarios en su ciudad tienen que tener un particular sentido de competitividad, de épica y de juego. La simpatía es un don que se pierde y que han perdido en los últimos años equipos como el Aleti y el Betis. Nadie les pide ganar, arrasar, como nadie le pide llevarse a la chica o salvar a la humanidad al actor de reparto en una película. Se le pide personalidad, encanto, viveza, para en tres secuencias dejar claro quién son, cómo actúan, para qué están en la película. El Atlético de Madrid necesita recuperar un determinado estilo, ser fiel a una manera de jugar, reconocible en un rasgo, en una pincelada. Dejar de fingir que podría ser George Clooney si es Pepe Isbert. Ser como un colegio malo, sin prestigio, donde quizá los niños no saldrán ministros, pero si un día consiguen recitar a Rubén Darío, te hacen saltar las lágrimas. Necesita tocar el violín y sacar la emoción, como ese tipo que toca en un pasillo del metro pero a veces seduce más que el solista del Teatro Real.