lunes, noviembre 27, 2006

Historias del Calcio. TEORÍA DEL ERROR AJENO

El fútbol no se practica igual en todas partes. Ni siquiera en Europa. El tráfico de futbolistas y la globalización de las competiciones no han conseguido homogeneizar del todo el deporte más universal. Si uno mira con atención un partido inglés, ve a unos cuantos tipos jugando: sigue habiendo algo de lúdico en torno a ese balón que se mueve rápido de un lado a otro. Si el partido es español, se percibe un punto de coquetería, quizá porque el público paga más a gusto por el espectáculo que por el marcador. En un partido italiano resulta fácil intuir que la gente sobre el césped no juega, sino que trabaja por ganar.

Fabio Capello, que sabe unas cuantas cosas sobre el calcio, cuenta que con los futbolistas italianos tiene la impresión de que no les apetece salir al campo. Parece como si prefirieran estar en cualquier otra parte. Sufren la pesadumbre del trabajador al inicio de la jornada, porque saben que no asumirán la iniciativa. Saben que no les conviene imaginar o crear, sino otra cosa.

El calcio es un gusto adquirido, como el tabaco o la cerveza negra. No suele gustar la primera vez. A muchos paladares selectos no llega a gustarles nunca. Desde un cierto punto de vista, podría haber algo de repelente en un fútbol cuyo resultado ideal es el 1-0. Olvidémonos de que el Roma ha marcado 10 goles en dos partidos: en Italia está muy interiorizada la teoría de que no hay gol sin fallo defensivo y, por tanto, el teórico partido perfecto debe concluir con empate a cero. Lo suyo, pues, es un marcador corto y sufrido.

Adentrémonos en un jardín altamente resbaladizo, casi colindante con el paraje onírico de las identidades nacionales: ¿por qué el calcio es como es?

Las generalizaciones y los tópicos funcionan poco. Empezando por lo del catenaccio o cerrojo, inventado en 1932 por un austríaco, Karl Rappan, entrenador del Servette suizo. Rappan presentó al mundo su invento en el Mundial de Francia 1938, como técnico de una selección suiza que venció a Alemania. El catenaccio, por entonces aún llamado verrou, en francés, consistía en atrasar hacia la defensa los dos centrocampistas de la disposición clásica 3-2-5, haciendo de uno un marcador y del otro, aún más retrasado, un hombre libre. Se considera que su edad de oro fueron los 60, aunque la interpretación más depurada, ya en el ocaso del invento, la ofreció Alemania en 1974.

El catenaccio tiene hoy nombre italiano por el entrenador Nereo Rocco, que en los 40 y 50 lo utilizó con éxito en varios equipos modestos hasta llegar al Milan. Se atribuye a Helenio Herrera y al gran Inter de los 60 la presunta simbiosis entre calcio y catenaccio, pero eso es inexacto. Herrera, en efecto, no sentía el menor escrúpulo por amontonar gente en defensa y colocar delante de ella a Luis Suárez, para que sirviera balones largos a un par de atacantes. Lo hacía, sin embargo, sólo a veces. Al principio de su reinado, para economizar las fuerzas de un equipo que jugando al ataque podía ganar a casi cualquiera. Al final, para maquillar los defectos de una formación envejecida. Se trataba de un recurso ocasional, basado en criterios puramente utilitarios.

La clave del calcio no tiene que ver con el catenaccio. Aventuremos una teoría, tan descabellada como cualquier otra. Los italianos fueron dominados por potencias extranjeras durante unos 1.300 años, hasta la segunda mitad del XIX. Se acostumbraron a que el Estado fuera extranjero y aún no se creen que sea suyo, lo que podría explicar algunos fenómenos relacionados con la evasión fiscal. También aprendieron a hacer lo mejor que se podía hacer en tal caso: aprovechar en beneficio propio los fallos del sistema dominante.

El italiano tiene un sentido innato para detectar la rendija o el punto frágil en cualquier sistema que se le ponga enfrente. Espera su ocasión y la aprovecha. La esencia del calcio es, probablemente, ese talento.

Enric González es autor de Historias del Calcio

sábado, noviembre 25, 2006

UN AÑO DESPUÉS. BEST, IN MEMORIAM

Hoy hace un año de la muerte de George Best, entonces desde este blog se le quiso rendir un homenaje. Hoy quiero recordarlo de nuevo.





Hoy ha muerto George Best, un mito del fútbol de todos los tiempos, un icono de este blog.


Fue bonito mientras duró. George Best fue un grandísimo jugador, fugaz pero grande, muy grande. El mejor que se ha visto en las Islas Británicas. En la santísima trinidad que armaba con el escocés Law y el inglés Charlton, Best era, simplemente, the best (el mejor). Law era un goleador innato y Charlton era el aristócrata del medio campo. Pero Best lo tenía todo.

A los 17 años empezó jugando de extremo izquierdo en el Manchester. Hacía, mejor que nadie, todo lo que un extremo debe hacer, pero también marcaba más goles que nadie en su equipo y más que nadie en la liga inglesa. Y los marcaba con la cabeza, con disparos de larga distancia, con vaselinas, después de regatearse la mitad del equipo rival. Y al portero, como cuando marcó el segundo gol en la final de la Copa de Europa de 1968 (Manchester, 4; Benfica, 1).

Fue dos años antes, también contra el Benfica, en Lisboa, cuando Best se consagró como un dios del fútbol. Nunca había perdido en casa el equipo de Eusebio en competición europea. Esta vez perdió 5-1 y Best, con 19 años, marcó dos goles. Los aficionados del Benfica, rendidos ante su talento, le bautizaron el Beatle, por su melena, y cuando acabó el encuentro uno de ellos saltó al campo con un cuchillo, no para matarlo, sino para pedirle un rizo del pelo.

El problema fue que se creyó lo de Beatle. Best fue el prototipo de un fenómeno común hoy en día: el futbolista que se convierte en celebrity. Creaba noticias no sólo con lo que hacía en el campo sino, más y más al pasar el tiempo, con lo que hacía fuera de él. Perseguido por los fotográfos, se pasaba las noches en Tramps, la discoteca de la jet-set londinense, donde solía aparecer Mick Jagger. Y, como a Mick, sus aventuras sexuales lo convirtieron en leyenda. "Dicen que me he acostado con siete Miss Mundos", comentó Best una vez. "Mentira, sólo fueron cuatro. A las otras tres no les hice el favor".

Fue como consecuencia de una escapadita a Marbella en 1972 con la entonces Miss Mundo cuando se creó la ruptura final entre Best y Busby. Tal fue el impacto de la noticia de su retiro que el asunto Best se debatió en el Parlamento británico. Pero no había dios que pudiera haber detenido su descenso a la autodestrucción futbolística.

Muchos años después, en 1980, emprendió un tratamiento contra el alcoholismo, mientras jugaba en California para los San Jose Earthquakes. Cuatro años más tarde lo encarcelaron en Inglaterra por conducir bajo la influencia del alcohol.Pese a todo, Best no ha acabado siendo un personaje patético, como Maradona o Gascoigne. Seguramente porque siempre fue una persona inteligente, capaz de expresarse con agudeza e ironía, y con el don encantador de poder reírse de sí mismo.

Hasta siempre, The Best!


jueves, noviembre 23, 2006

EL GRAN CAÑÓN por Vicente Verdú

Más Puskas, era necesario



Los jugadores elegantes suelen tener una muerte sin demasiada peripecia. Nacen, se perfeccionan, se bruñen, llegan a lo exquisito y mueren como estrellas. Su luminosidad vertical se apaga de abajo arriba y su muerte asciende desde la base a la cima como un fósforo. Sólo los jugadores conformados como grandes bloques, ejemplares con más potencia que estilo, más piedra que zumo, caen levantando polvareda.

Puskas no ha muerto, sin embargo, de una vez. Ni explotando en un choque de carretera ni siendo la bomba fatal de un suicidio. Contrajo el Alzheimer hace años y en su manoteo sobre paredes y muebles fue dejando las huellas anticipadas de su recuerdo. Exactamente, mientras se evaporaba en su propia memoria la memoria deportiva se hilaba. No muere, por tanto, en medio de una consternación.

La consternación tenía lugar este tiempo inmediato al contemplarlo. La colosal potencia de su fútbol lo había vaciado de casi toda munición. Y, en los últimos tiempos, apenas contaba con la escasa provisión para ser lúcido encarrilándose hacia el fin. Desconcertando seguramente a los más próximos de sus parientes como desconcertaba en el estadio a rivales y a compañeros.

Sus disparos fulgurantes le valieron el sobrenombre de cañoncito pum. Ni cañonazo ni siquiera pelotazo. Lo más espectacular pudo ser su potencia pero, a diferencia de un Roberto Carlos, por ejemplo, no tiraba a destrozar cuanto hallara a su paso sino a dejar el obstáculo indemne. El balón se colaba como enfilado en el tubo del cañón hasta hacer sentir que el espacio, aparentemente tupido, se hallaba perforado por una suerte de cilindro al que Puskas acoplaba la dirección del esférico.

Todo ello realizado sin la menor señal de esfuerzo o de exagerada aplicación. Soltaba la pierna y durante varias temporadas nadie consiguió soltarla igual. El tiempo ha mostrado, para demérito del modelo, que otros jugadores imitan a determinados maestros pero Puskas no pudo imitarse.

Goleaba a la manera de un artesano tradicional, un operario con oficio profundo porque aun siendo un milagro la factura de sus goles, cualquiera podía advertir que procedían de un aprendizaje autóctono y tradicional. Ningún maestro fue superior a él pero su maestría poseía la densidad de lo bien aprendido y madurado.

Su muerte alude a un deterioro cerebral pero qué otro destino podía esperarse de un conspicuo profesional que se gastaba en la descarga de cada disparo. De hecho la lenta y continua pérdida de su vigor mental se vio temporalmente correspondida por un injusto olvido oficial. Fue, en fin, tan fácil quererlo que su nombre ha permanecido tan intacto como si ahora mismo pudiera saltar al campo y recibir el gran clamor. Porque Puskas hace tiempo que pasó de ser un nombre de jugador para hacerse la denominación de un mito. Y hasta de un concepto.

Una pieza sin réplica en la historia del fútbol y una figura que, sin sustitución alguna, será el testimonio directo del fin de una época. El final incluso de una era tan eximia en la historia madridista que cualquiera de lo ocurrido posteriormente ha de mirar hacia arriba para recibir una cabal información sobre entrega, competencia y honor.

lunes, noviembre 20, 2006

Historias del Calcio. LIBERACIÓN

La peor violencia no es la que rompe huesos y derrama sangre. La peor es la que quiebra la voluntad de la víctima, que, envilecida, acaba dando las gracias al agresor. El llamado síndrome de Estocolmo, por el que el secuestrado se identifica con el secuestrador, forma parte de ese tipo de violencia, muy abundante tanto en la variedad individual como en la colectiva: se da en las familias, en las empresas, en la política. Y en el deporte. Fue, durante años, el caso del Siena.

El Siena, en Primera desde 2003, vive sin la tiranía de Moggi el mejor año de su historia

El actual Siena nació en 1904 con un nombre interesante, Sociedad de Estudio y Diversión, y una camiseta aún más interesante, a cuadros blancos y negros, como la bandera local. El Siena fue, por tanto, la formación blanquinegra original: el Juventus nació de color rosa. Lo de Estudio y Diversión duró poco y fue sustituido por una denominación aún más curiosa, la de Sociedad Deportiva Robur. Como Robur, en 1908, los sieneses empezaron a participar en competiciones futbolísticas más o menos serias.

Siguió casi un siglo sin grandes gestas. En 2000, tras 55 años en las categorías regionales, el Siena (con ese nombre desde 1934) volvió a la Serie B. Y en 2003, el éxtasis: la Serie A, la máxima categoría.

El Siena, sin embargo, disfrutó poco. En las tres temporadas siguientes se salvó por los pelos del descenso y fue incapaz de formar una plantilla competitiva. Las razones eran obvias: el Siena era un filial, una cantera, un campo de entrenamiento dirigido por fuerzas extrañas. Los más piadosos calificaban al Siena de filial del Juventus, pero no era cierto: era filial de una sola persona, llamada Luciano Moggi. A través de su sociedad de futbolistas, la GEA, Moggi controlaba el Siena y lo utilizaba para sus intereses: tomaba del Siena los jugadores que le interesaban, aparcaba allí a los pupilos que no podía colocar en otra parte...

Un caso particular fue el de Stefano Argilli, un defensa que llegó al Siena en 1996 y se convirtió en el protagonista del ascenso desde la Serie C a la A. En 2005, Argilli, el jugador más amado por la afición, fue traspasado al Módena por razones que nadie supo explicarse. Las explicó el propio Argilli: "Porque en el Siena manda Moggi". Y a Lucianone le convenía, para cuadrar las cuentas de GEA, que Argilli fuera al Módena.

El director general del Siena, Giorgio Perinetti, lo explicaba hace poco a la Gazzetta dello Sport: "Llevábamos grabada sobre la piel la etiqueta de moggidependientes, y no era agradable convivir con las risitas ajenas y con frasecitas referidas a que con nuestros contactos nunca volveríamos a bajar", dijo. Perinetti se declara aún amigo de Moggi y asegura que la dependencia favorecía a los sieneses, poniéndoles en condiciones de "pescar a manos llenas en el parque de futbolistas del Juventus".

¿Pescar? ¿A manos llenas? Lo único que pescó el Siena fueron disgustos, miseria y salvaciones de último minuto. La prueba de que Moggi era un yugo se dio en cuanto se derrumbó, este verano, el sistema de Lucianone. El Siena buscó jugadores por donde pudo y reunió a Frick, a Conco, a Gastaldello, a Bogdani, a Beretta. Inició la temporada con un punto de penalización, por no pagar impuestos, pero tiene ya 16. Sin la penalización, estaría a dos puntos de la Liga de Campeones. Aunque ayer perdió en Udine, el Siena, libre de la tiranía de Moggi, vive el mejor año de su historia.

Emilio Giannelli, un dibujante que publica cada día una viñeta-editorial en la portada del Corriere della Sera, el principal diario del país, es tifoso del Siena y hace un resumen de la situación con un tremendismo muy toscano: "Vivir como súbditos es contrario a la historia de Siena y de los sieneses; fuimos los últimos en ceder ante Carlos V, y eso por culpa de la traición de los florentinos. Finalmente, hemos reconquistado nuestra libertad también en el fútbol y no somos ya prisioneros de Moggi".

Enric González es autor de Historias del Calcio

sábado, noviembre 18, 2006

PANCHO GRANDE por Julio César Iglesias

Ayer moría en Budapest Ferenc Puskas, un mito


Pancho ha cambiado el limbo del Alzheimer por el limbo de los justos. Ha gritado algunas de sus frases favoritas, "¡Pégale, Alfredo!", "¡Pásala, Bozsik!", "¡Tómala, Paco!", y ha abandonado la cancha comentado entre dientes algún partido intemporal con Di Stéfano, Josef Bozsik y Paco Gento, tres de sus socios más queridos.

Sin perjuicio de sus Pichichi, sus Ligas y sus Copas de Europa, fue uno de esos personajes de posguerra dotados de la ciencia que sólo se consigue en los arrabales. Dueño de un tacto excepcional, habría hecho carrera en cualquier oficio compatible con el ritmo, la bohemia y la fantasía; podría haberse convertido en un violinista de época, pero prefirió el fútbol.

En realidad su elección no importaba gran cosa, porque ingresaría en el Honved de Budapest y en la Selección Húngara, dos de los equipos que más veces han sido comparados a una orquesta. Con su calzón planchado, su casco de gomina y sus pantorrillas de tirador hizo del juego un ejercicio de estilo, y de los estadios una propiedad intelectual. Por algún capricho del cálculo de probabilidades no ganó el Mundial de Suiza, pero con su asombrosa visión del gol estableció una nueva escala de valores, alegró la vida de una Europa renqueante que se movía entre sus propios escombros y dejó para el recuerdo algunas memorables secuencias en blanco y negro. Todavía se recuerda aquella maniobra suya junto al pico derecho del área chica de Wembley. Aunque jugaba contra Inglaterra en el corazón del Imperio Británico, su pulso seguía marcando, como siempre, las doce en punto. Pisó la pelota con delicadeza, esperó la llegada de Billy Wright, el capitán de los pross, y en el último instante la ocultó como un trilero. Mientras su oponente pasaba de largo, miró el palo más próximo, plegó la zurda, retrasó la cadera y, como los billaristas de lujo, ejecutó un massé. Los supporters oyeron un taponazo de botella, Wright siguió su recorrido, y aquella bola subió misteriosamente por la diagonal y entró por el canto. Fue uno de sus tres goles de la noche y uno de los tres goles del siglo.

Luego, en 1956, alcanzó el grado de coronel como premio a su trayectoria, se fue de gira con el Honved, valoró la represión soviética en la Revolución de Octubre y finalmente se exilió en Madrid. Fue entonces cuando empezó su segunda época. Conectó inmediatamente con Alfredo Di Stéfano, encontró en Paco Gento el expreso que buscaba, practicó una nueva forma de artillería que le valió el sobrenombre de Cañoncito Pum, alternó la cerveza con el caldo de gallina, fundó una fábrica de salchichas, echó barriga y levantó dos monumentos; uno al fútbol y otro al colesterol.

Desde entonces sus compañeros empezaron a llamarlo Pancho.

Hace algún tiempo supimos que había empezado a ensimismarse.

Y ahora, como los más grandes, sólo se ha ido un poco. Aunque su historia termina, su leyenda continúa.

lunes, noviembre 13, 2006

Historias del Calcio. FRANCÉ


El fútbol, como la vida, está lleno de tiempo-basura. Como la vida, el fútbol se descompone al final en un puñado de momentos brillantes. El resto es un vago malestar: fenómenos metabólicos, estadísticas, humo. Y, sin embargo, ni el fútbol ni la vida son mal negocio. Hay momentos que duran para siempre.

El sábado, poco después de las diez de la noche, uno de esos momentos iluminó el calcio.

El Milan y el Roma empataban a uno en un encuentro importante para ambos. El Milan, un viejo acorazado con la cubierta llena de cañones y un montón de vías de agua en la sentina, necesitaba demostrar que aún podía ganar una gran batalla. Ya había perdido en casa con el Inter y el Palermo, los dos jefes de la clasificación, y no podía permitirse otra derrota. El Roma, que no quería alejarse de los líderes, sentía menos urgencia porque pensaba en la historia: llevaba 20 años sin triunfar en casa del Diablo y le faltaba una victoria, que podía ser esa, para alcanzar las mil en la Serie A. El Milan se jugaba la vida. El Roma se jugaba la gloria.

El Milan había salido con rabia tras el descanso y los romanistas se refugiaban atrás, contra las cuerdas, confiando en sacar un golpe que noqueara al rival. Pero todos los golpes los daba el Milan. Hacia el minuto 15 del segundo tiempo, cualquier apostador sabía dónde poner su dinero. El míster del Roma, Spalletti, comprobó que era suicida exponerse a la potencia de fuego del acorazado milanista y retiró a Perrotta, la pieza central del tridente, para introducir a un chaval de 20 años llamado Aquilani. Delante, como falso ariete, siguió Francesco Totti, Francé (léase Franché), 30 años, cerebro rápido y trote lento, un genio con el peroné lleno de clavos y arandelas.

Francé ya había marcado el gol de su equipo. Con Aquilani, que salió dispuesto a hacer el partido de su vida, La Mágica se echó encima del Milan.

Faltaban siete minutos para el final cuando ocurrió lo que ocurrió. Seedorf perdió la pelota no muy lejos de su área. El balón se aproximó a Aquilani, quien, rodeado de dos contrarios, probó una cosa absurda: un centro de rabona dirigido a su espalda, hacia el extremo izquierdo, donde debía estar Mancini. La rabona salió perfecta, Mancini apareció por la banda y tocó hacia el área. A Totti, ariete inverosímil, le bastó poner la cabeza. Apenas cinco segundos para fabricar un gol maravilloso. Y una victoria histórica.

Un momento mágico es una puerta abierta al sueño. En cuanto terminó el partido, Totti y los suyos empezaron a pensar en el scudetto. ¿Por qué no? El portero, Domi, está en forma. Los dos centrales, Mexes y Chivu, son hoy los mejores del campeonato. La pareja de medios centro, De Rossi y Pizarro, no desmerece frente a cualquier cosa que puedan alinear el Inter, el Milan o el sorprendente Palermo. Los extremos brasileños, Taddei y Mancini, no pertenecen a la categoría del centrocampista reciclado: son de verdad. Y luego está Totti.

Lo normal es que este scudetto acabe cosido en la camiseta del Inter porque, con el ogro Juventus encerrado, por poco tiempo, en la Serie B y con el Milan achacoso, La Bienamada más potente del último decenio carece de excusas.

Pero la magia, ese material invisible que se pega a la memoria, está del lado de la banda de veinteañeros que dirige Totti. Como los adolescentes enamorados, hacen cosas imposibles.

Lo cual, en romano, se dice en dos palabras: Ahó, Francé. El resto se expresa con los ojos y las manos.

Enric González es autor de Historias del Calcio

jueves, noviembre 09, 2006

LA DESESPERACIÓN DE LOS INGLESES por John Carlin

No sólo la selección española da pena, así que mal de muchos...


Si a alguien se le ha pasado por la cabeza la idea de que la selección española está pasando por un mal rato, que hable con los ingleses. Los pobres, que viven los colores patrios con tanta locura, sí saben lo que es sufrir.

Inglaterra y España, como ya es conocido, están unidos hace tiempo por la singular calamidad de que poseen dos de las tres ligas de fútbol más poderosas del mundo pero, a la hora de la verdad, sus respectivas selecciones siempre decepcionan.

Pero hoy, esta misma semana, se ha abierto una nueva brecha. España, victoriosa contra Argentina, vuelve a soñar, mientras que para Inglaterra, tras la vergonzosa derrota contra Croacia en la Eurocopa, es el fin del mundo. La mañana después del partido el diario the Sun demostró por qué es el diario de mayor venta en el mundo occidental al dar con un titular que reflejó el abatimiento con el que despertaron los ingleses tras aquella pesadilla. "¡Ni idea", clamó the Sun, "ni esperanza!".

Ver jugar a España contra Argentina una hora después del Inglaterra-Croacia fue disfrutar con los Harlem Globetrotters, con el Brasil de Pelé, la Holanda de Cruyff. No es ninguna exageración. No hay palabras para describir lo deplorable que fue la actuación de Inglaterra en Zagreb. El cronista del Sun se acercó un poco al comentar: "Somos el país que dio el fútbol al mundo. Hoy no sabemos ni jugarlo".

Pero lo peor no es eso. Lo peor no es que la selección inglesa fuera incapaz de hilvanar más de dos pases seguidos contra Croacia; que hicieran su pimer disparo a puerta en el minuto 90; que el mejor jugador inglés fuera el portero (y esto a pesar de que su pifia en el segundo gol pasará a la historia); que el resultado final de 2 a 0 no reflejara ni de cerca el abrumador dominio de Croacia, un país cuya poblacíon (4,8 millones) es la decima parte de la inglesa. Lo peor tampoco es que en la anterior eliminatoria de la Eurocopa, cero a cero en Manchester contra Macedonia (población dos millones), el equipo rival jugara con más fluidez y creara más ocasiones de gol.

Lo peor es que la federación de fútbol inglés ya hizo lo que le exigía todo el mundo después del fracaso del Mundial. Despidió al entrenador y puso a uno nuevo. Que a su vez despidió al capitán.

Por eso no hay ahora "ni idea, ni esperanza". Los españoles todavía pueden seguir alimentando la idea de que, con un buen sustituto para Luis Aragonés, la selección haga algo notable un día de estos. Puede incluso ser que la debacle inglesa unida al triunfo contra Argentina obligue a una reflexión más pausada antes de nombrar un nuevo seleccionador.

Inglaterra, mientras, está de luto. El único consuelo es que volvió a empezar la liga. Lo que dará tiempo para olvidar. Hasta que vuelva la pesadilla. Hasta que, de aquí a cinco meses, vuelva el horror de la Eurocopa y la selección tenga que medirse contra Israel, en Israel. Visto desde aquí, desde lo acontecido esta semana, no hay dios -ni uno solo de los que habitan esas tierras- que les ayude.

martes, noviembre 07, 2006

Historias del Calcio. EL ÁNGEL EN EL INFIERNO


Hay equipos que, por razones variopintas, se visten con una bandera remota: el Boca va de sueco, el Barcelona va de suizo y el Lazio va de griego. Otros llevan los colores de su ciudad, como el Roma. O los de un club más antiguo, como el Juventus, que recibió camisetas del Notts County. Casi todos los colores del fútbol nacieron de la casualidad. Pero no los del Milan. El Milan eligió las rayas negras y rojas porque buscaba una combinación cromática infernal, capaz de infundir temor en los rivales. Es decir, el Milan tenía un plan. Desde el principio.

Al Milan se le llama, como es normal, El Diablo. Eso es lo que buscaba. Hablamos de una sociedad con un punto narcisista, reflejado incluso en el atuendo de los técnicos: Ancelotti y su ayudante, Tassotti, se sientan en el banquillo con traje oscuro y camisa y corbata burdeos. Se trata, se supone, de una elegancia diabólica que entona, se supone, con los ojos fríos de Maldini, los labios apretados de Pirlo y los rugidos de Gattuso.

Pero el Diablo renquea con una defensa anciana, un centro del campo al que le pesa todavía el Mundial y una delantera huérfana de Shevchenko. Ayer perdió de mala manera con el Atalanta, que no sólo es vecino (Bérgamo está a dos pasos), sino que luce los colores del Inter. Ancelotti se defendió culpando al árbitro, la excusa mefistofélica por excelencia. La verdad, sin embargo, aparece cruda y el primero en verla es el propio Berlusconi, que, sin perder de vista a Ronaldinho, ha enviado una expedición a Brasil para buscar un futbolista barato, desconocido y maravilloso.

¿Por qué no? El truco de la expedición ya funcionó una vez. Un tipo del Milan se fue a São Paulo y se trajo a un tal Ricardo, llamado Cacá como muchos Ricardos brasileños, pero con el rasgo de coquetería de firmar Kaká. El chaval costó seis millones de dólares. Nadie sabe cuánto costaría ahora. Tiene el primer paso de Platini, ese paso falsamente exagerado que deja atrás al contrario; tiene la velocidad de un extremo, la parsimonia de un mediocentro, el pie de un ángel y el disparo de un demonio.

Kaká es el tesoro del Diablo y su única esperanza en una temporada que comenzó mal, con una sanción de ocho puntos negativos, y prosigue mal. Sólo Kaká mantiene vivos los sueños milanistas. El scudetto queda muy lejos, pero en Europa, a veces, basta el talento de un genio para saltar una eliminatoria, y otra, y otra.

Kaká forma parte de una estirpe bastante rara, la del genio sin tormentos interiores. Muchos grandes del balón, como Garrincha, Best o Maradona, sufrieron por sus demonios personales. Quienes no pagaron ese peaje tenían, al menos, algún defectillo que ayudaba a los demás a soportar su talento: Cruyff era vago, fumador y mandón, Di Stefano era seco de carácter, Beckenbauer era arrogante. Entre los de hoy, Ronaldo es glotón y Ronaldinho no es Adonis. Pelé carecía de defectos y encima tocaba la guitarra, pero era inculto.

Kaká es guapo, alto, veloz, resistente a las lesiones. Es simpático y disciplinado. No fuma, no bebe, no trasnocha y reza con frecuencia. Por si todo eso fuera poco, lee ensayos. Y juega como los ángeles.

Tanta perfección tiene algo de diabólico.

Enric González es autor de Historias del Calcio

miércoles, noviembre 01, 2006

CUANDO FUERON REYES DE LONDRES por Santiago Segurola

Al hilo del partido de Liga de Campeones entre Barça y Chelsea, recupero un estupendo artículo de Segurola en El País que ya se colgó en este blog hace algo más de un año y que recordaba al Chelsea de los años sesenta, pura cultura pop. Cuando se publicó este texto el equipo londinense aún no había conseguido su segunda Premier consecutiva (y tercera de su historia). Segurola, cómo siempre, admirable.







Dos título de Liga en 100 años de historia no parece gran cosa para un club que ahora está de moda en Europa. El Chelsea lo conquistó con ocasión de su cincuentenario, en 1955, y en su centenario, 2005, tras haber vivido sus mejores momentos en los años sesenta. Casi por ubicación física, al Chelsea le correspondió un papel importante en el agitado Londres de aquellos días. Aunque su estadio no tenía ningún glamour -Stamford Bridge servía para el fútbol y para las carreras de galgos en su vieja pista de ceniza-, se alzaba en Fulham Road, en medio de uno de los barrios preferidos de la movida pop, al lado de King's Road, hervidero de nuevas tendencias. Allí tenía su cuartel Mary Quant, la creadora de la minifalda, y por allí pululaban o vivían buena parte de los músicos que hacían época: los Beatles y los Stones se dejaban caer por allí; Marianne Faithful y el fotógrafo David Bailey, también; las estrellas del cine británicas y norteamericanas frecuentaban el barrio. Y en el barrio estaba un equipo de fútbol que pretendía estar a la altura de los tiempos.

Aquel Chelsea se adelantó 25 años a lo que Ruud Gullit definió como fútbol sexy. Gullit intentó practicarlo con el equipo londinense en los años noventa. Con cierto éxito y con dinero para fichar a jugadores como Zola o Verón, precursores de la invasión de estrellas extranjeras. Pero en los años sesenta no había ningún extranjero. Era un equipo de ataque con varios de los jugadores más coloristas del fútbol británico. Uno de ellos era Alan Hudson, un centrocampista que llevaba el ingenio hasta la frontera de lo extravagante. Habitual de clubes, amigo de estrellas del pop, proclive a los excesos, su talante no cuadraba con el estilo marcial que Alf Ramsey pretendía en la selección inglesa, así que no dejó huella en el equipo nacional. Junto a Hudson brillaba el escocés Charlie Cooke, extremo en ocasiones, centrocampista en otras, genial siempre. Y en la delantera todos los focos apuntaban a Peter Osgood, un héroe para la hinchada. Era alto y fornido, de pelo ensortijado y moreno, con un aire a Tom Jones que hacía valer entre las habituales de los bares y clubes de King's Road. Sin tener la clase pura de Hudson y Cooke, ninguno representaba mejor los valores del Chelsea que Osgood. Dentro del campo y fuera. Su fama mereció el interés de Raquel Welch, que se dio un garbeo por el barrio en una visita a Londres en 1972, un año después de que el Chelsea derrotara al Madrid en la final de la Recopa. El Cuerpo quería conocer a Osgood y no se privó de visitar el vestuario en los momentos previos a un partido. Algunos jugadores de aquella generación todavía lo consideran el mejor momento de sus carreras.

El Chelsea no ganó ninguna Liga en esa época, pero se ganó fama de equipo juerguista y divertido frente al circunspecto Arsenal, tradicionalmente defensivo y alejado de las cosas mundanas. Mientras frecuentaban a los ídolos del pop, sacaban tiempo para jugar bien y satisfacer a una hinchada que pronto vio el desplome del equipo. Casi fue un derrumbe cultural. Con la caída de King's Road como centro neurálgico de la movida londinense se asistió a los peores años del Chelsea. Descendió a la Segunda División y tardó casi 15 años en establecerse con alguna firmeza en la Primera. Lo hizo cuando el fútbol se convirtió en un negocio y perdió buena parte de su imagen de pasatiempo para la clase obrera. En los años noventa se puso de moda el fútbol y la moda también alcanzó a los políticos, muchos de los cuales salieron del armario y confesaron sus preferencias. Algunas resultaban poco creíbles. El primer ministro, John Major, a quien no se le conocía especial pasión por el fútbol, se declaró hincha del Chelsea, como algunos otros políticos conservadores. Eran los años de Gullit, y luego de Zola y Verón. Buenos años futbolísticos que estuvieron a punto de enviar a la bancarrota al Chelsea, presidido entonces por Ken Bates. El destino del club parecía desesperado, pero algo le favorecía: Londres siempre es un mercado apetecible, y más para los nuevos barones de las grandes empresas rusas del petróleo, gas y derivados, gente como Roman Abramovich, que se encontró con el juguete perfecto, en la ciudad perfecta, en el barrio perfecto. En Chelsea.

Nota al partido de ayer: Impresentable Mourinho, una vez más