Las tres grandes sociedades futbolísticas italianas, el Juventus, el Milan y el Inter, son del norte y se hicieron definitivamente fuertes a finales de los 50 y principios de los 60 gracias a la llegada masiva de inmigrantes sureños. Quien más se benefició de ese movimiento demográfico fue el Milan, el club proletario de la ciudad, en contraposición al Inter, nacido de una escisión y preferido desde siempre por la burguesía.
El trabajo del pobre terrone del sur convirtió la Lombardía en una de las regiones más industrializadas y ricas de Europa; su afán de integración y su entusiasmo auparon los colores rojinegros y los sostuvieron en los años negros, entre 1980 y 1983, cuando el Milan bajó a la Segunda División castigado por corrupción, subió y volvió a bajar por méritos propios. Luego, llegó Silvio Berlusconi, que, por entonces, se limitaba a ser el más rico del lugar, y pasó lo que pasó: el Milan empezó a coleccionar scudettos (Ligas) y orejudas (Copas de Europa).
A Berlusconi, cuya actividad política pasma y deprime al orbe, nunca se le podrá negar el talento como presidente futbolístico. Gasta fortunas en fichajes, cierto, y maquilla los balances como nadie, cierto también. Pero lo mismo hace Massimo Moratti en el Inter, y no se come una rosca.
El Milan, actual campeón de Europa, se escapa ya en la Liga, tras el bache otoñal. Shevchenko vuelve a ser el de siempre, el joven brasileño Kaká (22 años recién cumplidos) parece dispuesto a convertirse en el jugador de la década (suena fuerte, pero es así) y los platazos de espaguetis que Carlo Ancelotti obliga a ingerir al equipo a medianoche, tras los partidos tardíos, se han convertido en una suerte de poción mágica.
El Milan, actual campeón de Europa, se escapa ya en la Liga, tras el bache otoñal. Shevchenko vuelve a ser el de siempre, el joven brasileño Kaká (22 años recién cumplidos) parece dispuesto a convertirse en el jugador de la década (suena fuerte, pero es así) y los platazos de espaguetis que Carlo Ancelotti obliga a ingerir al equipo a medianoche, tras los partidos tardíos, se han convertido en una suerte de poción mágica.
Los cebras (los de la Juve) mantienen el habitual oficio, pero su defensa es, cosa rara, muy floja; los culebras (el Inter) han comprado a Stankovic al Lazio para compensar con urgencia el fiasco de Kily González, pero están muy atrás y, además, tienen como siempre la escopeta a punto para dispararse en el pie en caso necesario; el Roma, cuyo juego deslumbró en la primera vuelta, ha entrado en crisis y empieza a ver que Emerson, la viga maestra, se irá a final de temporada. Las cosas pintan bien, una vez más, para el Milan.
Qué distinto es todo para quienes no emigraron y se quedaron en Nápoles. Hubo un momento de gloria, aquél de Maradona, y nada más. Los napolitanos siguen venerando a Maradona y añorando la efímera supremacía que les proporcionó mientras asisten al desplome de su equipo.
El Nápoles volvió a perder ayer, frente al Como, y sus tifosi violentos volvieron a protagonizar una batalla campal que dejó dos heridos. El club de la gran ciudad del sur cuelga de la cola de Segunda y siente en los talones el frío de la Tercera, la calamidad definitiva. Pobres napolitanos. Sus primos del Milan tuvieron, y tienen, mucha más suerte.
Enric González es autor de Historias del Calcio