lunes, mayo 25, 2009

UNA VUELTA AL ESTADIO OLÍMPICO por Enric González


Es una gran final y, como suele decirse cuando no se sabe qué decir, puede pasar cualquier cosa. A no ser, claro está, que el escenario influya. Si el estadio Olímpico, con su pasado y sus fantasmas, tiene voz en el asunto, hay que esperar pelea y sufrimiento.

El Olímpico recuerda la final de la Copa de Europa de 1984, que el Roma jugaba en casa frente al Liverpool y perdió en los penaltis: el lugar es experto en decepciones. Recuerda también la final del Mundial de 1990, la más indigesta de todos los tiempos (Alemania, 1; Argentina, 0). Y, por supuesto, los clásicos tremebundos entre el Lazio y el Roma. Ha trasegado decenas de partidos de abordaje, cuchillo en boca y cuerpo a cuerpo. Tras un derby de 1971, el entonces director del Corriere dello Sport, Antonio Ghirelli, resumió en pocas y entusiásticas palabras el espíritu dominante: "Ha sido un gran derby: feo, raro, malparido, pero grande".

Habrá quien, ante los mármoles y las estatuas, invoque a los gladiadores. Seguro: "La final de los gladiadores". No nos equivoquemos: el Foro Itálico, que incluye el estadio, nació como Foro Mussolini y sólo en los sueños fascistas tiene algo que ver con el antiguo imperio. Resultan lógicos, por tanto, la estética general, el monolito dedicado a Mussolini y los mosaicos con la inscripción Duce, Duce, Duce. La evocación fascista liga con el pasado de los dos inquilinos habituales. Especialmente, contra lo que habitualmente se supone, con el del Roma. Nadie es responsable de su nacimiento, pero el Roma fue el resultado de una orden de Mussolini. El dictador, que procedía del norte, se esforzó en equilibrar el país mejorando el nivel del sur: saneó los territorios pantanosos, impulsó la agricultura y mejoró los ferrocarriles. Fallaba el fútbol: Roma, capital del imperio que soñaba el Duce, no ganaba ni a tiros. La SS Lazio, una sociedad fundada en 1900 por un grupo de burgueses entusiasmados por los ideales olímpicos (de ahí, los colores blanco y azul celeste, los de la bandera griega), se veía incapaz de competir con los equipos de Turín, Milán o Bolonia. ¿Solución? Fusionar a todos los equipos que jugaban en Roma.
El Lazio, respaldado por un jerarca del régimen, se negó. Y de la unión de todos los demás, empezando por la Ginnastica Roma, en 1927 surgió la AC Roma. De ahí surgió también la mala fama del Lazio, acusado de orgullo e insolidaridad por negarse a fundirse con el resto. Poco a poco, la propaganda romanista creó el estereotipo del laziale ajeno a la ciudad, procedente de los suburbios o de los pueblos de la provincia. Y empezó a apodar burini, catetos, a los aficionados blancocelestes.

Como se ve, la mala sangre entre romanistas y laziales viene desde siempre. En pocas ciudades se viven los clásicos con el encono de Roma. Cuesta pensar que toda esa bilis no se haya filtrado, año tras año, en las piedras del estadio. La bilis y también las lágrimas porque no es raro salir llorando del Olímpico: basta con acudir a un derby, o a un Roma-Nápoles, o a un Lazio-Livorno, o a un Roma-Juventus. Lo más normal, tras esos partidos, es que un sector del público remate la jornada atacando a la policía y que la policía responda con gases lacrimógenos. De ahí, lo de salir con llanto.

Ocurrirá otra vez el miércoles. No por los gases, esperemos, sino por el orden natural de las cosas: conviene recordar que las finales están hechas para llevar hasta el éxtasis a la mitad de los espectadores y para dejar hecha polvo a la otra mitad.

lunes, mayo 18, 2009

SI ES EL BALÓN, PACIENCIA por Enric González


Podría haberlo dicho el técnico del Athletic, Joaquín Caparrós, antes del partido contra el Barça. Podría decirse mucho en el fútbol. Pero sólo lo decía Nereo Rocco y lo hacía siempre que alguien, en vísperas de un encuentro, soltaba la famosa frase: "Que gane el mejor". "¿Que gane el mejor? Esperemos que no", respondía El Parón, El patrón en lengua triestina, burlándose de su propia fama. A Rocco se le atribuía la implantación del catenaccio (candado) en Italia o, en palabras del gran periodista Gianni Brera, "la invención del fútbol a la italiana" y le precedía su fama de entrenador defensivo y obsesionado con los marcajes. A El Parón le daba igual. Le gustaba adoptar el papel del campesino que sale a ganar como sea, por la vía civil o por la vía criminal.

Su frase más célebre define, de modo caricaturesco, su estilo de juego: "Dale a todo lo que se mueva sobre el césped, y si es el balón, paciencia". No está claro que Nereo Rocco pronunciara alguna vez esas palabras, pero han quedado eternamente pegadas a su biografía.

Nereo Rocco (1915-1979) nació y murió en Trieste, territorio fronterizo del imperio austrohúngaro. Su padre se apellidaba Rock y era un vienés de buena familia, pero se mudó a Trieste por amor a una bailarina y acabó estableciendo una carnicería. El fascismo impuso la italianización de Rock y le convirtió en Rocco. Lo que no cambió fue el oficio de carnicero: el joven Nereo adquirió un físico hercúleo cargando canales y despiezando vacas y cerdos y siguió con los canales y los despieces en su época de futbolista. Le avergonzaba, sin embargo, que sus compañeros de equipo le vieran con el mandil ensangrentado.

Como jugador, fue discreto: una vez internacional y centrocampista en varios equipos hasta que al final de su carrera empezó a ensayar en el puesto de defensa libre, una idea que en los años 40 floreció en Suiza y Austria y que constituía la base del catenaccio. Como entrenador, destacó en el Padova y en 1960 se hizo cargo del Milan, con el que en 1962 y 1963, pese a la competencia del Inter de Helenio Herrera, ganó un scudetto y una Copa de Europa. Repitió la hazaña europea en 1969, venciendo en la final a un Ajax que estaba a punto de imponer su hegemonía.

Su palmarés exigía respeto. Rocco, sin embargo, prefería hacerse el palurdo: "Drogo a mis jugadores con pasta y judías y el jueves, a las diez de la mañana, con un filete de caballo y un vaso de vino". Aunque la joya de aquel Milan era Rivera y Rocco le adoraba, el técnico, que compartía ducha y bromas con sus futbolistas en el vestuario, se avenía mejor con Maldini y Trapattoni. En el campo, eso sí, Rivera podía hacer lo que le diera la gana. Era el único milanista exento de marcar a un contrario. "Cuando empieza el partido, veo con los ojos de Rivera", explicaba.

El fútbol era entonces más duro y áspero que hoy. Zanon, capitán del Padova, podía mostrar a la prensa su mano derecha y proclamar: "Con esta mano le estrujé los huevos a Gabetto cuando el Torino lanzó su primer córner". Maldera, del Milan, podía justificar sus problemas en el marcaje al argentino Soriano, de Estudiantes, porque éste llevaba en la mano un alfiler y se lo clavaba a quien se acercaba. Cuando el Milan perdía el balón, Rocco se alzaba del banquillo y preguntaba: "¿Quién se ha dejado robar la pelota?". "Giovannin, Parón", era la respuesta ritual. Giovannin podía ser Rivera o Trapattoni, cosa que a Rocco le era indiferente. Iba hacia la banda y gritaba: "Giovannin, vete a tomar por el culo". Y volvía sentarse tranquilamente.

Federico Fellini quiso que fuera actor en Amarcord, en el papel del padre de familia. "Buscaba a un hombre cachazudo, sentimental, romántico, antifascista, tosco pero simpático, y Rocco era el personaje justo", explicó. Nereo Rocco no pudo participar en la película porque estaba ocupado con el Milan.

En los días finales de su vida, hospitalizado con cirrosis y bronconeumonía, Rocco creía volver a estar en un banquillo. Daba órdenes a sus jugadores y les exigía marcajes estrechos. Dicen que sus últimas palabras fueron: "¿Pero cuánto falta para que acabe el partido?".

Mario Benedetti 1920-2009

El que haya tenido la paciencia de seguir este blog sabrá que no hace falta decir mucho, sólo darle un millón de gracias, por el fuego y por TODO lo demás.

Chau viejo,
y viva el paisito más grande del mundo!

lunes, mayo 04, 2009

EL DÍA QUE CAMBIÓ LA HISTORIA por Enric González

Hoy historia grande.

Basílica de Superga


El 4 de mayo de 1949, hace hoy 60 años, cambió la historia del fútbol. No hablamos sólo del calcio, que se hundió en su noche más negra, sino de cualquier fútbol imaginable: ese 4 de mayo, a las 17.03, terminó un relato y comenzó otro. Si el trimotor Fiat que transportaba al mejor equipo del planeta, el Gran Torino, no se hubiera estrellado contra los cimientos de la basílica de Superga, a apenas 20 kilómetros de casa, es muy probable que no hubieran existido ni el maracanazo del Mundial de 1950 ni la posterior hegemonía brasileña. Tal vez Italia habría sido la primera selección tricampeona, con tres títulos consecutivos. Tal vez el Juventus de Turín sería hoy una institución menor, peleando en las divisiones inferiores. Tal vez desconociéramos la palabra catenaccio y el calcio simbolizara el fútbol ofensivo. Tal vez.

El Gran Torino nunca fue llamado Torino a secas. El principal club de Turín (la familia Agnelli no había adquirido aún el Juventus) proponía algo más que un fútbol maravillosamente ofensivo: encarnó, junto a los ciclistas Coppi y Bartali, el fin de la pesadilla del fascismo y la guerra. El presidente, Ferruccio Novo, ex jugador y ex entrenador, empezó a construir una formación legendaria en 1942, en plena guerra, con el fichaje de las dos estrellas del Venecia, Mazzola y Loik. Esa temporada, 1942-1943, ganó el scudetto. El campeonato, sin embargo, no se jugó la temporada siguiente. Italia se sumergió en una terrible mezcla de doble invasión (los aliados por el sur, los nazis por el norte), de guerra civil (fascistas contra partisanos) y de vacío de poder. No hubo competición hasta 1945. Para entonces, el Gran Torino ya era irresistible.

El equipo grana jugaba con una absoluta furia ofensiva. Había sido diseñado por el director técnico Ernst Ebstein, un húngaro de origen judío que, a causa de las leyes raciales, había tenido que trabajar en la clandestinidad y, pese a todo, acabó en un campo de concentración, del que pudo huir de forma casi milagrosa. Ebstein no quería defensas. De hecho, el Gran Torino jugaba con dos centrales muy técnicos, Ballarin y Maroso, y los cinco centrocampistas típicos del sistema inglés, dirigidos por Valentino Mazzola. Su leyenda se hizo sólida en la temporada 1947-1948 con 125 goles en 40 partidos. Hubo uno especialmente asombroso, contra el Roma. El equipo visitante, el Gran Torino, llegó al descanso perdiendo por 1-0. En el vestuario, los granas decidieron dar una lección a los romanos: volvieron al césped y marcaron siete tantos en 20 minutos. Ése era el Gran Torino de las cinco Ligas consecutivas.

Vittorio Pozzo, el seleccionador que ganó para Italia los Mundiales de 1934 y 1938 (con la inestimable ayuda de Mussolini y de los árbitros), había asesorado a Novo y Ebstein en su política de fichajes. Después de la guerra, montar una selección le resultó sencillo: ocho miembros del Gran Torino (Bacigalupo, Ballarin, Castigliano, Loik, Maroso, Mazzola, Menti y Rigamonti) eran titulares indiscutibles; en ocasiones, como en su victoria contra la mítica Hungría, la nazionale azzurra alineaba a diez jugadores granas. Italia se perfilaba como la gran favorita para el Mundial de 1950, en Brasil.

El 3 de mayo de 1949, el Gran Torino viajó a Lisboa para disputar un partido amistoso contra el Benfica. Mazzola, el gran capitán grana, había exigido participar en la despedida de su amigo Francisco Ferreira, capitán del equipo lisboeta y de la selección portuguesa. Tras el encuentro, concluido con victoria del Benfica por 4-3, la expedición embarcó en un avión rumbo a Barcelona. En Italia se habían quedado el presidente Novo, acatarrado, y un chavalín húngaro inmensamente triste porque el Gran Torino, tras varios partidos de prueba, había rechazado su fichaje. El chaval se llamaba Laszlo Kubala. Desde Barcelona, el Gran Torino siguió su viaje hacia Turín. El avión estaba a menos de cinco kilómetros del aeropuerto cuando, entre una espesa niebla, se estrelló contra la basílica de Superga, donde la familia real italiana enterraba a sus difuntos. Los 31 ocupantes del trimotor murieron en el acto.

Los funerales por el mejor equipo que ha visto Italia y uno de los mejores que ha visto el mundo congregaron a un millón de personas en Turín. En ese momento, a falta de cuatro jornadas, el Gran Torino llevaba cuatro puntos de ventaja al Inter. Los demás equipos decidieron alinear a los juveniles, como se vio obligado a hacer el Torino, el resto de la temporada. Ése fue el scudetto póstumo.

Sabemos lo que ocurrió después. Gianni Agnelli, el fundador de la Fiat, había comprado el Juventus en 1947 y aprovechó el inmenso vacío abierto en Superga para crear un equipo campeón. La temporada siguiente, la que había de convertirse en Vecchia Signora ganó el scudetto y empezó a forjar su propia historia. Ya era otro fútbol. El seleccionador Pozzo tuvo que viajar al Mundial de Brasil (en barco) con una alineación de circunstancias y un sistema ultradefensivo, que caracterizó al calcio en las décadas siguientes.

La historia de la tragedia tuvo un hermoso corolario en 1960. Sandrino Mazzola, el hijo de Valentino, que tenía seis años cuando murió el Gran Torino, acababa de fichar por el Inter. Era un chico de 18 años. Y le tocó enfrentarse al Real Madrid, campeón de Europa. Ganó el Madrid. Tras el partido, Puskas se acercó a Mazzola, le dio la mano y le dijo unas palabras: "Yo conocí a tu padre y jugué contra él. Creo que eres digno de ser su hijo". Mazzola, como es lógico, se echó a llorar.